Adolf Cragg: ¿Qué va a ser de ti? Eso es decisión tuya. Si te quedas en esta ciudad, estás perdida.
Lily Powers: ¿Adónde voy, a París? Tengo cuatro dólares.
Adolf Cragg: Eso es lo que me enfada de ti. Eres una cobarde. ¡Lo digo en serio! Dejas que la vida te venza. No te resistes.
Lily Powers: ¿Y qué oportunidades tiene una mujer?
Adolf Cragg: Más oportunidades que un hombre. Una mujer joven y bella, como tú, puede conseguir lo que desee en este mundo. ¡Porque tienes poder sobre los hombres! Pero debes usar a los hombres, no permitir que ellos te usen a ti. ¡Debes ser la dueña, no la esclava! Mira, aquí, lo que Nietzsche dice: «La vida, no importa como la idealicemos, es ni más ni menos que explotación». ¡Eso lo que te estoy diciendo! ¡Explótala! Ve a la gran ciudad y encontrarás oportunidades. ¡Sé fuerte! ¡Sé desafiante! ¡Usa a los hombres para conseguir lo que quieres!
Este llamativo diálogo pertenece a una película titulada Baby Face (en España se la llamó Carita de ángel) y estrenada en 1933, justo un año antes de que el cine estadounidense aplicase el famoso código Hays de censura. En 1934, la escena fue cortada retroactivamente de todas las copias existentes y se perdió. Durante casi siete décadas, los críticos y los historiadores del cine escribieron sobre Baby Face sin recordar que esta escena existía. En 2004, para sorpresa de todos ellos, la escena reapareció en un archivo; el hecho no solo cambió el sentido de muchas interpretaciones sobre la película, sino que hizo obsoletos ciertos análisis sobre la evolución de la femme fatale en el cine.
Lo más significativo de ese diálogo, lo que le da a la secuencia un carácter definitorio, es que es un hombre quien anima a una mujer para que se convierta en una «mujer fatal». Muchos análisis actuales en torno al arquetipo de la femme fatale en el posterior cine negro son realizados desde una perspectiva actual, interpretando el contexto según ideas actuales, y tratan a la femme fatale fenómeno cinematográfico discontinuo, como algo que hubiese aparecido de repente en el cine de posguerra como la mera expresión de miedos masculinos de la época. Esos análisis, con mucha frecuencia, pasan por alto la citada secuencia de Baby Face, no solo porque reapareció hace menos de veinte años, sino porque consideran inconcebible que pudiese existir semejante diálogo en una película tan antigua. Y el diálogo no solamente existió, sino que era bastante representativo de la mentalidad de aquella época; es fácil no reparar en esto porque en otras películas de los años treinta no se acostumbraba expresar esa mentalidad de manera tan directa y menos con el apoyo de Nietzsche. Por entonces era habitual una figura conocida como gold digger («cazadora de fortunas») que, pese a lo que podamos pensar hoy, no era vista con excesiva severidad. De hecho, a veces se la retrataba con abierta simpatía. La protagonista de Baby Face, la chica que es aleccionada por un hombre para escapar de la pobreza usando a otros hombres, se llama Lily Powers. Fue uno de los primeros grandes papeles de la gran Barbara Stanwyck quien, como todos sabemos, se convirtió en una de las femmes fatales por excelencia en el cine negro de los años cuarenta. Pero Lily Powers era distinta a algunos de los papeles posteriores de Stanwyck; era menos sofisticada, más cercana a la realidad, y hasta mostraba ciertas facetas infantiles en su personalidad.
