La Fundación Mapfre inaugura una retrospectiva dedicada al artista holandés, cuyo trabajo rompió con el reportaje para imponer el humanismo callejero.
Ed van der Elsken: el fotógrafo que ama a sus personajes . Acordeonista ciego en uno de los grandes bulevares. Hombre en silla de ruedas tocando el banjo debajo de un cartel, en Marsella. Levantador de pesas en el Boulevard de Rocheouart.
Dos policías detienen a un crochard borracho. Comunistas en la manifestación del uno de mayo, en la Plaza de la Bastilla. Concurso de la modelo más bella durante la Nuit de Montparnasse.
Ed van der Elsken (Ámsterdam, 1925 – Edam, 1990) estuvo ahí, en París en los años cincuenta, y siguió abrazando la verdad hasta el día de su muerte, que rodó en vídeo.
Ed van der Elsken: el fotógrafo que ama a sus personajes. Es real, es auténtico y es preciso. No es Instagram, donde todo el mundo está preocupado por tener buen aspecto, ser feliz y filtrar lo (muy) real.
La verdad nunca le gustó a la popularidad. Hoy, que la mayoría de las fotos en circulación no las hacen fotógrafos profesionales ni aficionados, que las fotos son actos autobiográficos que hacen de la vida un pixel, que se graba compulsivamente cada factura, cada comida, cada paisaje, cada libro, cada gesto en los smartphones, que en 2013 se hicieron el 10% de todas las fotos hechas a lo largo de la Historia, hoy, que somos diógenes de la imagen (acumular sin ver), la obra de Van der Elsken devuelve un rayo de impopularidad.
Instagram sin Instagram
“Nos encanta su estética porque estamos muy atareados usando los filtros de Instagram para embellecer nuestra visión del mundo.
De modo que, mientras nosotros lo hacemos de un modo artificial y perezoso, Van der Elsken nos da el vintage, la versión auténtica; hashtag ¡sin filtros!”, asegura Colin van Heezik en el catálogo de la exposición retrospectiva dedicada al fotógrafo que retrató el mundo tras la Segunda Guerra Mundial e inaugura Fundación Mapfre, en Madrid. Es la primera exposición dedicada a este artista sin el reconocimiento merecido.
Su hija Tinelou recuerda que no fue hasta el momento de su muerte cuando Ed admitió que quizá era “un poco artista”. Durante cuatro décadas de trabajo se dedicó a documentar el ánimo de sus coetáneos, en África, Tokio, Hong Kong, Ámsterdam y, por supuesto, París. “No necesito horas de conversación -decía- porque lo veo todo en diez segundos”.
Una voz propia
Van der Elsken, a medio camino entre Moholy-Nagy y Wolfgang Tillmans, pasando por Weegee, que había positivado a Henri Cartier-Bresson y a Robert Capa cuando trabajó para Magnum, se enfrentó al reportaje con los instantes de su intimidad. “No quería hacer lo que estaba haciendo todo el mundo”, declara Robert Frank en los cincuenta. Y mata para siempre al reportaje objetivo e higiénico. Las nuevas experiencias documentales reclaman voz propia y creatividad.
Es un humanista sin optimismo, que en los años cincuenta evita caer en el buen rollo y en los ochenta y noventa es acusado de ser demasiado romántico. Porque él amaba a sus personajes, porque le hace el amor al mundo, aunque suene muy cursi: La cámara enamorada (título de una de sus películas).
“Canto alabanzas a la vida. Es así de sencillo. Pero lo celebro absolutamente todo: el amor, el valor, la belleza y también la ira, la sangre, el sudor y las lágrimas”. Es decir, un cazador suelto en la calle, sin importarle si está en un bulevar o en Ubangi-Chari.
Lo cotidiano manda
Un fotógrafo callejero en el corazón de África -en 1957- que no se deja impresionar por lo exótico y mantiene su mirada de urbanita. Como si estuviera en la acera de enfrente, con el flash en medio del rito nocturno, reventando de luz la cabeza del antílope que lleva el curandero de la tribu para celebrar la danza a favor de la caza.
Encuadre cercano, roto, directo, movido y un primer plano que rebaja el mito de lo exótico. Manda lo cotidiano, no hace reverencias a lo extraño, no idealiza lo ajeno. El indígena es un personaje más, otro de sus vecinos amados.
El trabajo de Van der Elsken es documental, pero es también la expresión de su vida. Él está en su entorno y su entorno en él. Su afición al Jazz, al autorretrato, sus viajes y sus amores: Ata Kandó, Vali Myers, Greejte y su familia. Y su muerte rodada. Es espontáneo y descaradamente subjetivo. Es libre y no tiene vergüenza. “El valor, el individualismo, la libertad: grandes temas. Eso es lo que me importa en mi vida y lo que busco en mis personajes”, afirmó.
Era fotógrafo por necesidad. La fotógrafa Nan Goldin cuenta que Ed fue su predecesor. Con menos de veinte años había sentido admiración por Diane Arbus, Larry Clark, Weegee y August Sander. “Ed no tuvo el reconocimiento que merecía”, dice. “Me parecía de lo más tierno, era increíblemente sensible y totalmente lleno de amor.
En mi propia vida he estado obsesionada con fotografiar a personas que o bien eran mis amantes, habían sido mis amantes o querían que fuesen mis amantes. Al igual que Ed, yo también me introducía en las fotografías como el amante”. Y él amaba ver la calle ocupada.
Por Peio H. Riaño