Si un fármaco puede hacerme más valiente, más lúcido y más generoso, ¿en qué queda la ética?
Slavoj Zizek: el filósofo pluridisciplinar que grita, ríe y aplaude. Los aspavientos de sus brazos resultan casi convulsos, pero el personaje emana una gran cordialidad. Es un filósofo pluridisciplinar que se dio a conocer en círculos psicoanalíticos y en poco tiempo, apenas unos años, se ha convertido en una estrella del pensamiento contemporáneo.
Colabora en The New York Times,es profesor invitado en las universidades de París (donde estudió), Columbia, Princeton y Georgetown y preside la Sociedad para el Psicoanálisis Teórico de Eslovenia.
A partir de Karl Marx y de Jacques Lacan efectúa una crítica sistemática de la posmodernidad y exige la reinvención de una ética de izquierda capaz de hacer frente a la revolución de la tecnología y la biomedicina. Vive en un pequeño apartamento de Liubliana, la capital eslovena; el mobiliario es barato y la ropa está guardada en los armarios de la cocina.
¿Cómo se le ocurrió ser filósofo?
Creo que para ser bueno en algo hace falta una vocación alternativa. Como le pasó a Claude Levi Strauss, que quería ser músico y se convirtió en antropólogo. Yo, de adolescente, soñaba con ser director de cine, pero hacia los 18 años empecé a estudiar filosofía. Fue como la caída de San Pablo en el camino hacia Damasco. Ya nunca tuve dudas. Empecé estudiando la Escuela de Francfort y otros marxismos disidentes, y al llegar a la universidad me hice heideggeriano, que en Eslovenia era lo máximo en disidencia.
¿Por qué Heidegger resultaba tan disidente?
Cada república yugoslava había adoptado una filosofía distinta, la más cercana a cada grupo de poder. En Eslovenia imperaba la Escuela de Francfort. En Croacia se prefería a los marxistas de Praxis y a Heidegger: para ascender en el partido comunista croata convenía dominar la fenomenología. Lo de Serbia era muy distinto: filosofía analítica. Entonces estalló el llamado estructuralismo: Lacan, Foucault, Althusser y demás.
Y resultó que las dos escuelas rivales en Eslovenia, la de Francfort y la de Heidegger, olvidaron sus diferencias para enfrentarse de forma feroz, paranoica, contra los estructuralistas. Eso me intrigó. Yo tenía 21 años.
Pasé los seis o siete años siguientes leyendo de forma confusa la teoría francesa, un poco de Michel Foucault, un poco de Jacques Derrida, hasta que descubrí mi propia secta: desde entonces soy un estalinista ortodoxo lacaniano, dogmático y nada dialogante.
¿Cómo se puede rechazar el diálogo?
R. Mi lema es: ninguna libertad para los enemigos de la libertad. No, en serio, la filosofía es necesariamente dogmática. ¿Conoce usted algún diálogo filosófico que haya funcionado? ¿Los de Platón? Qué va, ahí, sobre todo en los diálogos sofistas de la última época, hay un tipo que habla todo el rato mientras el interlocutor se limita a decir «oh, sí, por Zeus, cuánta razón tienes». Heidegger tenía razón en que cada filósofo cuenta con una percepción fundamental y se limita a repetirla a lo largo de su obra.
Slavoj Zizek: el filósofo pluridisciplinar que grita, ríe y aplaude. «La izquierda debe ser reinventada. La tolerancia, el Estado de bienestar y las terceras vías no constituyen valores supremos»
¿Cuál es su percepción fundamental?
R. Mi problema es el siguiente: nosotros, la izquierda, aún no disponemos de una buena teoría sobre lo que fue el estalinismo. La Escuela de Francfort, Jurgen Habermas, todos estaban obsesionados con el marxismo y con el antisemitismo, pero no dijeron nada del estalinismo.
Existe un libro de Herbert Marcuse, ya lo sé, pero no es más que una interpretación de los textos de los congresos del PCUS. Si lee usted a Habermas no podrá adivinar que mientras el filósofo escribía, había dos Alemanias.