Lily Powers ha nacido en una ciudad pequeña y es hija del dueño de un speakeasy, un antro nocturno donde se sirve alcohol ilegal durante la Ley Seca. El lugar es frecuentado por trabajadores de la industria siderúrgica local con los que Lily, empujada por su propio padre, ha ejercido la prostitución desde que era una adolescente. Eso la ha endurecido, al menos en apariencia; Lily ha aprendido a manejar a los clientes de cuyo acoso continuo se zafa soltando frases despectivas cuando no empleando represalias físicas. Uno de esos clientes le pone la mano en un muslo y ella le echa por encima una taza de café caliente, diciendo con sorna: «Oh, perdóname. Mi mano tiembla cuando estoy cerca de ti». Él insiste aún más y ella le pega una bofetada. Al tercer intento, cuando él la agarra de la cintura y trata de tocarle los pechos, ella le parte una botella en el cráneo. A continuación, como si nada hubiese pasado, Lily se sirve una cerveza sin mostrarse alterada, poniendo de manifiesto que semejante incidente es pura rutina para ella. Por descontado, Stanwyck está maravillosa en la secuencia, como en todo el resto de la película; cualquiera de sus gestos está medido a la perfección (¡la chulería con que se ajusta la falda! Obviamente, no había manera humana de detener el ascenso de esta actriz hacia el estrellato). La resistencia de Lily hacia los hombres es un elemento que aparece en otras películas de la época —aunque pocas veces de manera tan elocuente—, algo que como veremos era también un reflejo de la crisis económica que azotaba el mundo:
Lily Powers apenas tiene referentes masculinos positivos. Con su padre tiene, obviamente, una relación muy conflictiva donde, aunque ella parece haberse apoderado de las dinámicas de poder, ha sido a costa de considerables traumas. Cuando su padre, siempre enojado por algo, la amenaza diciendo «¡Te voy a matar!», Lily responde sin inmutarse mientras hojea un libro: «¿Y qué te lo impide?». Él continúa: «¡Eres como tu madre!». Lily responde, todavía con voz tranquila: «Bastante suerte tiene ella de haberse alejado de ti. Estaría mejor muerta que junto a una cosa como tú». El padre estalla: «¡Eres una fulana!». Y ella, por fin, estalla también: «Sí, soy una fulana, y ¿de quién es la culpa? ¡De mi padre! ¡Menuda vida me diste! Desde que tenía catorce años, ¿qué ha habido para mí? ¡Nada, excepto hombres! ¡Hombres sucios y podridos! Y tú eres peor que cualquiera de ellos. ¡Te odiaré mientras viva!».
Poco después, Lily se entera de que su padre está en un almacén que acaba de incendiarse; acude corriendo al lugar, donde ya se ha congregado una multitud. Lily, al principio, se muestra alarmada por el suceso, ya que su padre no va a salir vivo de ahí. Sin embargo, mientras contempla las llamas, cambiará el asombro por una mirada indescriptiblemente fría (que, por supuesto, casi ninguna otra actriz podría haber proyectado como Barbara Stanwyck). Lily parece pensar que su padre, al morir, ha recibido por fin el castigo que merecía. Eso no le permitirá liberarse de sus ataduras, sin embargo. Al desaparecer el negocio paterno, Lily se queda sin un modo de vida. Acude a su amigo Adolf Cragg, un viejo zapatero alemán al que cuenta sus confidencias, el único hombre en el que confía, que es, en realidad, lo único parecido que ha conocido a una auténtica figura paterna. Lily parece resignada cuando comenta sus escasas opciones de futuro. Cragg le pregunta: «Y ahora, ¿qué harás?». Lily le cuenta que ha recibido una oferta para convertirse en stripper. Ella es una chica inteligente, pero carece de formación y, viniendo de donde viene, lo de desnudarse por dinero le parece una perspectiva aceptable. Lily intentaba convencerse a sí misma de que la oferta es una buena noticia, como una niña que recurriese a racionalizar sus tragedias porque no conoce otra forma de defenderse ante ellas, hasta que el zapatero alemán le abre toda una nueva visión del mundo, toda una filosofía y una razón para convertirse en quien después se convierte. El zapatero no se muestra muy conforme y le señala otra salida: si a Lily no le queda más remedio que hacer valer armas como la belleza y la juventud, no debe hacerlo para venderse a los hombres a cambio de una vida de miseria. Debe manipularlos para conseguir de ellos lo que necesite.
