No hay nada infamante en cobrar por hacer lo que se nos da bien, aunque a algunos se lo parezca.
Cuando alguien (generalmente, un cuñado) me reprocha que nunca cuelgo ni un cuadro, me consuelo pensando que ser un perfecto inútil fue durante siglos un signo de distinción. En las novelas de Tolstoi, los aristócratas siempre tienen uñas largas y bien cuidadas, que incapacitan para cualquier tarea manual. Thorstein Veblen llevó la idea todavía más lejos al sugerir que la élite auténtica no debe ser meramente inútil, sino ostentosamente improductiva y consagrarse a actividades que destruyan riqueza. El paradigma sería el Oswood Fielding III de Con faldas y a lo loco. Cuando Tony Curtis le pregunta cuál es su yate, responde: “Nueva Caledonia. Ese es su nombre”. Y añade con una mirada preñada de añoranza: “El Vieja Caledonia se hundió durante una juerga en el cabo Hatteras”.
Probablemente no haya que llevar las cosas hasta ese extremo, pero tampoco debe uno avergonzarse por no comprar los muebles en Ikea y montarlos con sus manos desnudas. El rabino Daniel Lapin cree que a Dios no le gustan los mañosos que lo hacen todo. Quiere que dependamos unos de otros, para cuidarnos mutuamente, y por eso la Biblia fomentaba la división del trabajomucho antes que Adam Smith. “Del mismo modo que en un cuerpo tenemos muchos miembros [con diferentes cometidos], no todos cumplimos [en la sociedad] la misma función”, que variará “según la gracia que nos es dada” (Romanos 12: 4-6).
La especialización es una forma de servir al prójimo y ¿cuál es la institución más especializada? La empresa. Cada día miles de ellas se afanan por atender nuestras necesidades, desde las más básicas (comida, vivienda, transporte) a las más triviales (modelismo ferroviario, tratamientos con placenta de oveja), guiadas por un indicador infalible: los beneficios. En un mercado libre solo gana aquel que produce algo útil.
Esto repugna, por desgracia, a nuestra cultura. Todos los bachilleres occidentales nos las hemos tenido que ver con Kant, para quien ningún acto es plenamente moral si se hace impelido por una motivación extrínseca: carece de mérito abstenerse de robar por temor al castigo, o ayudar a cambio de dinero. Pero con los números en la mano, plantea Lapin, ¿quién ha contribuido más al bienestar mundial: Bill Gates o la madre Teresa de Calcuta? “La mayoría de quienes han adquirido un artículo de Microsoft”, sostiene el rabino, “lo han hecho porque de algún modo enriquecía sus vidas […] de lo contrario, no habrían realizado la compra. Puede, por tanto, afirmarse sin faltar a la verdad que Bill Gates ha mejorado la existencia de millones de individuos, antes incluso de que empezara a repartir grandes sumas a través de su fundación”. Lapin argumenta a continuación que estas cifras son presumiblemente superiores a las de quienes han hallado alivio en los morideros de las Misioneras de la Caridad y concluye que “Bill Gates ha hecho más bien”.
En mi opinión, reducirlo todo a un frío asiento contable es un poco absurdo. Es como el debate de quién fue peor, si Hitler o Stalin. Los dos fueron unos hijos de puta, y este veredicto es firme al margen de quién matara más. La calificación ética no depende únicamente de los resultados. Ahora bien, tampoco depende únicamente de la intención. El islamista que pone bombas en el metro lo hace para librarnos de nuestros pecados.
Importan, pues, los resultados e importa la intención, y a Lapin no le falta razón cuando subraya que nos damos un tiro en un pie al condenar al empresario porque sus acciones no son kantianamente puras. La civilización necesita el ejemplo de los santos y los héroes, pero también la labor callada de quienes despliegan su talento a cambio de una legítima retribución.
No hay nada infamante en cobrar por hacer lo que se nos da bien. Igual que no lo hay en pagar para que nos hagan lo que se nos da mal y, si al término de una jornada agotadora le da pereza arreglar un grifo o una lámpara, llame con toda paz de espíritu al fontanero y al electricista y sepa que a Dios le complace que sea usted algo inútil.
Texto: Miguel Ors Villarejo (el justo miedo) | Imagen: Miles Johnston Art