Manuel Valenzuela con 76 años, se ha convertido en una especie de leyenda para todo el que entra en el mundo de los vinos
Manuel Valenzuela y los vinos naturales de la Contraviesa. El punto de inflexión de su destino como viticultor se sitúa en el Puerto de la Ragua a finales de los años setenta. Manuel Valenzuela y su esposa Rosa habían comprado parte del Cortijo Barranco Oscuro y estaban intentando sobrevivir en la Contraviesa con lo que les daba la tierra. Habían plantado algunas cepas y pretendían vender el vino a granel que cosechaban.
Manuel iba con su furgoneta cargada de garrafas de vino camino de Guadix cuando una improvisada nevada hizo que el vehículo quedara atrapado en la nieve. Manuel salió del coche, miró al cielo y a modo de Scarlet O’Hara, la protagonista de Lo que el viento se llevó, dijo casi a gritos: ¡A Dios pongo por testigo de que nunca más volveré a vender el vino en garrafas! Y lo cumplió, nunca más volvió a vender vino a granel.
Este es Manuel Valenzuela, el hombre que con un tesón a prueba de inoportunos desánimos ha conseguido dignificar los vinos de la Alpujarra. Él, un pionero en España en la elaboración de vinos naturales, fue el que consiguió convertir el vino ramplón de la zona en un caldo que se sirve en restaurantes con estrellas Michelín de todo el mundo.
Su producto criado en el Barranco Oscuro de la Contraviesa ha sido catalogado por los mejores sumilleres del mundo como un caldo natural a tener en cuenta a la hora de elegir los más importantes vinos del planeta tierra.
Aun así Manuel nunca se ha emborrachado con el éxito y jamás ha querido entrar en el mundo de la fanfarria del marketing, una decisión dignificada por el riesgo y desde luego por una impecable entereza reflexiva. En mi hambre mando yo, parece decir siempre que tiene ofertas para que se incorpore al burdo granel del mercado. Él ha asimilado lo que es y lo que tiene que llegar a ser. Vive una filosofía particular que se ha forjado a base de decepciones.
Un poco más sobre Manuel Valenzuela
Manuel Valenzuela nació en El Marchal, en el año 1943, en el núcleo del hambre de la posguerra. «Me contaron que al mismo tiempo que yo abría los ojos al nacer los cerraba un vecino que se murió en una habitación contigua. Cuando la mujer del vecino me veía creía que yo era la reencarnación de su marido«, dice Manolo con esa risa irónica con la que se revisten este tipo de anécdotas.
Manuel era el penúltimo de una familia de nueve hermanos y no se le daban mal los estudios. En Guadix estudió el bachiller y en Jaén en la Escuela de Peritos Industriales. Gracias al esfuerzo de su modesta familia, se trasladó a Madrid para formarse como perito químico, pero a Manuel no le gustaron las perspectivas que se le ofrecían. Eran años muy movidos y se trasladó a Barcelona, donde conoció a Rosa, su compañera de fatigas desde entonces.
–Eran tiempos de mucho bullicio. Vivíamos en el barrio Las Roquetas y nos metimos en todos los fregaos posibles para intentar que aquel barrio en el que vivíamos muchos inmigrantes alcanzar la dignidad que se merecía. Había que buscar espacios de vida y el campo era un reto.
Al poco tiempo Manolo y Rosa se vieron obligados a emigrar a Francia, primero el sur y luego a París, donde nacieron sus dos hijos. Fue en París, en donde acababa de estallar el mayo del 68, donde Manuel tuvo sus primeros contactos con el mundo del vino. Estuvo tres años trabajando en la fábrica de Martini Rossi y un año como vendedor de pescado. Una vez de vuelta, en Barcelona, bastaron unos pocos años para que emprendieran su sueño, vivir en el campo, alejados de los rigores del reloj, donde poder cultivar sus propias vidas.
A finales del año 79, Manolo y Rosa, junto a un amigo llamado Jordi, compraron la parte de uno de los herederos del Barranco Oscuro que consistía en un tercio de la casa cortijo con su trozo correspondiente de bodega y unas 15 hectáreas de terreno, mayoritariamente almendros de secano en laderas, terreno abandonado y unas pocas parcelas abancaladas con disponibilidad de riego para cultivar hortalizas.
Entonces no había viña pero sí dos cubas llenas del tradicional vino costa del cual dieron buena cuenta ellos, sus amigos y los tradicionales clientes del anterior dueño. Llegada la cosecha siguiente no quedó más remedio que continuar la actividad primigenia de elaborar el vino, en principio comprando uva pero pensando ya en plantar un viñedo con vistas al futuro.
–Me puse a plantar cepas por todas partes. Primero las del llamado pie americano tradicional, pero después injertamos a mano las variedades típicas de la Contraviesa.