Por primera vez, en otro fabuloso alarde dramático de Stanwyck, vemos cómo la máscara de chica dura de Lily se derrumba por un instante, adoptando una breve expresión de niña perdida y vulnerable mientras recibe la reprimenda del zapatero. Son unos segundos apenas, una visión fugaz, pero en esos instantes podemos leer en su rostro sus inseguridades y sus traumas. No podrá usted menos que sentir asombro ante la inexplicable capacidad de Barbara Stanwyck para transmitir lo que su personaje siente en cada momento, sin apenas mover un músculo de la cara (pensemos en lo revolucionaria que era esa forma de actuar, cuando hacía solo cinco años que había comenzado la era del cine sonoro). Stanwyck encarna a una chica poco sofisticada cuya «carita de ángel» y parisina soltura para vestir contrastan con su acento de barrio. En realidad, ese era parte del encanto de la actriz, que había crecido siendo una huérfana de clase obrera con una agitada infancia: había huido de varios hogares adoptivos y había abandonado la escuela de manera temprana. Cuando alcanzó la fama, se empeñó en mantenerse fiel a sus orígenes. Otros intérpretes del cine de su época se esforzaban para imitar el habla estereotipada del teatro estadounidense, el «acento transatlántico» cuyos dejes cuasi británicos eran percibidos como una señal de refinamiento. Stanwyck no tenía la más mínima intención de refinar su dicción y menos aún mediante el empleo de giros teatrales o británicos; ella hablaba ante la cámara con su natural acento de Brooklyn. En Baby Face todavía era una actriz joven con mucho por demostrar, pero el director Alfred Green y los mandamases de Warner entendieron que hubiese resultado contraproducente obligarla a hablar de otra manera que no fuese la suya. ¿Una chica de zona rural con acento neoyorquino? Daba igual. Stanwyck era un diamante en bruto y no tenía sentido intentar tallarlo. Ella ya se tallaría solita.
Baby Face fue estrenada con bastante éxito en el verano de 1933. Hablamos de la Gran Depresión, cuando muchas personas, ya fuesen hombres o mujeres, hacían casi cualquier cosa para salir adelante. Las mujeres, para colmo, tenían vedados muchos sectores laborales. El discurso de Aldof Cragg no era visto como algo escandaloso, sino como un signo de los tiempos. A partir de 1930, cuando la llegada del cine sonoro coincidió con la crisis económica, la mujer que se abría camino mediante la manipulación era vista no como una depredadora, sino como una superviviente. Más o menos malvada, dependiendo del argumento concreto, pero superviviente. En Red Headed Woman (La pelirroja, 1932) podemos ver cómo la jovencísima Jean Harlow encarna con habilidad a una cazafortunas superficial y sin escrúpulos; sin embargo, el personaje es tratado con ligereza y no afronta un juicio moral. La vemos aprovecharse de hombres ricos que, en aquel contexto, eran vistos como los causantes de la horrenda crisis que se estaba llevando por delante millones de vidas. De hecho, la cazafortunas tenía la simpatía del público, de manera no muy distinta al forajido violento, pero rebelde, del wéstern. Recuerden que en el mismo año de Baby Face se estrenó Gold Diggers of 1933 (Las cazafortunas de 1933), película de muy elocuente título, en la que Ginger Rogers cantaba con total descaro aquello de «We’re in the Money». Su personaje, como muchos otros de la época, se enorgullecía de ser una cazadora de fortunas. Y, detalle significativo, en la canción se caracterizaba la Gran Depresión como un «hombre viejo». Las alegres gold diggers no eran un estereotipo sobre la mujer en concreto, sino la versión femenina de los alegres estafadores y sinvergüenzas de otras películas de la época. Se aplicaba aquello de «quien roba a un ladrón (léase un rico) tiene cien años de perdón».
