Nos encantaría que la realidad se plegara dócilmente a nuestros deseos, pero la realidad va a su bola y sufrimos absurdamente por ello.
Pocas cosas poseen tanta gravedad como los partidos de fútbol que de niños disputábamos sobre el cemento del patio del colegio, con una pila de jerséis formando los postes de cada portería. Poníamos todo nuestro empeño en ganar y nos enfadábamos si perdíamos, pero era un enfado pasajero. Mañana habría otro recreo y otro partido y podríamos tomarnos la revancha, así que hacíamos nuestra parte lo mejor que sabíamos, sin que la obsesión del resultado perturbara el deleite del juego.
¿Cuándo perdimos esa capacidad? Epicteto escribe que “en eso consiste la tarea principal de la vida”: en separar el deleite del resultado. Nos obsesionamos por controlar lo que escapa de nuestras manos: la salud, el físico, la opinión ajena, la victoria. Querríamos que la realidad se plegara dócilmente a nuestros deseos, pero la realidad va a su bola y sufrimos absurdamente por ello.
Los libros de autoayuda no son de gran utilidad. “Si el éxito lo elude”, nos conminan, “es porque no se esfuerza lo suficiente”. Y es verdad que la sociedad actual ofrece la posibilidad de colmar muchas aspiraciones. Todos podríamos, por ejemplo, ser ricos (de hecho lo somos: cualquier occidental disfruta hoy de más lujos que Luis XIV). Pero el dinero es más que un medio para adquirir objetos. Es un indicador de estatus, y la cantidad de estatus disponible es fija. Solo hay un primero, un segundo y un tercero. Si alguien queda arriba, el resto estaremos debajo. En atletismo la diferencia la marca en ocasiones una décima, un milímetro. Ese margen ínfimo, ¿se debe a que el perdedor no se esfuerza lo suficiente o es más bien imputable a la dotación genética, el empedrado, la suerte?
Lo mismo ocurre con los premios literarios. Yo no creo mucho en ellos. Influye sin duda que nunca me hayan concedido uno, pero mucho más el que yo haya concedido algunos. Recuerdo uno de periodismo ecológico. Se desarrolló a lo largo de un curso. Cada mes elegíamos un finalista y, antes del verano, se convocó un jurado de expertos para que designara al campeón absoluto. Yo intervine en los dos procesos y debo decir que, durante la criba preliminar, la calidad varió mucho. Algunos meses recibíamos dos o tres textos espléndidos, pero también hubo uno en que no se presentó ninguno decente y tuvimos que mandar a la fase siguiente al menos malo.
Aquella pieza sin interés y llena de errores sintácticos y gramaticales no debería haber tenido más recorrido, pero el día de la deliberación el primer experto en tomar la palabra se inclinó precisamente por ella. No era además un experto cualquiera, sino un pionero de la ecología y una celebridad y, aunque siempre he sospechado que se miró los artículos en el taxi que lo llevó al hotel donde celebramos la reunión, su criterio pesó decisivamente en el resto de los vocales, que secundaron uno tras otro su propuesta.
La anécdota me viene a la memoria cada vez que veo a mis colegas debatir estrategias para levantar la audiencia en internet. En cuanto una noticia genera mucho tráfico, la destripan, hacen ingeniería inversa, dictaminan: “Claro, al público le aburren las informaciones largas, hay que escribir menos”. Y si otra semana lo más leído es un reportaje interminable, también encuentran una explicación verosímil. “Claro, al público le gustan las informaciones noveladas, hay que contar historias”. Y así sucesivamente. Pero el público es como el jurado del concurso de periodismo ecológico y carece de criterio definido. El artículo que mis colegas destripan igual ha destacado porque en ese momento no había nada mejor. Y los internautas se han abalanzado sobre él porque un influencer lo ha retuiteado mientras iba de la tertulia de la Cope al plató de La Sexta.
Los romanos simbolizaron la fortuna con una rueda que giraba caprichosamente. Hoy estás en lo alto y mañana en el hoyo, sin solución de continuidad ni razón aparente. El único modo de gestionar ese trasiego no es correr detrás de la masa ni examinar sus vísceras para desentrañar un criterio inexistente, sino hacer tu parte lo mejor que sabes, como el niño en el patio del colegio. Lo esencial es el deleite del juego, no el resultado.
Texto: Miguel Ors Villarejo (el justo miedo) // Imagen: Jolene Lai