Nunca sabremos cuál es nuestro primer recuerdo. A nadie le gusta comenzar un artículo de manera tan categórica, pero es que no hay una verdad tan triste y tan universal como esta que encabeza el párrafo. Rilke dijo una vez que la patria del hombre es la infancia, y no será este texto el que contradiga a un poeta austrohúngaro. Pero sí habría que matizar que dicha patria suele ser un conglomerado de fronteras difusas, a menudo marcadas por el dolor. Dicho en román paladino: no sabes cuál es tu primer recuerdo, pero todos aquellos de los que tiendes a sospechar son tragedias.
Por ejemplo, imaginen esta escena: un pequeño Dickens observa la nieve caer sobre el suelo de Londres. Está a punto de pisar la cárcel cuando apenas coloca una decena de velas en su tarta de cumpleaños. Su padre va a ser encerrado en una celda que habrá de compartir con toda su familia, una familia numerosa y hambrienta. Lo acompañarán en el presidio, sí, pero a costa de que el segundogénito de los hijos, Charles, se lleve varios años más tarde esa locura que rozó con los dedos a las páginas en blanco. De acuerdo, Copperfield bien vale una temporada en la cárcel, pero ¿no resulta cruel ver cómo un muchacho coloca sus expectativas en la vida a la altura de las de un presidiario?
Volviendo a la narración, Dickens encontró algunas pasiones relacionadas con la amistad dentro del presidio, pasiones que no había encontrado fuera. Ya lo decía Bukowski: si quieres saber quiénes son tus amigos, agénciatelas para ir a la cárcel. Y es que la infancia sirve también para eso, para descubrir quiénes son tus verdaderos amigos. Este descubrimiento lo vivió en sus carnes el propio Dickens. Y es que el mejor amigo que pudo encontrar el futuro escritor en aquellos tiempos recios fue, ni más ni menos, un cuervo y respondía al nombre de Grip. Así que Charlie Dickens disfrutó con la compañía del cuervo Grip, en esta cárcel o en la otra, convirtiéndose en su gran amigo. ¿Qué aporta esto a un tratado sobre la infancia? Nada, si no fuera porque el cuervo Grip murió, como mueren todas las cosas que importan.
Y es que, a pesar de todo, Grip siguió estando ahí, porque lo que cala durante la tierna infancia no se seca en la fría madurez. El hilo narrativo nunca se detiene de una manera tan brusca, así que muchos años más tarde, en 1842, un ya sí afamado Dickens cruzó el charco y se plantó en la floreciente América. A esas alturas, el escritor ya había convertido a Grip en un personaje secundario de la novela Barnaby Rudge, pasando sin pena ni gloria por el elenco de maravillosos personajes dickensianos. Sin embargo, uno de los habitantes de aquella tierra, un americano oscuro de verbo elegante, sí se había empapado de la profundidad de Grip, el reflejo de la infancia de Dickens. El americano respondía al nombre de Edgar Allan Poe.
La infancia volvió
En efecto, la infancia vuelve un día. No lo hace para devolverte lo arrebatado. Lo suele hacer, melancolía mediante, para cobrar peaje. La narración, como ya saben, se detuvo en el momento en que Dickens se encontró con Poe en Baltimore, con este último preguntando por el paradero del cuervo Grip. El animal volvió a la mente del inglés. Recordó aquel «Hola, niña», la expresión favorita del cuervo. La memoria se había abalanzado sobre él en el momento y el lugar menos esperados, a miles de kilómetros de distancia de su casa y a manos de un escritor americano que todavía no había despegado. Ahora tocaba lidiar con la nostalgia, esa especie de arma que empuña el ser humano para defenderse de los recuerdos.
Casualidad o no, la siguiente novela que publicaría Dickens sería la célebre Cuento de Navidad, donde la figura del señor Scrooge es visitada por varios fantasmas que consiguen cambiar su tendencia solitaria y arisca. Uno de ellos, el fantasma de las Navidades Pasadas, le traslada a una infancia desgraciada pero inocente. Dickens ya había descubierto la verdad: la infancia siempre vuelve. Mientras, en América, el hasta entonces mediocre Eddie Allan Poe, aquel tipo que escuchaba atentamente la historia del cuervo Grip de los labios de Dickens, publica muy pocos meses más tarde un célebre poema que habrá de catapultarlo a la fama (mísera, pero fama al fin). El argumento de dicho poema se basa en la capacidad que cierta ave demuestra a la hora de recordarle al narrador que debe convivir para siempre con la maldita expresión sobre sus hombros: «Nunca más».