Lily Powers había sido una femme fatale porque era pobre. Su importancia como personaje radica además en el hecho de que no era exactamente una «alegre» cazafortunas, sino una mujer rota que procedía de un mundo marginal y había sobrevivido a incontables abusos. Era una chica para la que manipular constituía la única salida vital. Otra posible salida era el matrimonio, pero Lily Powers era una mujer dañada por la carencia crónica de amor, incapaz de confiar en un hombre hasta el punto de someterse a un enlace legal o emocional. De hecho, salvo algunas excepciones, los personajes masculinos de Baby Face son retratados como seres estúpidos y desagradables, sin importar que sean ejecutivos o trabajadores de una fábrica. Esto no era raro en películas del cine precódigo, donde el personaje masculino es denostado sobre todo cuando es rico. Aunque en Baby Face, hasta los hombres pobres son denostados, porque así porque es como Lily los ve a casi todos.
El código Hays de censura cinematográfica llevaba vigente desde 1930, pero solamente sobre el papel. Era un conjunto de normas que intentaba poner fin al despendole inmoral que, según los conservadores cristianos, se había apoderado de Hollywood. Lo cierto es que la sexualidad y el morbo constituían magníficos resortes publicitarios para atraer al público a las butacas y la popularización del cine sonoro en 1929 permitió además que las referencias picantes y las ideas controvertidas pudiesen no solo ser mostradas con imágenes, sino también expresadas de viva voz. El sexo y el escándalo vendían. Pensemos que el público estadounidense venía de experimentar la Ley Seca; la prohibición del alcohol había posibilitado toda una década de relativismo moral marcada por el ascenso de las mafias y la corrupción de policías, políticos y jueces. Al Capone no fue arrestado hasta 1930, y solamente por motivos de impuestos, aunque todo el mundo sabía desde hacía años que era el rey de los gánsteres. «Lucky» Luciano, el jefazo de la Cosa Nostra norteamericana, no sería detenido hasta 1936. Muchos ciudadanos de a pie sentían, si no simpatía, sí cierta admiración hacia aquellos individuos que se habían forjado una posición poderosa plantando cara al sistema. El sistema había fallado a todos y la ley era algo discutible.
Para la derecha religiosa, sin embargo, había otra ley que no podía ser discutida: la moral cristiana. Los creadores del código habían sido un editor católico y un sacerdote jesuita, que lo presentaron a finales de los veinte para intentar que el cine se ajustase a su idea de decencia. Los grandes estudios de Hollywood recibieron el proyecto con disgusto, pero lo firmaron en 1930 para evitar una intervención del gobierno. Eso sí, al principio hicieron bien poco por ponerlo en práctica. Las restricciones morales no interesaban ni a los estudios ni a los distribuidores. Tampoco a los espectadores. Aunque hoy haya quien pueda creer lo contrario, en los Estados Unidos de 1933 aún se consideraba el código Hays como una santurronada; la mayoría de los espectadores de cine residía en zonas urbanas y consideraba el código más propio de la era victoriana que de la resaca de los alegres años veinte. La población del interior, más religiosa y conservadora, apenas tenía voz y voto sobre el cine porque el público que importaba a Hollywood era el que pagaba las entradas. Un público urbano que, con el país sumido en la Gran Depresión, demandaba escapismo y entretenimiento picante para olvidar las miserias de la vida cotidiana. Así, en Hollywood aplicaban una versión muy tenue del código, o no lo aplicaban en absoluto, hasta el punto de que las películas estrenadas entre 1929 y 1933 son ahora conocidas como «cine de la era precódigo», aunque los estudios ya hubiesen firmado el documento.
