El filósofo Markus Gabriel reflexiona sobre la ideología que, a fin de cuentas, es más peligrosa que el virus
La ideología de la ‘normalidad’ es más letal que el virus. Existe una sensación, que esta vez incluye a intelectuales y al pueblo por igual, de que el nuevo coronavirus de alguna manera está ligado a los excesos y absurdos del capitalismo global y, al mismo tiempo, es un síntoma más de la gran crisis ecológica (el problema que subyace a todo).
Ya sea que el sistema económico neoliberal haya sometido al medioambiente a tal extremo de estrés que el virus ha brincado (vía la llamada zoonosis) como una especie de reacción y que se trate de alguna manera de un escarmiento planetario –bajo la idea, que parece poco científica pero que gana tracción cada día, de que de alguna manera el planeta es un sistema holístico que se autorregula– o, por lo menos, el hecho difícil de debatir de que el virus pone de manifiesto la enorme debilidad e insostenibilidad del capitalismo y la ideología que lo sustenta.
Parece cada vez más claro que en nuestra crisis actual –y en la crisis ecológica subyacente– existe un profundo problema moral.
El joven filósofo alemán Markus Gabriel, una de las estrellas de la filosofía contemporánea, en un artículo publicado en El País y en una entrevista posterior en el mismo medio, ha analizado de manera lúcida el tema de la covid-19 desde la óptica de la filosofía y el pensamiento crítico. La ideología de la ‘normalidad’ es más letal que el virus.
Gabriel nota que el virus pone de manifiesto el hecho de que nuestro orden actual –o el orden previo al virus– era en sí mismo «letal». Con una habilidad (y una miopía) extraordinaria, el ser humano de alguna manera ha logrado evitar afrontar esta realidad. Según Gabriel:
El mismo siglo XXI es una pandemia, el resultado de la globalización. Lo único que hace el virus es poner de manifiesto algo que viene de lejos: necesitamos concebir una Ilustración global totalmente nueva.
Aquí cabe emplear una expresión de Peter Sloterdijk dándole una nueva interpretación, y afirmar que no necesitamos un comunismo, sino un coinmunismo. Para ello tenemos que vacunarnos contra el veneno mental que nos divide en culturas nacionales, razas, grupos de edad y clases sociales en mutua competencia.
El filósofo alemán Peter Sloterdijk desde hace unos años viene hablando del «diseño de una inmunidad global» basada en «ascetismos cooperativos» y que pase del mero romanticismo de las fronteras abiertas a la operatividad real, resonancia e interdependencia.
Sloterdjik rescata la idea de la comunidad con intereses comunes del comunismo y la aplica a una salud global, a la construcción de una «coinmunidad» que reconoce que todo sistema inmune personal o nacional existe en dependencia del sistema inmune social y global. Esto queda claramente de manifiesto actualmente.
Gabriel cree que la pandemia ilumina la realidad de nuestra inmunidad extendida. «Y es que la pandemia nos afecta a todos; es la demostración de que todos estamos unidos por un cordón invisible, nuestra condición de seres humanos. Ante el virus todos somos, efectivamente, iguales».
Y, siguiendo a filósofos como Bruno Latour, juega con la idea de que la Tierra misma tal vez sea un ser vivo que en cierto sentido responde a nuestra conducta:
«¿Es posible que el ecosistema de la Tierra sea un gigantesco ser vivo? ¿Es el coronavirus una respuesta inmune del planeta a la insolencia del ser humano, que destruye infinitos seres vivos por codicia?».
En una situación como la que vivimos, un filósofo como Gabriel recurre interesantemente a una especie de sentido mayúsculo, un eje ordenador, que de cierta forma se pone de manifiesto (o al menos, se atreve a preguntarse por ello).
Lo que es indudable es que el virus ha hecho patente la realidad de que nuestro sistema económico y la ideología de la cual depende no sólo destruyen el ecosistema sino que también nos hacen intelectual y emocionalmente vulnerables e inestables.
El coronavirus pone de manifiesto las debilidades sistémicas de la ideología dominante del siglo XXI. Una de ellas es la creencia errónea de que el progreso científico y tecnológico por sí solo puede impulsar el progreso humano y moral.
Esta creencia nos incita a confiar en que los expertos científicos pueden solucionar los problemas sociales comunes. El coronavirus debería ser una demostración de ello a la vista de todos. Sin embargo, lo que quedará de manifiesto es que semejante idea es un peligroso error.
Es verdad que tenemos que consultar a los virólogos; sólo ellos pueden ayudarnos a entender el virus y a contenerlo a fin de salvar vidas humanas. Pero ¿Quién los escucha cuando nos dicen que cada año más de 200 000 niños mueren de diarrea viral porque no tienen agua potable? ¿Por qué nadie se interesa por esos niños?