Un amigo de la Escuela de Francfort me explicó que no abordaron el estalinismo para no parecer anticomunistas. ¿Cómo? ¡Pero si eran abiertamente anticomunistas! ¡Algunos apoyaron la intervención estadounidense en Vietnam! ¿Cuál es la percepción fundamental de la Escuela de Francfort?
Lo que llaman la dialéctica de la Ilustración, es decir, que existe un potencial opresivo totalitario en la Ilustración moderna europea.
¿Hay mejor ejemplo de ello que el estalinismo? Mientras el fascismo estaba abiertamente en contra de la Ilustración, el estalinismo constituía una Ilustración radical. No digo que el estalinismo fuera mejor que el nazismo, digo que hay en él algo realmente enigmático y desconocido.
Un detalle revelador: los presos del Gulag tenían la obligación de enviar a Stalin telegramas de felicitación por su cumpleaños. ¿Se imagina a los judíos de Auschwitz felicitando a Hitler? Por la misma razón, los nazis no organizaron juicios para que los judíos confesaran que participaban en una conspiración mundial contra Alemania. Los estalinistas, en cambio, necesitaban confesiones y arrepentimientos, porque consideraban que incluso un traidor formaba parte de la razón universal y podía ver su propia mentira.
El nazismo y el estalinismo desembocan igualmente en un antisemitismo brutal.
Es la modernidad. Hasta la Revolución Francesa, el objetivo consistía en bautizar y cristianizar a los judíos. Se creía en la emancipación. Después decidimos que el problema radicaba en su naturaleza y por tanto sólo cabía matarlos. Es curioso, los modernos creemos ser más «liberales» que los premodernos y no es así.
Auschwitz es la gran tragedia de nuestra época.
Sí. Pero aquello no puede ser representado como una tragedia. ¿Se ha fijado en que las mejores películas sobre el Holocausto son comedias? Cosas como La vida es bella u otra italiana, Siete bellezas…
Cuando las cosas son demasiado horribles hay que explicarlas en clave de comedia, porque la tragedia requiere dignidad. Y no hubo dignidad en Auschwitz, ni en los juicios del estalinismo. En Eslovenia, después de la guerra, tuvimos un juicio atroz, el llamado caso Dachau.
Los supervivientes del campo de Dachau fueron detenidos y acusados de cooperar con los nazis, porque si hubieran sido buenos comunistas habrían muerto. Se les acusó de sobrevivir.
«La corrección política es un racismo reprimido. Hay que reírse. ¿Por qué no podemos reírnos del islam?», Slavoj Zizek: el filósofo pluridisciplinar que grita, ríe y aplaude.
¿Hay dignidad en la guerra de Irak?
He escrito sobre ello en La tetera prestada [que Losada publicará en España en julio], utilizando un viejo adagio iraquí: un tipo se queja ante otro de que le ha devuelto rota la tetera que le prestó. El otro responde que nunca tomó prestada una tetera.
Luego puntualiza que la devolvió intacta. Y añade que, en cualquier caso, la tetera ya estaba rota cuanto la tomó prestada. Las justificaciones de Washington para la guerra de Irak son igualmente incongruentes. George Bush afirmó que Irak disponía de armas de destrucción masiva.
Más tarde, que aunque no tuviera esas armas cooperaba con Al Qaeda y constituía una amenaza para el mundo. Al final argumentó que Sadam Husein era un dictador terrible y que eso era razón suficiente para derrocarle.
En realidad, las razones eran la extensión de la democracia, la demostración de la hegemonía mundial de Estados Unidos y el control del petróleo, argumentos incongruentes entre sí que condenaban al fracaso la invasión.
Estados Unidos utiliza la tortura en su «guerra contra el terror».
Yo estoy en contra de la tortura, pero puedo comprender ciertas situaciones. Pongámonos en el viejo caso de que tengo ante mí a un tipo que sabe dónde está secuestrado mi hijo: no puedo prometer que no le torturaría personalmente hasta que me diera la información.
Lo importante es mantener la distinción entre un caso desesperado y la legalización de la tortura. Todos sabemos que la CIA es experta en interrogatorios violentos y brutales, pero no debemos aceptar que se hable de ello como algo normal.