El problema era que Washington no se movía por quién compra entradas. Los sectores conservadores de la sociedad eran despreciados por Hollywood, pero sí tenían mano en la política. En 1934 se creó una oficina cuyo propósito era el de garantizar la aplicación estricta del código Hays. La alegría se había terminado para los estudios, que se vieron obligados a obedecer por fin la normativa. Por supuesto, el cine cambió por completo a raíz de esto, pero no solo cambiaron las nuevas películas; otras muchas que ya se habían estrenado fueron censuradas de manera retroactiva. De hecho, Baby Face fue mutilada un año después de su estreno. La secuencia en que Lily Powers es aleccionada por un hombre para usar sus encantos en su propio provecho fue eliminada del metraje y, como hemos visto, permaneció olvidada durante siete décadas. Reapareció en el año 2004 porque, milagrosamente, se conservaba un duplicado en buen estado del negativo original (también perdido). El redescubrimiento de la secuencia dejó atónitos a los críticos modernos. Sin esa escena, muy breve, pero también muy ilustrativa de la mentalidad de su época, el personaje de Lily Powers había quedado cojo. Cuando Lily defiende que no puede renunciar a sus bienes materiales y dice cosas como «tengo que pensar en mí misma, las he pasado canutas para conseguir todo esto» o «mi vida ha sido amarga y dura; no soy como otras mujeres», no estaba hablando de sus manejos como de algo propio de la condición femenina, sino de la condición de ser pobre. Había sido un hombre quien la había enseñado a pensar así.
La versión restaurada de la película resultaba chocante, en el buen sentido, porque descubría un retrato psicológico de la femme fatale del celuloide que se adelantó en varios años al advenimiento del cine negro, donde ese tipo de personaje adquirió su mayor protagonismo. La versión censurada de Baby Face, al igual que muchas otras películas estrenadas entre 1929 y 1934, no era exactamente un cuento moral. Lily se va a Nueva York, encuentra trabajo en un banco usando su atractivo en la entrevista para suplir su falta de experiencia y conocimientos. Después, asciende en la empresa usando esas mismas armas; las relaciones sexuales no se muestran en pantalla, pero se sobreentienden (aunque algunos diálogos picantes también sufrieron la tijera del censor). En su ascenso, Lily deja atrás como trofeos los pellejos psicológicos de varios hombres —entre ellos, un joven John Wayne—, aunque es una revancha hacia el hecho de que su propio pellejo psicológico le hubiese sido arrancado durante la adolescencia. Al final, claro, Lily descubre el auténtico amor en el último minuto y parece arrepentirse de todo, pero esa súbita redención del personaje fue un final confeccionado sobre la marcha para sortear la censura. En el final original, también descubierto de forma tardía, el espectador no está muy seguro de que Lily haya decidido cambiar o redimirse. En las películas precódigo la laxitud moral no se limitaba a mostrar más carne o contener diálogos más picantes, sino también al hecho de que no existía una necesidad de redimir, o condenar, a los personajes que luchaban contra la pobreza. Esto es algo que los análisis modernos sobre la evolución de la femme fatale cinematográfica de posguerra suelen olvidar. Lily Powers no es una mujer intrínsecamente malvada, sino que devuelve al mundo lo que el mundo le ha dado. ¿Es una mujer dañina? Sí, pero tiene motivos para serlo. Es, de acuerdo al propio guion, una supermujer nietzscheana, una antiheroína moralmente imperfecta, pero que, en términos de supervivencia, hace lo que tiene que hacer.
Obviamente, el arquetipo de la femme fatale es tan antiguo como la propia Biblia. Además es muy diverso. Existe una definición general: la femme fatale es una mujer cuyo atractivo sexual arrastra a un hombre a la infelicidad o, en última instancia, a la perdición. El personaje bíblico de Eva es citado como el ejemplo más antiguo, aunque en realidad es un personaje malinterpretado y la propia Biblia contiene otros ejemplos mejores. La femme fatalepuede y suele arruinar a los hombres a propósito, pero también, como en el cine de los treinta, lo puede hacer como autodefensa. El cambio con respecto a los inicios del cine es notable. Las primeras mujeres fatales de la pantalla estaban cortadas según el patrón tradicional de la mitología bíblica: en 1915, Theda Bara protagonizó la película A Fool There Was, contribuyendo a popularizar el término vamp (de «vampiresa»), que empezó a ser usado como sinónimo de mujer depredadora o manipuladora. Poco después, el cine anglosajón empezó a usar una expresión tomada de una película muda francesa de 1912 que se titulaba Femme Fatale, un término más elegante y sonoro que terminó sustituyendo al más vulgar vamp.
