En muchas culturas no está bien visto mirar a los ojos de los desconocidos.
Incomunicación. Yo no lo puedo evitar especialmente cuando estoy en un lugar público. Nadie me dijo nunca que fuera de mala educación. Tampoco me lo han confirmado después, al menos no de manera explícita.
El otro día en el metro entró una chica alta, de pelo negro, corto y con una boina francesa de color crema. Antes de que entrara, yo ya la estaba mirando. Me cazó de pleno cuando se abrieron las puertas. Guapísima. Dos segundos, quizás sólo uno. Nos dedicamos una respiración y luego pasó de largo ignorando el hueco libre que había mi lado, para sentarse mucho mas allá.
Sólo pude ver las flores que decoraban el bajo de sus vaqueros. Yo estaba leyendo «París era una fiesta» de Hemingway y por un instante, me imaginé a un joven Hemingway que observaba a una chica con la misma boina, el mismo peinado y los mismos ojos.
Una chica que pasaba delante de él mientras escribía en un café de París uno de sus cuentos perdidos. Aquella chica podía ser, en otra vida, la dueña de un cuento que nadie leyó. Pero no, se sentó más allá y a través del pasillo sólo pude ver sus piernas. Creo que leía. Una chica tan interesante debía de leer mucho, pero nunca sabré a quién.
Hace mucho tiempo en la línea circular del metro de Madrid, yo estaba de camino al trabajo y una chica se me quedó mirando en el asiento de enfrente. Al principio pensé que seguía con la mirada a alguien en el andén detrás de mi. Yo a veces lo hago, protegido detrás del cristal.
Incomunicación. Intento meterme en la cabeza de las personas a través de sus ojos, como un cienpiés del pensamiento.
Pero no, esta chica no rebuscaba rostros ajenos en el andén: me miraba a mí y… yo le devolvía la mirada con mucho cuidado. No recuerdo su rostro. Sólo la sensación, apenas unos segundos, de que aquella desconocida no lo era del todo. Quizás de otra vida. Quizás de una noche llena de canciones repetidas.
No lo sé, pero ella seguía intentando entrar en mi interior a través de las pupilas, cuando yo no lo intentaba haber lo mismo, jugando a no ser descubierta. Os preguntaréis ¿y no te levantaste y dijiste nada?, ¿no sonreíste al menos?
Una vez escribí una historia acerca de un chico que iba a trabajar en metro. El vagón en el que iba, lleno de gente al ser hora punta, se quedaba atrapado en mitad del túnel. Al principio no pasó nada. Luego, cuando la gente supo que algo fuera de lo normal estaba sucediendo, fueron dejando caer sus máscaras y el miedo reemplazó a todo lo demás, dejando salir su verdadera forma de ser.
Demasiado humana en la mayoría de los casos. Me encantan esas historias donde situaciones excepcionales hacen que nos olvidemos de lo que creemos ser y salga a relucir nuestra verdadera humanidad: guerras, crisis y catástrofes. O mejor aún, personajes que caen de lleno en una distopía.
Pero no, en esta ocasión la chica que tenía delante hacía lo mismo que hacía yo: observar con cuidado e intentar no ser demasiado maleducada. No podía dejar de husmear a través de los ojos de un extraño. Me hubiera gustado que descarrilara el tren, que se hubiese apagado la luz o que un par de encapuchados entraran a gritos. Pero no pasó nada, me levanté y me fui sin decir nada.
Por eso escribo. Por todas las conversaciones que he dejado pasar. Por todas las vidas perdidas. Por todas aquellas que pudieron ser y no fueron. Quizás fueron, pero pudieron ser de otra manera. Quizás la chica del tren estaba leyendo uno de mis cuentos, o quizás también leía a Hemingway. Nunca lo sabremos, porque ya no hablamos con desconocidos. Ya no mostramos lo que leemos.
Ocultamos las portadas de nuestros libros o los leemos en un anónimo dispositivo electrónico que no deja entrever al autor de nuestros sueños prestados. Algunas personas incluso ocultan sus ojos con gafas de sol o detrás del libro. Ya ni siquiera nos quedan las miradas.
Hasta que un día, algo sucede y nos vemos forzados a vivir una historia. Sigo esperando que el tren descarrile, pero mientras eso sucede los hago explotar en mi imaginación. Si un desconocido muy alto con barba te mira de manera inquietante en el transporte público, ten cuidado, puede que acabes formando parte de una historia aunque no lo sepas.
Las fotos que ilustran este artículo son de un ruso aficionado a retratar gente en el metro. Admiro su valor (y sus fotos). No tengo ni idea de qué dice, porque está todo en ruso, pero los retratos hablan por sí mismos.
Por Nicholas Avedon (https://nicholasavedon.com)