El sexto libro del bestseller Malcolm Gladwell es tan fascinante, habilidoso y rico como sus demás obras
Malcolm Gladwell era un periodista de lo más normal. Aunque nacido en Canadá, inició su carrera en Estados Unidos escribiendo en pequeñas revistas de opinión conservadoras hasta que, a mediados de los años ochenta, se pasó a un gran periódico nacional, The Washington Post. Era un buen reportero, pero básicamente convencional, que escribía artículos de ochocientas palabras sobre asuntos científicos.
Pero una década después, a mediados de los años noventa, dio el salto a The New Yorker, un semanario elegante y sofisticado, caracterizado por unas viñetas que reflejan una visión del mundo progresista, unas cuidadas ilustraciones y, sobre todo, unos artículos larguísimos, de miles y miles de palabras. Le entró miedo: como él mismo ha reconocido en alguna ocasión, nunca le ha gustado demasiado hablar en profundidad con la gente, que es lo que debe hacer un reportero. Para armar sus artículos de periódico, le bastaba con un par de preguntas a una fuente, pero las horas de conversaciones con varias personas que requerían aquellos artículos larguísimos le resultaban insoportables. De modo que tuvo que adaptarse a esa carencia y aprovechar el hecho de que prefería estar en una biblioteca leyendo sobre el asunto del que debía escribir que hablando con expertos o testigos. Dos días después de llegar a The New Yorker, la directora, Tina Brown, le pidió que escribiera sobre una serie de ataques a mujeres que corrían por Central Park, la última de las cuales había sufrido una grave herida cerebral. En lugar de una pieza de sucesos al uso —no le apetecía hablar con la familia y los amigos de la víctima porque le parecía intrusivo—, escribió un artículo sobre las distintas maneras en que los neurocirujanos estadounidenses trataban esa clase de lesiones dependiendo del lugar geográfico en que ejercieran. El artículo gustó.
A partir de entonces escribiría así, recurriendo a artículos académicos o buscando en las conclusiones de experimentos sociales. Le salió tan bien que pronto recibió una oferta para convertir dos de sus artículos en un libro. El resultado fue ‘El punto clave’, donde abordaba el descenso de la delincuencia en Nueva York, el nuevo prestigio conseguido por unas zapatillas, hasta entonces consideradas anticuadas, entre algunos grupos de personas, o el éxito fulgurante de una silla de oficina de determinada marca para explicar el fenómeno de las epidemias sociales. Vendió, solo en Estados Unidos, 1,7 millones de ejemplares.
Malcolm Gladwell se ha convertido ya en algo parecido en una estrella de rock, que cobra decenas de miles de dólares por sus conferencias, tiene un brillante podcast titulado ‘Revisionist History’ y sigue escribiendo en The New Yorker. Ahora publica su sexto libro, ‘Hablar con extraños’, que es tan fascinante, habilidoso y rico como sus demás obras. Su tema: los humanos somos increíblemente torpes cuando opinamos sobre los demás. Creemos que nosotros somos “complejos, enigmáticos [y] estamos llenos de matices”, pero juzgamos al resto de las personas como si fueran simples y pudiéramos conocerlas con apenas unas horas de conversación. En consecuencia, interpretamos mal las intenciones de los otros, que pueden engañarnos una y otra vez. Lo más clamoroso es que quienes se dedican profesionalmente a valorar a los demás se equivocan en igual medida: los jueces, los policías, los políticos o los psicólogos.
Los ejemplos son numerosos. Neville Chamberlain, el primer ministro británico a finales de los años treinta, creyó haber comprendido a Hitler después de reunirse con él unas cuantas veces y dio por sentado que, más allá de sus extravagancias, era un hombre de paz. Los jueces que deben decidir si dejan en libertad bajo fianza a un acusado basándose en datos objetivos —su historial delictivo, sus ingresos o la posibilidad de que vuelvan a delinquir— y subjetivos —una breve conversación con ellos— cometen más errores que un algoritmo que solo computa las cuestiones objetivas. La CIA tuvo un equipo de espías en Cuba, pero sus supervisores nunca se dieron cuenta de que, en realidad, eran contraespías que trabajaban para Castro y les pasaban información falsa para despistar al Gobierno estadounidense. Bernie Madoff era considerado un inversor estrella que lograba grandes rendimientos para sus clientes, aunque en realidad fuera un estafador; el tipo que se atrevió a denunciarlo después de repasar cuidadosamente sus cuentas, fue ignorado por la industria a pesar de la magnitud del escándalo.
Los humanos incurrimos en el ‘sesgo de veracidad’, dice Gladwell. Tendemos a creer que lo que nos dice nuestro interlocutor es verdad
¿Por qué suceden estas cosas? Porque los humanos solemos incurrir en el “sesgo de veracidad”, dice Gladwell. Tendemos a creer que lo que nos dice nuestro interlocutor es verdad. Y, aunque parezca extraño, puede que eso sea eficaz socialmente. “Emplear el tiempo escrutando las palabras y el comportamiento de aquellos que le rodean a uno no ofrece ventajas. Lo ventajoso para los seres humanos es suponer que los desconocidos dicen la verdad”, dice Gladwell. Si todos desconfiáramos de todo la sociedad se vendría abajo, la gente sacaría el dinero de los bancos, nadie consumiría nada. Nuestro exceso de confianza en los demás es el precio que pagamos por unas relaciones sociales más o menos funcionales, aunque de vez en cuando el coste sea brutalmente alto: que Hitler invada por sorpresa Polonia o que, a otra escala, Madoff se quede con el dinero de un montón de inversores aparentemente experimentados pero incautos.
Este libro de Gladwell también tiene los mismos problemas que algunas de sus obras anteriores. Muchos críticos consideran que su suma de experimentos conductistas, desconocidas teorías sociales y la sucesión de historias no son más que recursos de charlatán, que diluye la verdad en una serie de anécdotas. Y, ciertamente, sus libros a veces establecen analogías tan osadas —¿en serio se puede ver una constante del comportamiento humano en un dictador sanguinario, un inversor tramposo y un juez que debe decidir si suelta a un preso?— que resulta casi inevitable preguntarse por su seriedad o su precisión. Al mismo tiempo, Gladwell parece haber encontrado una fórmula imbatible: coger una teoría oscura, probarla mediante innumerables ejemplos hábilmente intercalados y convencer al lector de que, ahora sí, comprende un poco mejor al ser humano. Aunque solo sea por su enorme talento narrativo, es casi inevitable creer en lo que dice.
AUTOR RAMÓN GONZÁLEZ FÉRRIZ