He leído varias veces la hipótesis de que la proliferación de la femme fatale en el cine negro estadounidense de los cuarenta es una reedición de la vamp del cine mudo, una expresión de miedos masculinos producidos por la entrada masiva de mujeres en el ámbito laboral, propiciada por las necesidades productivas de la Segunda Guerra Mundial. Es una idea atrayente desde la perspectiva actual, pero recurre a la caricaturización de personajes que eran demasiado complejos como para pretender convertirlos en arquetipos clónicos de la Mujer Mala de la década de 1910. De hecho, no conozco a nadie que estudie en profundidad el cine negro y consiga precisar con exactitud si la femme fatale de los cuarenta era la representación de una fantasía masculina (por ejemplo, la exploración del sexo extramatrimonial o la mencionada expresión de miedos freudianos) o, por el contrario, una fantasía femenina (la fantasía de poder y de liberación sexual de la mujer). Yo tampoco podría precisarlo porque, entre otras cosas, el arquetipo cambia de una película a otra.
El principal problema de la mencionada hipótesis es que, cuando se va más allá de la caricatura, es obvio que la femme fatale del cine negro no se ajusta al prototipo de mujer real que estaba entrando en el mercado laboral. De hecho, era todo lo contrario. Las mujeres que empezaban a estar presentes en fábricas y otros ámbitos productivos eran mujeres de clase baja, como lo habían sido las cazafortunas del cine precódigo. Ahora, sin embargo, empezaban a tener su propio trabajo y ya no necesitaban arrastrarse ante los hombres. Eran mujeres proletarias, pero ya no cumplían un papel pasivo en la sociedad y por eso ya no había motivos para sentir simpatía por la cazadora de fortunas. Cuando las mujeres podían trabajar, perseguir el dinero de los hombres ya no era un acto de supervivencia, sino de avaricia o ambición desmedida. La femme fatale del cine negro no era, pues, una representación de la mujer trabajadora.
El género «negro» del cine proviene de la literatura inmediatamente anterior a la Gran Depresión, esa época en que la prohibición del alcohol impulsa el crecimiento de las mafias y la corrupción endémica. Al llegar la crisis, la idea de que el vecino ayuda al vecino ya no existía. El protagonista del cine negro suele ser un detective que se enfrenta al crimen organizado, pero también a las autoridades deshonestas y al egoísmo generalizado de la sociedad. Representar una justicia que está fuera del sistema, así que tiene una visión escéptica del mundo y tiende a relativizar las cuestiones morales. Es un tipo endurecido (al género literario se lo llamaba hardboiled, «curtido») y resentido con un entorno donde cada cual mira solamente por sí mismo. Las historias del género negro están impulsadas por tres motores: la codicia, la violencia y la lascivia. La codicia afecta por igual a personajes masculinos y femeninos, pero ambos buscan sus fines por diferentes caminos: los hombres usan la violencia física y la intimidación, mientras que las mujeres usan la seducción y la astucia. Al igual que en el desenfadado cine precódigo, en el cine negro de los cunrenta predomina la ambigüedad moral, pero los personajes ya no son supervivientes, sino inadaptados. La femme fatale de los años cuarenta será más refinada que Lily Powers, menos evidente en su manipulación y en ocasiones incluso de carácter más romántico, pero compartiendo el rasgo principal de ser una mujer incapaz de llevar una existencia convencional. No es una mujer que pueda encajar en un trabajo normal o en un matrimonio convencional. Cuando se casa, es por conveniencia o por dinero. El hombre al que ama, cuando ama a alguien, es también un ser marginal e inadaptado.