No los escuchamos porque no nos interesan esos niños o esos problemas mientras no aparezcan como una amenaza inminente. No hacemos la conexión. «Sin progreso moral no hay verdadero progreso», nota Gabriel.
En las transacciones de la vida diaria, como comprar un juguete para tu hijo, un paracetamol o un coche, en muchos momentos, alguien tuvo que sufrir por la mera existencia de esa cadena. Todos somos responsables por el sufrimiento de otros.
Estas cadenas interconectadas han creado sistemas maléficos y al final de esas cadenas siempre hay alguien que muere por falta de agua limpia, por no tener cosechas, por las condiciones de explotación. Esa es la cadena de infección de una enfermedad, que es el comportamiento inmoral. Si haces lo incorrecto moralmente, haces que la realidad sea un lugar peor. El neoliberalismo global se ha convertido en un modo de destrucción hiperrápido.
El mayor peligro que enfrentamos no es que el virus diezme la economía o mate a cientos de miles de personas, el mayor peligro que enfrentamos es que regresemos a la tan mentada «normalidad». Pues, aunque este virus es terrible, no se compara con lo que estamos cocinando en el cuarto de enfrente:
Veo esta crisis como una preparación de la crisis ecológica. Esto no es nada comparado con la crisis ecológica, nada. Los gobiernos de todo el mundo saben que la crisis ecológica va a matar a cientos de miles de personas en los próximos 100 o 200 años y este es un peligro real. Lo sabemos porque los modelos climáticos son mejores que los del coronavirus.
Bruno Latour ha notado que el virus actual ha demostrado que es posible detener el mundo y tomar medidas radicales. Pero cuando científicos y activistas señalan que es necesario hacer algo así, la respuesta es que es imposible. Sin duda, esta debería ser la enseñanza de la pandemia actual. Un primer aviso para una catástrofe incomparable, la cual hoy vemos que no es imposible evitar.
No obstante, la solución, según Gabriel, no ocurrirá solamente poniéndonos en las manos de los científicos y de la tecnología. Es necesaria una transformación moral que requiere también de la participación de las Humanidades.
¿Cuándo entenderemos por fin que, comparado con nuestra superstición de que los problemas contemporáneos se pueden resolver con la ciencia y la tecnología, el peligrosísimo coronavirus es inofensivo? Necesitamos una nueva Ilustración, todo el mundo debe recibir una educación ética para que reconozcamos el enorme peligro que supone seguir a ciegas a la ciencia y a la técnica. […]
Tenemos que reconocer que la cadena infecciosa del capitalismo global destruye nuestra naturaleza y atonta a los ciudadanos de los Estados nacionales para que nos convirtamos en turistas profesionales y en consumidores de bienes cuya producción causará a la larga más muertes que todos los virus juntos.
Más que una nueva revolución, quizá sea necesario un renacimiento, más un regreso a los ideales de la Florencia del siglo XV que de la Francia del siglo XVIII. «Cuando pase la pandemia viral necesitaremos una pandemia metafísica, una unión de todos los pueblos bajo el techo común del cielo del que nunca podremos evadirnos».
La ideología de la ‘normalidad’ es más letal que el virus. Gabriel observa que la pandemia nos ha obligado a ralentizar nuestra vida y con esta nueva lentitud vienen posibles frutos morales.
Si pensamos en cómo era la vida hace un mes o dos, claramente era demasiado agitada, tenía una velocidad que ya es inimaginable. Esa dinámica es malvada por sus resultados y se ha parado. Ahora, llevamos una vida más moral, simplemente por el hecho de hacer menos. Esto es parte de la explicación de por qué paradójicamente nos sentimos de alguna manera bien en la nueva situación. Hay un aspecto de solidaridad, de estar protegiendo a los mayores, y eso genera un buen sentimiento, pero también estamos dejando de hacer cosas que son perjudiciales para otros y hay una conciencia subliminal de esto.
Lo esencial aquí es no regresar a la normalidad, no volver a echar andar la máquina con un suspiro de alivio y volver a nuestras vidas medianamente inconscientes y mayormente mecánicas, consumiendo y entreteniéndonos como la audiencia de una película de terror que no se ha dado cuenta de que ellos mismos son parte de la cinta.
Si es que existe un fuerte sentimiento de solidaridad y moralidad, este debe ser cultivado y no abandonado cuando ya no sea noticia y no haya una amenaza inmediata.
La ideología de la ‘normalidad’ es más letal que el virus. Por PijamaSurf