Ser decente no evita la ruina material, pero sí impide que termine siendo total e irreversible.
El 70% del barrio barcelonés de la Mina estaba enganchado ilegalmente al tendido eléctrico. Sandra Izquierdo, la reportera que cubrió la noticia para Antena 3, contaba que trató de acercarse con su cámara a “los bloques del fraude”, pero debió retroceder ante las amenazas.
—Es que somos muy pobres todo el mundo —se lamentaba una vecina—. Hay gente que a lo mejor tiene más y otros menos.
Esta justificación es muy grata a cierta izquierda, pero nunca me ha convencido. Si la necesidad fuera la causa de la violencia, el mundo ardería por los cuatro costados, pero no todos los pobres delinquen.
En La llamada, Carmen Laforet relata la pequeña aventura de doña Eloísa, una anciana que ha padecido todas las estrecheces imaginables durante la Guerra Civil y la posguerra. Un día, tratando de ayudar a una sobrina, se mete por “un barrio de callejas oscuras que no conocía” y acaba en una “habitación pequeñísima”, donde lo recibe una “monstruosa” mujer. “Ella sola podía llenar el cuarto con sus carnes, pero había además una cama con las ropas grises, un armario con espejo y una especie de tocador cargado de cosas. Desde unas medias arrugadas, pasando por barras de labios, una caja de rímel, una polvera y la fotografía de un bailarín, hasta un bocadillo a medio comer”.
—No siempre he vivido así —se defiende la mujer al ver el gesto horrorizado de la anciana—. Es el azar, el destino. Unos tienen muchos, otros tienen poco. Para unos la vida es fácil, para otros difícil.
Ante esta argumentación, tan similar a la de la vecina de la Mina, “doña Eloísa no despegó los labios”, cuenta Laforet. “Solo sonreía. Estaba pensando que la vida, la verdad, no era muy fácil para nadie. Que a Lolita [su nieta], por ejemplo, le sería más fácil y más barato tener la casa sucia y descuidada y dejar que los niños fuesen rotos y con los mocos colgando”.
Pero entonces la mujer monstruosa vuelve a la carga con lo injusta que es la vida y con que si Dios existiera no lo consentiría, y la ancianita ya no se puede aguantar.
—Yo sé una cosa —salta con una vocecilla temblona—: que Dios existe y que la miseria puede llevarse de muchas formas. En casa hemos pasado hambre, pero no hubo suciedad ni abandono, porque mi nieta es una mujer heroica; ella tiene su pago en su conciencia limpia y en el respeto de su marido, y como ellas tantas mujeres, tantos hombres que se sacrifican… ¿Es esto injusto? No todo depende del dinero, ni siquiera de la juventud ni de la salud. Yo he vivido mucho y lo sé.
Durante su paso por Auschwitz, Viktor Frankl experimentó en carne propia lo que era el auténtico expolio. Los alemanes te lo arrancaban todo de cuajo: tu ropa, tus joyas, tus seres queridos, tu profesión. Pero había algo que no podían quitarte: la actitud con que afrontabas tu destino. “Los que estuvimos en los campos de concentración”, escribe, “recordamos a los hombres que iban de barracón en barracón consolando a los demás, dándoles el último trozo de pan que les quedaba”. Otros, por el contrario, se comportaban como cerdos. “El tipo de persona en que te convertías era el resultado de una decisión íntima y no únicamente producto de la influencia del campo”.
¿Y qué más daba, llegados a ese extremo, portarse como un santo o un demonio? ¿Qué diferencia había entre el uno y el otro? Una crucial. Conservar la dignidad dotaba aquella experiencia atroz de sentido, la hacía tolerable, impedía la degradación total. Porque la ruina material no es la razón por la que perdemos la decencia, pero la pérdida de la decencia sí es el inicio de una miseria integral e irreversible que se da lo mismo en la Polonia nazi que en la España de la posguerra o la opulenta Barcelona actual.
Texto: Miguel Ors Villarejo (el justo miedo)