¿El camino al futuro termina ahí?
Dubai, el paraíso siniestro. Bienvenidos al paraíso. pero, ¿dónde estás? ¿Es ésta una nueva novela de ciencia ficción de Margaret Atwood? ¿La secuela de Blade Runner? ¿O Donald Trump en un viaje de ácido? No, es la ciudad-Estado de Dubai, en el Golfo Pérsico, año 2010. Después de Shanghai, Dubai es el lugar de mayor construcción en el mundo.
La narración comienza: mientras tu jet inicia su descenso te quedas pegado a la ventanilla. La escena abajo es impresionante: un archipiélago de 24 millas cuadradas con islas de colores-coral y con la forma de un rompecabezas del mundo casi terminado. Sumergidas en las aguas, verdes y poco profundas, se pueden admirar claramente las Pirámides de Giza y el Coliseo romano.
En la distancia hay otros tres grupos de islas con forma de palmas dentro de crecientes de agua, ocupadas por elevados resorts, parques de diversiones y un millar de mansiones construidas sobre pilares alzados desde el fondo del mar. Las “palmas” están conectadas por caminos a una playa tipo Miami, repleta de mega-hoteles, edificios de departamentos y atracaderos para yates.
Cuando el avión baja lentamente hacia el continente desértico el oxígeno se te atora debido a una visión todavía más improbable. En medio de un bosque de rascacielos (casi una docena de ellos mayores a los 1000 pies) se levanta una nueva Torre de Babel. Es un edificio con la imposible altura de media milla: el equivalente del Empire State Building encima de sí mismo.
Todavía te estás rascando los ojos de tanta maravilla e incredulidad cuando el avión aterriza y eres bienvenido a un emporio aeroportuario donde centenares de tiendas te seducen con bolsas Gucci, relojes Cartier y barras de un kilogramo de oro sólido. Haces una nota mental para comprar oro libre-de-impuestos en el viaje de vuelta.
El chofer del hotel te está esperando en un Rolls Royce Silver Seraph. Algunos amigos te han recomendado el Hotel Armani en la torre de 160 pisos o el hotel de siete estrellas con un atrio tan grande que la Estatua de la Libertad cabría adentro, pero en lugar de esto has elegido cumplir una fantasía de tu niñez.
No es sólo un híbrido sino una quimera: la cría de la copulación lasciva de las fantasías ciclopédicas de Barnum, Eiffel, Disney, Spielberg, Jerde, Wynn y Skidmore, Owings y Merrill.
Siempre has querido ser el capitán Nemo en Veinte mil leguas de viaje submarino. Tu hotel con forma de medusa está, de hecho, 66 pies debajo de la superficie del mar. Cada una de sus 220 suites de lujo tiene nítidas paredes de plexiglás que proveen una espectacular vista de sirenas paseantes, así como una inmejorable visión a los afamados “fuegos artificiales submarinos” del hotel: una exhibición alucinatoria de “burbujas acuáticas, espectáculos de arena e iluminación cuidadosamente desplegada”.
Dubai, el paraíso siniestro. Cualquier angustia inicial acerca de la seguridad de tu resort al fondo del mar es despejado por el sonriente conserje. La estructura posee, te asegura él, un sistema de seguridad multi-nivel, que incluye protección tanto contra submarinos terroristas como contra misiles y aviones.
Aunque tienes una importante reunión de negocios en la zona libre de la Ciudad del Internet con otros clientes de Hyderabad y Taipei, has llegado un día antes para darte el gusto de embarcarte en una de las célebres aventuras en el parque temático de dinosaurios “Planeta Incansable”.
Así, después de una adorable noche de sueño bajo el agua, estás a bordo de un monocarril que se dirige a una jungla jurásica. Tu expedición se topa con unos apatosaurios pacíficos que están pastando, pero pronto eres atacado por una malvada pandilla de velocirraptores. Las bestias animatrónicas parecen tan rigurosamente vivas —de hecho, han sido diseñadas por expertos del Museo Británico de Historia Natural— que te sobrecoges de miedo y regocijo.