Fueron años de duro trabajo. Muchos lugareños lo trataron de loco, un comunista que había venido huyendo de Barcelona, un ‘hippies’ que no sabía bien lo que quería. ¿Cómo viene a trabajar aquí cuando todo el mundo quiere irse?, era la pregunta que tenía inquietos a los habitantes de la Contraviesa. Me cuentan el padre y el hijo que la vinificación durante los primeros años siguió también las tradiciones del lugar aunque se empezó a adelantar la vendimia para evitar la excesiva graduación y pesadez de la que hacían gala muchos de los vinos producidos en la zona.
Fue cuando sucedió la anécdota que cuento al principio y lo que hizo a Manuel decidirse a elaborar vinos más interesantes, a la vez que explorar los límites de un terruño tan singular. Manuel hizo un viaje a lo largo del Mediterráneo por zonas con una mayor tradición vinícola en la elaboración de vinos de calidad, intuyendo las similitudes con la sierra de La Contraviesa.
Los conocimientos que iba adquiriendo, sumados a su espíritu emprendedor y su gran intuición, le valieron para emprender lo que ha supuesto una total revolución del panorama vitivinícola de la zona, y de una gran influencia en otras zonas andaluzas y en general en el mundo de la agricultura ecológica, los anteriormente llamados vinos ecológicos, hoy vinos naturales.
A mediados de los años 80 se introdujo la primera variedad foránea, la cabernet sauvignon, a la par que se comenzaba a rescatar del olvido la variedad autóctona vigiriega y se potenciaba la plantación de garnacha que con el tiempo ha demostrado su gran adaptación al clima mediterráneo de montaña.
El reconocimiento de Manuel Venezuela
Fue el Centro Andaluz de Investigaciones Gastronómicas, de la mano de Manolo Carrillo, el primero en darse cuenta de la validez del trabajo de Manuel Valenzuela.
–Sacamos nuestro primer vino embotellado y etiquetado y se puso por primera vez en el restaurante El Molino de Dúrcal. A poco tiempo las revistas gastronómicas empezaron a hablar del vino que hacíamos. Esto empezó a funcionar. Luego estuve en la feria de Biocultura en Madrid y allí me di a conocer como agricultor ecológico. Esos fueron mis primeros pasos.
Cuando Manuel habla lo hace con un castellano mezclado con tonalidades del catalán, el francés y el alpujarreño, sin duda debido a los sitios en los que ha vivido. Su mirada tiene cierto matiz felino, como de lince ibérico, que ocupa buen parte de su rostro, una de esas miradas que hace sentirse seguro al interlocutor, sea amigo o no.
En 1987 salieron los primeros vinos varietales y se dejó de hacer el vino típico de la zona. El ejemplo de Manuel cundió en la comarca y muchos vinateros decidieron unirse a él en su esfuerzo en dignificar los vinos de la zona. Así nació la Asociación de Cosecheros de Vinos de la Tierra.
Pero Manuel es un hombre emprendedor y consiguió hacer vinos espumosos y el primer cava hecho en Granada. Desde entonces la investigación de nuevas variedades y vinos no ha cesado continuando con la exitosa trayectoria a través de unos caldos auténticos y originales, según dicen todos los entendidos.
Manuel perdió a su compañera Rosa hace cinco años y desde entonces se siento más solo de lo normal. Dice que ahora no puede cambiar su manera de llevar la bodega porque eso sería traicionar la memoria de ella. Me lo cuenta saboreando uno de sus vinos blancos que tiene en la etiqueta la ‘V’ de vigiriega, de Valenzuela y de victoria. La producción anual es solo de 30.000 botellas, que exporta mayormente a varios países del mundo, donde está muy cotizado. No quiere producir más porque tampoco quiere chocar con los caprichos del mercado: más vale poco y auténtico que mucho y malo.
–Nunca me he puesto una corbata para promocionar mis vinos. Es más, la única corbata que tengo tiene casi 60 años. Sé lo que hay detrás de cada iniciativa, quien da los sellos de distinción y quienes manejan el cotarro. Yo prefiero hacer lo que me gusta y como me gusta.
En definitiva lo que Manolo piensa es que realizar una agricultura respetuosa con el medio no es un capricho ni una moda pasajera. Es una necesaria vuelta al origen, una forma de cultivar que permita a generaciones venideras seguir disfrutando de la naturaleza y de sus productos. Y de ahí no se le saca. Dice que bebe vino («he calculado que me he bebido 200 hectolitros en toda mi vida») con perseverancia pero sin apresuramientos: degustando el caldo a la vez que disfrutarlo con aquella gente que él quiere, como en estos momentos en el que brindamos por nuestra amistad.
–Manolo, ¿todavía te queda ilusión?
–Sí, claro. Es lo que me hace vivir. Tengo mis problemas, como todo el mundo, pero te aseguro que uno de ellos no es la vanidad. Y cuando me vaya lo haré inexorablemente buscando el final del horizonte. Caeré de manera natural, como he vivido.
Manuel Valenzuela, el viticultor que ha dado dignidad a los vinos de la Contraviesa. Texto: Andrés Cárdenas