La soledad, ese bien tan preciado en la sociedad actual, y a la vez tan maltratado; o el ruido que rellena nuestras vidas y apenas nos deja pensar, y mucho menos contemplar eso que las almas tecnológicas que transitan nuestras vidas tiempo, son sólo dos de las características de esta novela que la recorren como el agua clara lo hace en los arroyos de las montañas.
No es de extrañar que siempre digamos lo rápido que se nos pasan los días cuando ya cumplimos una cierta edad, sobre todo, porque perdemos sin apenas darnos cuenta la ociosidad de la infancia. Entonces es cuando caemos de lleno en el precipicio del día a día. Un maligno, el de la cotidianeidad, que nos impide ser aquello que soñamos en nuestra adolescencia o juventud. Esa falta de objetivos claros es lo que nos provoca la sempiterna infelicidad que adorna nuestras horas, nuestras experiencias y nuestros días, sin ser conscientes de ellos. Es como si estuviésemos siempre lejos de ese mundo soñado y cerca de todo aquello que nunca quisimos.
De ese modo, el sonido del silencio pasa a ser un maná que nunca somos capaces de encontrar. La cara oculta de esa vida es la que, Manuel, protagonista de «Los asquerosos», encuentra de una forma accidental y luego no quiere abandonar. Siempre nos dijeron que se vive en sociedad, pero nada nos anunciaron acerca de esa anhelada soledad que de vez en cuando se deposita en nuestra mirada; una soledad que transita tan lejos del mundo y tan cerca de todo. Una soledad a modo de leitmotiv que, en esta novela, transcurre en una aldea abandonada sin llegar a trasponerse en una novela rural. Una novela que habla de buscarse la vida en tono de sátira y humor negro para ponernos delante de la vista aquello en lo que nos hemos convertido: unos mochuflas. El lirismo léxico de Santiago Lorenzo es cuando menos exacerbado, cuando no irónico, mordaz y original. Su destreza a la hora de narrar en tono cómico algunas de las peripecias que pasa Manuel en voz de otro —la elección de la segunda persona a lo hora de narrar esta historia es otro de sus aciertos, pues le da la distancia suficiente para hacerla más verídica— nos produce risa o un sonrojo de tristeza, pues en la vida no todo es descubrir belleza donde antes no la encontrábamos, sino también, poder de resistencia por comparación, tal y como le pasa a Manuel cuando su nuevo espacio vital es invadido por unos inútiles urbanitas que no saben hacer nada y, de ahí, que necesiten encargarlo todo. Ahí también reside una de las más mordaces críticas que esta novela vierte sobre la sociedad actual. Sociedad de inadaptados o de idiotas, podríamos apuntillar a pesar de correr el riesgo de insultarnos a nosotros mismos.
«Los asquerosos» de Santiago Lorenzo es también es una crítica atroz y sin disimulo hacia todo aquello que le chirría a su autor: el Estado, el orden, la policía, los antidisturbios, la policía o la ley mordaza, que cercena más de lo lógicamente deseable nuestra libertad. Todo ello es susceptible de ser abordado por un escritor que apunta al mundo con una escopeta de madera cargada con pinzas de ídem, y con ello, poner en el disparadero a una sociedad dominada y enfervorizada por el control total de todos y cada uno de nuestros actos. En este sentido, un negocio seguro en esta época es el de las empresa de seguridad, pues todas ellas se muestran más que dispuestas a instalarnos cámaras en todos y cada uno de los espacios que antes pertenecían al ámbito privado. Esa huida inicialmente no consciente, pero luego deseada, es en la que se refugia Manuel.
De ese modo, Zarzahuriel pasa a convertirse en uno de los estandartes de esa España vacía que cada día crece más que los aullidos de los lobos en las sierras perdidas de nuestra geografía. En esa dificultad ante lo cotidiano es donde surge el heroísmo de un joven de 25 años que es capaz de apoderarse de su propio destino y, a la vez, reírse de él. Aquí cabe apuntar que la historia de Los asquerosos surge de un hecho sorprendente e inesperado y, que junto a la parte final de la novela, es lo mejor de una historia única, tanto en su planteamiento como en su final. La única pega a todo ello sea, quizá, la profusión en las artes de buscarse la vida, la hondura en sus artes del bricolaje y la originalidad sobrevenida que puebla muchas de su páginas, demasiadas quizá, pues en ocasiones, a pesar de que no rompan el ritmo de la misma por la inusual capacidad de su autor de inventar situaciones y neologismo que, como él mismo nos dice, se explican por sí mismos sin necesidad de buscarles un significado en el diccionario, aíslan a la novela de en cuanto a la oportunida de darle a la novela un cuerpo más compacto, pues el mensaje está suficientemente enviado y entendido, lo que sin embargo no desdeña el valor de la misma, pues no se nos debería olvidar que en los tiempos que corren no es fácil estar tan lejos del mundo y tan cerca de todo.
POR ÁNGEL SILVELO GABRIEL