Con el bombeo de la adrenalina debido a esta experiencia límite, rematas la tarde en una tabla para patinar sobre nieve en la pista local diamante. Al lado está el Mall de Arabia, el centro comercial más grande del mundo —el altar del famoso Shopping Festival que atrae cinco millones de consumidores frenéticos cada enero— pero pospones la tentación de ir de compras para otro día.
En lugar de esto te das gusto en un restaurante carísimo de cocina de fusión Thai, situado en algún lugar aledaño a las Torres Elite, que te fue recomendado por el chofer del hotel. La hermosa rubia rusa de la barra no deja de mirarte con hambre de vampiresa, y te preguntas si la escena pecaminosa local es tan extravagante como ir de compras.
Dubai, el paraíso siniestro. ¿La secuela de Blade Runner?
Bienvenidos al paraíso. pero, ¿dónde estás? ¿Es ésta una nueva novela de ciencia ficción de Margaret Atwood? ¿La secuela de Blade Runner? ¿O Donald Trump en un viaje de ácido?
No, es la ciudad-Estado de Dubai, en el Golfo Pérsico, año 2010.
Después de Shanghai (población actual: 15 millones), Dubai (población actual: 1.5 millones) es el lugar de mayor construcción en el mundo: un mundo de ensueño emergente, dedicado al consumo conspicuo y lo que los nativos denominan “estilos de vida supremos”.
Docenas de descabellados mega-proyectos —que incluyen “El Mundo” (un archipiélago artificial), Burj Dubai (el edificio más alto de la Tierra), la Hidrópolis (el hotel submarino de lujo), el parque temático Planeta Incansable, un resort de ski perpetuamente mantenido a 40 grados Celsius, y la Mall de Arabia (un hiper centro comercial), todo estos mega-proyectos están siendo construidos o pronto abandonarán el restirador.
Jebel Ali Palm Island es el nombre de la segunda isla Palm que será construida frente a la costa de Dubai. Eventualmente, tres islas artificiales más serán construidas en el área de Dubai. La primera, Jumeira Palm, casi está terminada.
Bajo el despotismo ilustrado del Príncipe de la Corona y CEO, el jeque Mohammed bin Rashid al-Maktoum, de 56 años, el emirato de Dubai —del tamaño de Rhode Island— se ha convertido en el nuevo icono del urbanismo imangenierado. Aunque frecuentemente se le compara con Las Vegas, Orlando, Hong Kong o Singapur, este emirato es más bien su sumario: un pastiche de lo grande, lo malo y lo feo.
No es sólo un híbrido sino una quimera: la cría de la copulación lasciva de las fantasías ciclopédicas de Barnum, Eiffel, Disney, Spielberg, Jerde, Wynn y Skidmore, Owings y Merrill.
Desde este punto de vista, la caricatura futurista de la ciudad es, así de simple, astuto mercantilismo.
Sus propietarios adoran que los diseñadores y los urbanistas lo ungen como la vanguardia. El arquitecto George Katodrytis escribió: “Dubai puede ser considerado como el prototipo emergente para el siglo XXI: oasis prostéticos y nomádicos presentados como ciudades aisladas que se extienden por tierra y mar”. Dubai, el paraíso siniestro.
El multimillonario jeque Mo —como se le conoce cariñosamente entre los expatriados de Dubai— no solamente colecciona caballos pura sangre (posee el mayor establo del mundo) y súper-yates (su Proyecto Platinium, de 525 pies de largo, con su propio submarino y cubierta para jets), sino que también parece haber grabado el libro de texto de Robert Venturi Learning from Las Vegas de la misma manera que los más piadosos musulmanes han memorizado El Corán. (Uno de los logros que más enorgullecen al jeque, por cierto, es haber introducido los conjuntos habitacionales privados a Arabia.)