Ahora bien, ¿«nunca más» qué? Esto es un tratado sobre la infancia, así que resultaría fácil a la par que ventajista montar un paralelismo entre ese mensaje y la pérdida de la niñez, esa extraña región a la que, por utilizar palabras de poeta, «nunca volveríamos». Pero dejaré que sea el lector el que trace esas similitudes. Yo me limitaré a contar que Poe bautizó el célebre poema, como no podía ser de otra manera, con el reconocible nombre de El cuervo.
El final
Siempre hay un final, incluso para un artículo como este. En 1865, Dickens perdía la voz literaria por culpa del trágico accidente de Staplehurst. El tren al que se había subido durante su viaje desde Francia a Inglaterra descarriló, provocando decenas de muertos y heridos. Dickens vio cómo todos los vagones se precipitaban por el puente… excepto el suyo. Se dejó el alma auxiliando a los heridos, perdió la voz natural (durante dos semanas) y, como ya se ha dicho, también la voz literaria, pues apenas volvió a producir nada después del accidente. El último tren no había llegado a su destino.
Por eso, todo lo que le ocurrió a Dickens a partir de la funesta fecha estaba guiado por un sentimiento melancólico, una especie de atracción por el final. Así que unos meses después del accidente, sin nada que expresar ya por las secuelas del mismo, Charles cruzó de nuevo el Atlántico. Corría el año de 1868, habían transcurrido veintiséis desde su primer encuentro con Poe, cuando el cuervo Grip penetró para siempre en la memoria del americano. Pero ya no quedaba nada de aquel fecundo novelista que inspiraba a las nuevas voces. Enfermo, divorciado, agrio y hundido en su propia vejez, Dickens observaba de nuevo las praderas infinitas de la fecunda América.
Pero América ya no tenía tiempo para infancias. Poe había muerto muchos años antes, ahogado por el alcohol, las drogas, la pobreza y la muerte de su amada Virginia. Dickens se sentía identificado con esa destrucción, así que tomó el primer tren en dirección a Baltimore, el lugar donde había florecido la devastadora personalidad de Poe. Recorrió sus calles hasta toparse con la dirección que le habían indicado. Allí seguía agarrándose a la vida la famosa tía Mary Clemm, el faro que guió las vidas de sus sobrinos, Edgar Allan Poe y Virginia Clemm, cuando estas perdían el norte. Allí estaba, anciana y decrépita, completamente arruinada por las deudas económicas, bajo la triste mirada del novelista anglosajón más universal.
Charlaron, quizás, del final del genio de Baltimore. De aquellos últimos días, cuando Eddie fue encontrado en una taberna infecta gritando «¡Reynolds!» tras varios días desaparecido. O quizás, y esto me parece mucho más factible, hablaran de la tierna infancia de Poe: de cómo sus padres biológicos lo abandonaron para abrazarse a la muerte; o de cómo sus padres adoptivos hicieron lo propio por culpa del carácter que exhibía Eddie; o de cómo su hermana respiraba agonizante sobre un camastro en Richmond; o de las fugitivas marchas hasta la biblioteca familiar, donde el pequeño Eddie leía a Dante, a Cervantes o a Defoe. Porque, ya saben, la infancia siempre vuelve.
Si algo había marcado el tono vital y literario de Poe había sido esa época plagada de enfermedad y muerte, de soledad y desengaño, de molinos, gigantes, infiernos y Robinsones. El cuervo Grip había dejado de graznar, así que el viejo escritor inglés depositó 150 dólares sobre la mesa de la tía Clemm y se marchó por donde había venido. Al observar la vivienda de la matriarca Poe, una certeza le azotó las mejillas: nunca, por mucho que lo intentemos, sabremos cuál es nuestro primer recuerdo.
Epílogo
Charles Dickens murió dos años después de aquel encuentro con la tía Clemm. Su familia subastó casi todas sus pertenencias, lo que les reportó, dicho sea de paso, pingües beneficios. Un americano conocido como Colonel Gimbel, fanático de Poe, pujó por uno de los objetos subastados hasta conseguir llevárselo a Philadelphia. El objeto se expone todavía hoy en la biblioteca de Philadelphia. Se trata del cuerpo disecado del cuervo Grip.
Publicado por Carlos Mayoral
First image: Volkano Painting