Las películas de cine negro suelen tener un protagonista masculino que no representa la ley, ni siquiera el bien absoluto, sino un ideal abstracto de justicia y una concepción masculina y soldadesca de la nobleza. También hay un antagonista —casi siempre, también masculino— que representa el mal. La protagonista femenina es la femme fatale, objeto de atracción para el protagonista (a veces también para el antagonista) que suele representar la ambigüedad moral, así como la sensatez realista frente al exceso de cinismo (o de idealismo) del protagonista. Aunque por entonces había terminado la inmunidad moral en Hollwyood y la mujer fatal solía pagar por sus actos, esto sucedía más para aplacar a la censura que por motivos dramáticos propiamente dichos. En realidad, la femme fatale del cine negro no es sino el espejo donde se mira el protagonista masculino, que se mide con ella más que con el villano de turno. El protagonista, de hecho, comparte algunas características de la femme fatale: es un antihéroe cuyas aspiraciones vitales no se ajustan a lo socialmente presentable. Vive de noche y duerme de día, bebe demasiado, se codea con gente poco recomendable, se lleva mal con la policía y otras autoridades, es descreído y hasta intuimos que ateo en aquella nueva Norteamérica de misa dominical. Desde luego, tampoco está casado por amor ni parece capaz de mantener una familia convencional. En este sentido, el protagonista de cine negro es una fantasía masculina más que la propia femme fatale; ese tipo de detective anárquico es lo que muchos hombres de aquella época querrían haber sido, o creían que querrían haber sido.
La femme fatale, más allá de su sexualización —que es propia no del arquetipo, sino de las estrellas de Hollywood en general—, no es una fantasía masculina como sí podía serlo la «rubia tonta» dócil y manejable. La femme fataleno es una representación onírica o freudiana, sino un elemento absolutamente necesario en el cine negro y una de las pocas maneras (aunque no la única) en las que un personaje femenino puede ejercer de manera efectiva como coprotagonista en ese género. Es el único contrapeso emocional que puede funcionar junto al protagonista masculino. Un detective interpretado por Humphrey Bogart no puede interesarse por una mujer formalita, conformista o inocente; eso no funcionaría en la pantalla. En el cine negro, la atracción sexual entre hombre y mujer no está definida por la sumisión; tiene que haber una lucha de poder y, en el contexto de los años cuarenta, esa lucha no puede ser planteada por una esposa convencional y obediente. El protagonista del cine negro ha de interesarse por una mujer excepcional, en el sentido literal de constituir una excepción a la regla. No ya en lo físico (o no exclusivamente), sino sobre todo en lo social, emocional e intelectual. Ese detective necesita a alguien que, a la manera de Lily Powers, pueda responderle de tú a tú más allá de los roles estereotipados que se esperaban de la mujer en el mundo real de entonces. Con una diferencia: en el cine de los treinta, los hombres que se oponen a la mujer fatal habían sido organismos simples cuyo único objetivo era cepillarse a la protagonista; por ello, eran fácilmente manipulables mediante el sexo y poco interesantes como objetivo romántico. Las cazadoras de fortunas del cine precódigo no amaban; cuando se enamoraban, solían hacerlo de un buen hombre, más que de un hombre complejo.
Un protagonista de cine negro, en cambio, no es un hombre simple y, si alguna vez fue bueno en el pasado, lo es menos después de sus experiencias vitales. Ya ha conocido en sus andanzas a mujeres duras y seguro que se ha encontrado con varias Lilys Powers durante su vida, así que no es solamente la dureza o la independencia de la mujer lo que le atrae. Se sentirá vulnerable, sin pretenderlo, ante una mujer que lo pilla desprevenido con una particular combinación de complejidad psicológica y elegancia, una mujer para la que él no dispone de tantas defensas como se pensaba. El hombre duro está igualmente fascinado y aterrado ante el descubrimiento de una mujer que, ¡oh! es tan inteligente, cínica, dura y anárquica como él.