Bajo su liderazgo, el desierto de la costa se ha convertido en un inmenso circuit boarden el cual la élite de firmas transnacionales y los inversionistas de cadenas de ventas han sido invitados a insertar conglomerados de alta tecnología, zonas de entretenimiento, islas artificiales, “ciudades dentro de ciudades” —cualquier cosa a la altura del capitalismo tardío.
Los mismos bloques Legos, tan fantasmagóricos como genéricos, pueden encontrarse actualmente en docenas de ciudades emergentes, pero el jeque Mo tiene un criterio distintivo e inviolable: todo tiene que ser de “Clase Mundial”, por lo cual él quiere decir número uno en el Libro Guiness. Así, Dubai está construyendo el parque temático más grande, el más grande centro comercial, el edificio más alto y el primer hotel submarino, entre otras cosas.
La megalomanía arquitectónica del jeque Mo, aunque reminiscente de Albert Speer y su patrocinador, no es irracional. Habiendo “aprendido de Las Vegas” entiende que si Dubai desea convertirse en el paraído del consumo-lujoso del Medio Oriente y el sur de Asia (con un “mercado natal” de 1.6 billones de personas), debe aspirar incesantemente a los excesos.
Desde este punto de vista, la caricatura futurista de la ciudad es, así de simple, astuto mercantilismo. Sus propietarios adoran que los diseñadores y los urbanistas lo ungen como la vanguardia.
El arquitecto George Katodrytis escribió: “Dubai puede ser considerado como el prototipo emergente para el siglo XXI: oasis prostéticos y nomádicos presentados como ciudades aisladas que se extienden por tierra y mar”.
Dubai puede confiar que esta época-pico del petróleo cubrirá los costos de estas hipérboles. Cada vez que un estadounidense gasta 40 dólares para llenar el tanque, ayuda a irrigar los oasis del jeque Mo.
Precisamente porque Dubai está bombeando, de modo rápido, sus últimas modestas reservas de petróleo, ha optado por convertirse en la posmoderna “ciudad de redes” —como Bertolt Brecht calificó a su ciudad-boom Mahoganny— donde las súper-ganancias del petróleo serán reinvertidas en el recurso natural de Arabia realmente inagotable: la arena. (De hecho, los mega-proyectos de Dubai suelen medirse por la cantidad de arena removida: un billón de pies cúbicos en el caso de El Mundo.)
Al-Qaeda y la guerra contra el terrorismo merecen una parte del crédito de este boom. Desde el 9-11 muchos inversionistas del Medio Oriente, temiendo posibles demandas o sanciones, han retirado sus fondos de Occidente. Según Salman bin Dasmal, de la compañía Dubai Holdings, nada más los sauditas han repatriado un tercio de su portafolio de trillones de dólares que tenían fuera. Los jeques lo están trayendo de vuelta a casa y en 2004 se dice que los saudís arrojaron, por lo menos, 7 billones a los castillos de arena de Dubai.
Otro acueducto de las riquezas petrolíferas fluye del vecino emirato de Abu Dhabi. Los dos Estados dominan los Emiratos Árabes Unidos —una cuasi-nación creada por el padre del jeque Mo y el dirigente de Abu Dhabi en 1971 con el objetivo de contrarrestar las amenazas marxistas de Omán y, después, de los fundamentalistas islámicos de Irán.
Dubai, el paraíso siniestro. Hoy la seguridad de Dubai es garantizada por los portaviones nucleares que comúnmente atracan en el puerto de Jebel Ali. De hecho, la ciudad-Estado se promueve, de manera insistente, como la mejor de las “Zonas Verdes” de élite en una región crecientemente turbulenta y peligrosa.
En tanto, mientras cantidades crecientes de expertos predicen que la era del petróleo barato está pasando, el clan al-Maktoum puede confiar en los nerviosos torrentes de ganancias petrolíferas en búsqueda de un refugio estable y amigo. Cuando los fuereños cuestionan la sustentabilidad del boom actual los funcionarios de Dubai insisten en que su nueva Meca está siendo construida sobre valor líquido, no deuda.
