La palabra inspiración hace referencia, literalmente, a un espíritu que entra. Tradicionalmente se entendía que los poetas recibían inspiración de las musas o, en ocasiones, de los mismos dioses que los poseían (véanse las cuatro manías que describe Sócrates en el Fedro). Hoy en día hablamos más de creatividad y de pensar fuera de los rangos de lo convencional. Entendemos la genialidad como algo más bien genético o parte de un proceso creativo que se basa en el talento innato pero que se potencia gracias a un régimen alimenticio, contemplativo, ejercicios y hasta el uso de sustancias.
Más allá de las definiciones y clasificaciones todos hemos sentido en algún momento una forma de inspiración, de estado de flujo y conexión con nuestra propia naturaleza desde el cual lo que hacemos adquiere una cualidad más profunda o precisa. Y todos deseamos repetir eso. Alguien que logró hacerlo -estar inspirado durante varios años- fue Friedrich Nietzsche, quien en la década de 1880 vivió un período de creatividad fervorosa, uno de los períodos literarios más fértiles de la historia que, de alguna manera, lo exprimió hasta el punto de la locura. En Ecce Homo, el libro en el que Nietzsche reseña sus propias obras, escribe:
¿Tiene alguien, a finales del siglo XIX, un concepto claro de lo que los poetas de épocas poderosas denominaron inspiración? En caso contrario, voy a describirlo. Si se conserva un mínimo residuo de superstición, resultaría difícil rechazar de hecho la idea de ser mera encarnación, mero instrumento sonoro, mero médium de fuerzas poderosísimas. El concepto de revelación, en el sentido de que de repente, con indecible seguridad y finura, se deja ver, se deja oír algo, algo que le conmueve y trastorna a uno en lo más hondo, describe sencillamente la realidad de los hechos. Se oye, no se busca; se toma, no se pregunta quién es el que da; como un rayo refulge un pensamiento, con necesidad, sin vacilación en la forma -yo no he tenido jamás que elegir. Un éxtasis cuya enorme tensión se desata a veces en un torrente de lágrimas, un éxtasis en el cual unas veces el paso se precipita involuntariamente y otras se torna lento; un completo estar-fuera-de-sí, con la clarísima conciencia de un sinnúmero de delicados temores y estremecimientos que llegan hasta los dedos de los pies; un abismo de felicidad, en que lo más doloroso y sombrío no actúa como antítesis, sino como algo condicionado, exigido, como un color necesario en medio de tal sobreabundancia de luz; un instinto de relaciones rítmicas, que abarca amplios espacios de formas -la longitud, la necesidad de un ritmo amplio son casi la medida de la violencia de la inspiración, una especie de contrapeso a su presión y a su tensión… Todo acontece de manera sumamente involuntaria, pero como en una tormenta de sentimiento de libertad, de incondicionalidad, de poder, de divinidad… La involuntariedad de la imagen, del símbolo, es lo más digno de atención; no se tiene ya concepto alguno; lo que es imagen, lo que es símbolo, todo se ofrece como la expresión más cercana, más exacta, más sencilla. Parece en realidad, para recordar una frase de Zaratustra, como si las cosas mismas se acercasen y se ofreciesen para símbolo («Aquí todas las cosas acuden acariciadoras a tu discurso y te halagan: pues quieren cabalgar sobre tu espalda. Sobre todos los símbolos cabalgas tú aquí hacia todas las verdades… Aquí se me abren de golpe todas las palabras y los armarios de palabras del ser; todo ser quiere hacerse aquí palabra, todo devenir quiere aquí aprender a hablar de mí»).
Se trata, sin duda, de una de las muestras más vehementes y sanguíneas de lo que es la inspiración. En el Zaratustra, Nietzsche sentencia: «De todo lo que está escrito, amo sólo lo que una persona ha escrito con su sangre. Escribe con sangre, y descubrirás que la sangre es espíritu». He aquí una especie de ars literaria que es a la vez un arte de vida. Cabe notar que en el fragmento de Ecce Homo, Nietzsche ve en su inspiración un rasgo de divinidad, esto pese a que él era famosamente ateo. De cualquier manera, el lenguaje no tiene una mejor palabra que lo «divino» para describir un estado así, sin que esto remita a un dios creador o a un monoteísmo. El mismo Nietzsche en el Zaratustra en repetidas veces habla de lo divino como una pluralidad, como la misma energía cósmico-telúrica.
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