Nuestro cerebro no tiene especial interés en que seamos felices. Nos prefiere en tensión permanente, pendientes de lo que hace y dice el resto de la manada
Al antropoide que nos habita le traen sin cuidado las aspiraciones científicas. “Nuestro cerebro no tiene especial interés en obtener la respuesta exacta, sino aquella que le garantiza la supervivencia”, dice el neurólogo Pedro Bermejo. En el valle del Rift, un ancestro que se hubiera empeñado en corroborar empíricamente que el motivo por el que un arbusto se agitaba era un león tenía pocas probabilidades de gozar de una larga y próspera existencia. La evolución ha premiado la cobardía, no el rigor. Por eso sucumbimos con facilidad al pánico y nos fascinan las teorías conspiratorias.
Hay quien argumenta, no sin razón, que vivir más es preferible a ser más listo, pero depende. Si nuestra estancia en la Tierra va a consistir en una serie ininterrumpida de sobresaltos, a lo mejor nos compensaba renunciar a parte de esa longevidad a cambio de un poco de paz. Porque ese es otro rasgo de nuestro cerebro: tampoco tiene especial interés en que seamos felices. Nos prefiere en tensión permanente, pendientes de lo que hacen y dicen los otros miembros de la manada. No importa lo que hayamos conseguido en términos absolutos. Si nuestro vecino se compra un televisor de pantalla curva y 80 pulgadas, el antropoide rebulle incómodo. Piensen en George Harrison. Era una estrella del rock, se casó con una modelo y le salía el dinero por las orejas, pero estaba siempre mohíno porque su música no era tan apreciada como la de Lennon o McCartney. Nos han cableado para fijarnos en lo que sobresale a nuestro alrededor y emularlo. Igual eres un superdotado pero, si tu hermano lo es aún más, arrastrarás complejo de idiota hasta que te mueras.
“Todo esto es un asco”, admite Laurie Santos. Esta psicóloga da clases de felicidad en Yale. Es “la asignatura más popular de la historia de la universidad”, explica en The Atlantic Joe Pinsker. Decidieron impartirla después de constatar que sus licenciados, que “han estudiado en un centro de élite, ingresan sueldos importantes y acumulan prestigio y elogios”, tampoco se encuentran muy satisfechos.
¿Y qué enseña Santos? Pinsker asistió a un curso acelerado en el que aprendió un par de claves. Una de ellas ayuda a contrarrestar la llamada adaptación hedonista. “La primera vez que experimentamos algo fantástico sentimos que es efectivamente fantástico, pero no tardamos en habituarnos”. La euforia que nos embarga mientras sacamos el BMW del concesionario se desvanece con el tiempo. Lo mismo ocurre con una casa o con un velero. (Bueno, con el velero tengo entendido que te llevas una alegría igual de intensa el día que lo vendes).
Para combatir esta inercia, Santos recomienda invertir el dinero y el tiempo en experiencias, no en objetos. “Unas vacaciones a un destino exótico duran apenas una semana”, escribe Pinsker, “pero su recuerdo persiste, mientras que el segundo año como propietario de un deportivo es bastante menos emocionante que el primero”.
Otra clave de Santos es cambiar de perspectiva. Estamos tan obsesionados con lo que tienen los demás, que no prestamos atención a lo que tenemos nosotros. ¿Se han fijado últimamente en Madrid? Durante años, he pateado sus calles rumiando como un sonámbulo mis pequeñas miserias: el ascenso que me han denegado, la tibia acogida a mis luminosas sugerencias, la acre discusión política con un amigo. Una mañana, mientras cruzaba a grandes zancadas la plaza Mayor, choqué contra un par de turistas. Iban mirando a lo alto, extasiadas. Me irrité inicialmente, pero en seguida empecé yo también a mirar a lo alto y reparé en todo el encanto que me rodeaba. Disfrutarlo era tan fácil como mirar con ojos de turista, y no con los del antropoide que nos habita y que, como escribe Umbral, solo piensa en selva y fornicaciones.
Por Miguel Ors Villarejo (el justo miedo) / Imagen inicial: Pierre-Sgamma