Desde una decisión parteaguas en el 2003, referente a la apertura irrestringida para que los extranjeros puedan ser propietarios, muchos ricos europeos y asiáticos se han apresurado a formar parte de la burbuja de Dubai. Una propiedad en la costa en alguna de las “Palms” o, mejor aún, una isla privada en “El Mundo” ahora tiene el prestigio de St. Tropez o Gran Caimán. Los viejos amos coloniales dirigen al grupo, al ser expatriados e inversionistas británicos los principales porristas del mundo de ensueño del jeque Mo: David Beckham es dueño de una playa y Rod Stewart de una isla (que, de hecho, se rumora se llama Gran Bretaña).
Una mayoría invisible, atada por contrato. Dubai, el paraíso siniestro
El carácter utópico de Dubai, debemos enfatizar, no es un espejismo. Aún más que Singapur o Texas, esta ciudad-Estado es realmente una apoteosis de los valores neoliberales.
Por un lado, provee a los inversionistas de un cómodo régimen de derechos de propiedad, al estilo europeo, que es único en la región. Incluido en el paquete está la alta tolerancia al alcohol, las drogas recreacionales, ropa femenina atrevida y otros vicios extranjeros anteriormente prohibidos por la ley islámica. (Cuando los expatriados en Dubai alaban su extraordinaria “apertura” se refieren a su libertad para parrandear, no para organizar sindicatos o publicar opiniones críticas.)
Por el otro lado, Dubai, junto con sus emiratos vecinos, ha alcanzado la excelencia en el arte del desencanto laboral. Los sindicatos, las huelgas y los agitadores son ilegales, y 99 por ciento de la fuerza laboral del sector privado son no-ciudadanos fácilmente deportables. Sin duda alguna, los pensadores profundos de los institutos American Enterprise y Cato deben salivar cuando contemplan el sistema de clases y derechos en Dubai.
En la cima de la pirámide social, por supuesto, están los al-Maktoums y sus sobrinos que son propietarios de cada lucrativo grano de arena del emirato. Luego, el 15 por ciento nativo de la población —cuyo uniforme de privilegio es la tradicional vestimenta blanca— constituyen una clase ociosa cuya obediencia a la dinastía es subsidiada por transferencias de ingreso, educación gratuita y puestos en el gobierno. Un paso más abajo están los mercenarios mimados: aproximadamente 150 mil expatriados británicos, junto con otros administradores y profesionistas europeos, libaneses e hindúes que toman plena ventaja de su afluencia de aire acondicionado y vacaciones de dos meses fuera de Dubai cada verano.
Sin embargo, contratistas surasiáticos, legalmente atados a un solo empleador y sujetos a controles sociales totalitarios, representan la gran masa de la población. Los estilos de vida de Dubai son atendidos por vastos números de criadas de Filipinas, Sri Lanka e India, mientras el boom de la construcción se sustenta en los hombros de un ejército de paquistaníes mal pagados e hindúes que trabajan turnos de doce horas, seis y medio días a la semana, en el calor del horno de este desierto.
Dubai, como sus vecinos, desacata las regulaciones de la Organización Internacional del Trabajo y se niega a aceptar la Convención Internacional de Trabajores Migrantes. Human Rights Watch acusó en 2003 a los Emiratos de construir su prosperidad con base en el “trabajo forzado”. Sin duda, como el Independent de Inglaterra publicó recientemente en un reportaje sobre Dubai, “El mercado laboral asemeja bastante el viejo sistema laboral de contrato llevado a Dubai por sus antiguos amos coloniales, los británicos”.
“Como sus sus empobrecidos ancestros”, continúa el periódico, “los trabajadores asiáticos actuales son forzados a firmar contratos, bajo virtual esclavitud durante años, una vez que arriban a los Emiratos Árabes Unidos.