Algo está cambiando en la moralidad pública de Estados Unidos. El otro día, en televisión, un congresista conservador hizo el siguiente razonamiento: nuestros prisioneros eran desde el principio «objetivos legítimos» de guerra pero sobrevivieron a los bombardeos; por tanto, podemos hacer con ellos lo que queramos, ya que desde el principio teníamos el derecho a matarlos.
Se ha puesto en marcha una «revolución silenciosa», las reglas fundamentales de la ética están cambiando y nosotros no pedimos siquiera estar al corriente de ello. En eso estoy de acuerdo con Habermas.
Y Habermas está bastante de acuerdo con el papa Benedicto XVI. Han escrito un libro a medias.
Estoy de acuerdo en el diagnóstico de Habermas, pero no en las soluciones que propone. Su actitud es puramente defensiva: no hagamos esto, no hagamos lo otro…
No podemos decir, como Habermas, que hay un límite en la eugenesia y no debemos traspasarlo. Tenemos que reinventar la ética. Hoy es posible implantar un chip en un ratón y teledirigirlo. ¿Se da cuenta? Obviamente, será posible hacer lo mismo con un ser humano.
Eso es crear un Golem.
Se plantea una cuestión filosófica: ¿cómo experimentará ese ser humano el control remoto? ¿Tendrá consciencia de que le controla una fuerza exterior? ¿Creerá ser él mismo el emisor de las órdenes? Me inclino por la segunda hipótesis: el ser humano teledirigido no se dará cuenta de nada, se sentirá libre.
Jurgen Habermas propone una drástica autolimitación de la investigación científica para no destruir la esencia del ser humano.
¿Y eso cómo se hace? Es imposible. Si se pueden manipular los genes, se manipularán. Los chinos están ya experimentando con el control remoto del cerebro. Eso espanta mucho a la gente religiosa. El otro día participé en Viena en una mesa redonda en la que había un par de obispos.
Les pregunté por qué estaban en contra de la experimentación farmacológica en el cerebro. «Porque el hombre es una criatura divina, con un alma divina, etcétera», me respondieron. Pero si no somos simples mecanismos biológicos, sino que tenemos un alma inmortal, nos pueden hacer lo que sea en el cerebro.
Nos queda el alma, ¿no? No, los obispos son secretamente materialistas y temen que, en realidad, sólo seamos nuestro cerebro. Un obispo bastante listo comentó que el cerebro era un televisor y el alma un descodificador, necesarios el uno al otro. Ése fue un argumento inteligente, pero falso.
Si un fármaco puede hacerme más valiente, más lúcido, más generoso, ¿en qué queda la ética? Significa que somos sólo química. Entonces, ¿somos libres? Yo creo que sí. Pero si bloqueamos la experimentación científica sólo estamos manteniendo una ficción de libertad.
Usted cita en abundancia a Lenin y ha escrito un libro sobre él.
Mucha gente discute sobre la escasa participación de las mujeres en política y sobre si conviene establecer cuotas. Zapatero no se entretuvo en debates e impuso las cuotas. Eso es leninismo: dejémonos de esperar las condiciones objetivas, hagámoslo y veamos si funciona.
Acerca de mi posición política, existe una cierta confusión. He escrito un libro sobre la actualidad del pensamiento leninista, pero lo que propongo es «repetir» el leninismo en el sentido que Walter Benjamin daba al término «repetir». Eso supone reconocer que Lenin está muerto. Carezco de soluciones, me declaro más pesimista que los partidarios de las «terceras vías». Para mí, Tony Blair es un gran traidor. La izquierda debe ser reinventada.
¿Se puede pensar en una izquierda al margen del capitalismo?
Hay quien considera que mi leninismo es una provocación. También hay quien se ríe del «fin de la historia» anunciado por Francis Fukuyama, pero todos actuamos como si Fukuyama tuviera razón, como si el capitalismo liberal fuera la culminación del progreso. No estoy loco ni preconizo la fundación de un nuevo partido revolucionario. Sólo propongo que mantengamos la mente abierta y no creamos que la tolerancia, el Estado de bienestar y las «terceras vías» constituyen valores supremos.