Cuando Marie (Lauren Bacall) le pregunta a Harry (Bogart) por qué encuentra diferencia entre aceptar un beso y aceptar dinero, está poniendo de manifiesto que Harry es más mojigato de lo que él mismo cree y que sus ideales pueden ser admirables unas veces, pero estúpidos e innecesarios otras. Harry cree ser realista cuando solamente es cínico; ella sí es realista porque sabe que hasta los cínicos se enamoran. Marie no entiende por qué Harry distingue lo sexual de lo monetario; para ella, ambas cosas son lo mismo. Pueden ser herramientas, pero también, cuando hay sentimientos, pueden ser muestras de amor. ¿Por qué no va a ser el dinero una muestra de amor? La única razón para rechazar que el dinero es una muestra de amor es el orgullo.
Ella se enfada y le dice: «No aceptas nada de nadie, ¿verdad?». Y él, inconsciente de la venda que lleva puesta sobre los ojos, responde: «Eso es». Él cree que está siendo duro, ella cree que está siendo tonto. En este sentido, la mujer fatal del cine negro no tiene por qué llevar al hombre a la perdición literal; basta con que lo lleve a un terreno que no tiene por qué ser peligroso, pero que él piensa que sí, el enamoramiento. Ella le produce miedo porque él cree que va a ser arrastrado a un tipo particular de perdición: la renuncia a la individualidad. Aunque el amor no encaje con su visión del mundo, puede enamorarse y descubrirse vulnerable. Ella ya sabe que el amor es algo que sucede y que es más o menos inevitable, por eso ve estúpida la actitud de macho inquebrantable. Sin embargo, ella también está metida en la misma trampa: como mujer compleja que es, ya no se interesa por hombres sencillos que acepten el amor de manera natural. Los años treinta han acabado. Los hombres sencillos y honestos ya no tienen interés para la mujer, al menos como fantasía. Recordemos que también las mujeres compraban entradas de cine.
Las dinámicas de este tipo son indispensables en la faceta romántica del cine negro. El amor entre personas complejas, inteligentes y cínicas es una batalla porque cada uno de ellos alberga en su cabeza una sólida y enrevesada visión del cosmos, a la que no quiere renunciar. De hecho, el cine negro dejaría de serlo si el balance de poder en la pareja protagonista se inclinase hacia uno de los dos. La derrota de un personaje —esto es, su sumisión definitiva al otro— implica su muerte; no una muerte literal, pero sí una muerte dramática. Algunas películas de cine negro podían ofrecer un final feliz como concesión comercial, pero en el ideal del género no hay amor que termine bien, o no debería haberlo. Incluso cuando la mujer no era una femme fatale. En aquel cine había también heroínas propiamente dichas: mujeres de la resistencia francesa, enfermeras del frente bélico, espías. Pero las heroínas encajaban mejor junto a los héroes convencionales, mientras que el detective anárquico necesitaba de la mujer fatal. En otras palabras, si el detective es la versión noble del gánster, la femme fatale es la versión femenina de cualquiera de ellos dos, dependiendo de si es malvada o no. Pero, sobre todo, es la representación de una idea narrativa que no cabe menospreciar: la idea de que el personaje femenino puede ser tan complejo como el masculino (solo que, dadas las circunstancias de la época, lo era desempeñando un rol diferente). El cine negro se diferenciaba en esto de otros géneros como el wéstern, donde el protagonista es un héroe tradicional y la mujer —salvo honrosas excepciones— es un complemento del héroe. Esto sucedía en el wéstern porque la violencia es el motor central de la acción en el salvaje Oeste, lo cual dejaba a los personajes femeninos en un segundo plano (lo mismo que en el cine bélico, por ejemplo). El cine negro de los cuarenta representaba una ficción heredada de los años veinte y treinta, teñida por las visiones oscurantistas de la guerra y los totalitarismos, y transformada en toda una lectura filosófica de un mundo donde los más inteligentes se vuelven malvados o se vuelven escépticos y, por ende, solitarios e inadaptados. La pregunta de Lily Powers «¿Qué oportunidades tiene una mujer?» queda transformada en «¿Qué oportunidades tiene una persona honesta, sea mujer o sea hombre?». Y eso, claro está, es uno de los motivos por los que el cine negro nunca pasa de moda.
Publicado por Emilio de Gorgot (para Jot Down)