Sus derechos desaparecen en el aeropuerto donde los agentes de reclutamiento confiscan sus pasaportes y visas para controlarlos”. Dubai, el paraíso siniestro.
El jeque Mo, que se llama a sí mismo un profeta de la modernización, gusta de impresionar a los visitantes con ingeniosos proverbios y aforismos pesados. Uno de sus favoritos reza: “Aquel que no intenta cambiar el futuro quedará cautivo del pasado”
Dubai, el paraíso siniestro. Además de ser súper-explotados, se espera que los ilotas de Dubai sean invisibles. Los sombríos campos de trabajo en las afueras de la ciudad, donde los trabajadores son hacinados en grupos de seis, ocho o incluso doce en un solo cuarto, no forman parte de la imagen turística oficial, la de una ciudad de lujos sin barrios bajos o miseria.
En una reciente visita incluso el ministro del Trabajo de los Emiratos Árabes Unidos fue reportado como profundamente en shock debido a las condiciones escuálidas, casi insoportables, de un campo de trabajo remoto, mantenido por una gran empresa constructora.
Sin embargo, cuando los trabajadores intentaron formar un sindicato para recuperar salarios atrasados y mejorar sus condiciones de vida fueron arrestados inmediatamente.
Dubai, el paraíso siniestro. El paraíso, sin embargo, tiene esquinas todavía más oscuras que los campos de trabajo. Las chicas rusas del elegante hotel no son más que la glamorosa fachada de un siniestro comercio sexual erigido sobre el secuestro, la esclavitud y la violencia sádica. Dubai —como lo confirmará cualquiera de las guías turísticas— es la “Bangkok del Medio Oriente”, poblada por millares de prostitutas rusas, armenias, hindúes e iranís, controladas por diversas pandillas y mafias trasnacionales. (La ciudad, convenientemente, es también un centro mundial para el lavado de dinero, con 10 por ciento de sus bienes raíces cambiando de manos en transacciones en efectivo.)
El jeque Mo y su régimen completamente moderno, por supuesto, desacredita toda conexión con su floreciente industria de zona roja, aunque todo mundo dentro de Dubai sabe que las prostitutas son esenciales para mantener llenos de hombres de negocios europeos y árabes a los hoteles cinco estrellas. Esto no es todo. El jeque mismo ha sido personalmente vinculado al vicio más escandaloso de Dubai: la esclavitud infantil.
Las carreras de camellos son una pasión local en los Emiratos, y en junio del 2004, Anti-Esclavitud Internacional difundió fotografías de niños-jockey, de edad preescolar, en Dubai. HBO Real Sports simultanéamente reportó que los jockeys, “algunos tan pequeños como de tres años de edad, son vendidos como esclavos y mantenidos sin alimentos, golpeados y violados”. Algunos de los pequeños jockeys fueron exhibidos en una pista de carreras de camellos, propiedad de la familia al-Maktoum.
El Lexington Herald-Leader —un periódico de Kentucky, donde el jeque Mo tiene dos grandes granjas de pura sangres— confirmó parte del reportaje de HBO en una entrevista con un herrero local que había trabajado para la corona del principado en Dubai. Él reportó haber visto “niños pequeñitos”, hasta de cuatro años, montando camellos de carreras. Los entrenadores de camellos afirman que los gritos de terror de los niños hacen que los animales corran más rápido.
El jeque Mo, que se llama a sí mismo un profeta de la modernización, gusta de impresionar a los visitantes con ingeniosos proverbios y aforismos pesados. Uno de sus favoritos reza: “Aquel que no intenta cambiar el futuro quedará cautivo del pasado”.
Sin embargo, el futuro que se está construyendo en Dubai —con el aplauso de los billonarios y corporaciones transnacionales por todas partes— asemeja por completo a una pesadilla del pasado: Walt Disney conoce a Albert Speer en las costas de Arabia. ®