Respecto al capitalismo, ha demostrado una capacidad casi infinita para engullir a quienes le contradicen.
Cierto. Hemos vivido varias veces la «crisis final» del capitalismo. Para Marx fue el imperialismo, para Stalin fue el fascismo… El capitalismo siempre está en crisis y cada vez es más fuerte. Ahora hay bastantes que confían secretamente en que una gran catástrofe ecológica acabe con el capitalismo. ¡Al contrario! ¿Se imagina las oportunidades de inversión y negocio que se abrirían con esa catástrofe?
¿Y el nacionalismo? Usted ha vivido de cerca la tragedia yugoslava.
En la antigua Yugoslavia circulaban muchos chistes políticamente incorrectos, en los que los eslovenos eran siempre tacaños, los montenegrinos eran perezosos…
El intercambio de ofensas de apariencia racista era continuo. Y eso facilitaba la convivencia. La prueba es que los chistes desaparecieron con la guerra. Sólo quedó la corrección política, que es un racismo reprimido. Hay que reírse. ¿Por qué no podemos reírnos del islam?
A mí me interesa la religión musulmana, porque tanto Ismael, hijo de Abraham y Agar y patriarca de los árabes, como Mahoma eran huérfanos, y eso ha conducido a una religión antipatriarcal.
¿Sabe que hablar de Dios Padre es blasfemia en el islam? Deberíamos dejar de afrontar el islam con la memez de la lente multiculturalista y tratar a los musulmanes aceptando con naturalidad que son distintos a nosotros. En el siglo XIX, una de las críticas europeas al decadente Imperio Otomano era su «degeneración multicultural». Y ahora ya ve.
Usted fue opositor a Slobodan Milosevic e incluso se presentó como candidato en las elecciones presidenciales de 1990.
Slobodan Milosevic fue mi enemigo. Serbia tenía el mayor potencial democrático de todas las repúblicas yugoslavas, pero Milosevic ensambló la antigua nomenklatura con los nacionalistas. Tito había puesto ya las bases de ese ensamblaje, porque en las últimas purgas, las de principios de los setenta, persiguió a los demócratas y respetó a los nacionalistas.
En cualquier caso, Milosevic acabó haciendo un gran favor a Eslovenia. Sólo un 20% o un 30% de los eslovenos querían la independencia, pero bastó que apareciera él para que todos entendiéramos que ese hombre iba a traer la guerra: su ambiente natural era la excepción, la crisis, la pulsión ultranacionalista.
Nos escapamos de Yugoslavia en el último minuto, cuando el ejército no había sido aún depurado para convertirlo en serbio y Belgrado no estaba aún seguro de la fidelidad de los mandos intermedios. Eslovenia tuvo suerte.
¿Qué pensó cuando la OTAN bombardeó a los serbios?
Pensé en el horror que debían sentir mis amigos de la izquierda europea. Y pensé en que eso debía haberse hecho mucho antes, porque se habría evitado mucha muerte. Los que piensan que hubo una conspiración imperialista para destruir Yugoslavia se equivocan totalmente.
Yugoslavia ya estaba muerta cuando Milosevic llegó al poder. Su mérito consistió, precisamente, en analizar de forma correcta la situación: Tito ya no existía y su fórmula yugoslava estaba acabada. Fue el primer político yugoslavo en comprenderlo.
Slavoj Zizek: el filósofo pluridisciplinar que grita, ríe y aplaude. BIBLIOGRAFIA:
- Lacrimae rerum. Ensayos sobre cine moderno y ciberespacio. Debate.
- Arriesgar lo imposible. Conversaciones. Trotta.
- El títere y el enano. El núcleo perverso del cristianismo. Paidós.
- Bienvenidos al desierto de lo real. Akal.
- Repetir Lenin. Akal.
- Amor sin piedad. Síntesis.
- El frágil absoluto o ¿por qué merece la pena luchar por el legado cristiano? Pre-Textos.
- ¿Quién dijo totalitarismo? Pre-Textos.
- La política de la diferencia sexual. Episteme.
- Violencia en acto. Paidós.
Slavoj Zizek: el filósofo pluridisciplinar que grita, ríe y aplaude. Por ENRIC GONZÁLEZ