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‘Trópico de Cáncer’, de Henry Miller

Es interesante recordar que la primera novela de Henry Miller, publicada en Francia en 1934, fue prohibida en Estados Unidos durante casi 30 años. El puritanismo reinante se quedó con las escenas más sórdidas, sin intentar comprender por qué Miller las incluía en el largo peregrinaje de su protagonista. No es sexo lo único que hay en Trópico de Cáncer, aunque es verdad que el sexo es el punto de partida de la experiencia vital que narra. Sería más justo decir que la comida y el sexo son, y en ese orden, dos necesidades básicas, primarias, animales, que determinan cualquier acción posterior. Como no tiene dinero, el aprendiz de escritor siente y resiente la falta de alimento, pero como le resulta más fácil conseguir una mujer que un plato de comida, el placer que ellas le proporcionan lo nutre y llena de energía.

Miller narra un exilio voluntario que se traduce en un diario vagabundear por las calles de París. ¿Qué busca en esos paseos sin una meta concreta? Vivir, absorber lo que el día le depare, observar la ciudad, conocer gente, asimilar el paisaje, la vivencia cultural.

¿Podría considerarse una novela de aprendizaje? En cierta manera sí, porque la razón del exilio en París es que el escritor en ciernes pueda formarse, sin embargo el personaje no es tan joven como en las novelas de aprendizaje clásicas, por lo tanto su aprendizaje no es espontáneo, como corresponde a un escolar, ni siquiera a un universitario. En Trópico de cáncer, el acto de aprender es un acto voluntario que parte de una decisión personal, arriesgada, y libre:

“No tengo ni dinero, ni recursos, ni esperanzas. Soy el hombre más feliz del mundo. Hace un año, hace seis meses, pensaba que era un artista. Ya no lo pienso, lo soy. Todo lo que era literatura se ha desprendido de mí. Ya no hay más libros por escribir, gracias a Dios. Entonces, ¿esto? Esto no es un libro. Es un libelo, una calumnia, una difamación. No es un libro en el sentido ordinario de la palabra. No, es un insulto prolongado, un escupitajo a la cara del arte, una patada en el culo de Dios, al hombre, al destino, al tiempo, al amor, a la belleza… a lo que os parezca. Voy a cantar para vosotros, desentonando un poco tal vez, pero voy a cantar.Cantaré mientras la diñáis, bailaré sobre vuestro inmundo cadáver…

Para cantar, primero hay que abrir la boca. Hay que tener dos pulmones y saber un poco de música. No es necesario tener acordeón ni guitarra. Lo esencial es querer cantar. Así, pues, esto es una canción. Estoy cantando.” (pág. 10).

June Miller, mujer y musa de Henry Miller

Las intenciones literarias quedan claras desde un principio, hay un claro deseo de buscar nuevos lenguajes, de trasgredir para encontrar un mundo oscuro pero real, de apartarse de lo ya narrado y conocido:

“Ahora sólo hay una cosa que me interesa vitalmente y es consignar todo lo que se omite en los libros. Que yo sepa, nadie está utilizando los elementos del aire que dan dirección y motivación a nuestras vidas.” (pág. 20).

Y por supuesto que hay una propuesta literaria muy clara, una estética personal que dspliega como una bandera:

“He hecho un pacto tácito conmigo mismo: no cambiar ni una línea de lo que escribo. No me interesa perfeccionar mis pensamientos ni mis acciones. Junto a la perfección de Turgueniev coloco la perfección de Dostoyevski. (¿Hay algo más perfecto que El eterno marido?). Ahí tenemos, pues, dos tipos de perfección en un mismo medio. Pero en las cartas de Van Gogh hay una perfección que supera a una y a otra. Es el triunfo del individuo sobre el arte.” (pág. 20).

El romance entre Anaïs Nin -escritora- (Diarios de Anaïs Nin), Henry Miller y June Mansfield es uno de los triángulos amorosos más controvertidos del siglo XX. Miller nunca quiso renunciar a Nin, aunque el amor nunca fue suficiente para estar juntos.
Miller estaba hambriento, había llegado a París en 1930 y llevaba un año durmiendo debajo de puentes y comiendo las sobras que algunos conocidos le daban. Cuando llegó a la casa de Nin, habló de su necesidad de encontrar “luminosidad literaria”, de su hambre física y sensual; de un deseo inmensurable por ser alguien en la literatura. Anaïs tenía entonces 28 años, Miller, 40.
Miller mostró a Nin, la bohemia parisina del Montparnasse, el libertinaje imperante del período de entreguerras que ella desconocía. Ella lo sedujo, le mostró el poder del deseo cuando es prohibido, lo arrastró a su cama mientras su esposo, Hug Guiler, dormía en otra habitación.

Al establecer sus modelos, Miller plantea su teoría literaria personal: que la fuerza de lo narrado irrumpa sin límites, y que la armonía final sea el resultado de ese esfuerzo en donde lo formal queda al servicio de la libertad para tratar y seleccionar el contenido.

La bohemia que Henry elige, es un arma de doble filo. Por un lado, él quiere ser libre y moverse con total independencia, por otro carece de ingresos que le permitan trabajar en su novela:

“Cuando estás en semejante aprieto, es difícil saber qué es peor: no tener dónde dormir, o no tener dónde trabajar. Dormir se puede casi en cualquier parte, pero hay que tener un sitio para trabajar. Aún cuando no estés haciendo una obra maestra. Hasta una novela mala requiere una silla en que sentarse y un poquito de intimidad.” (pág. 42).

Recuerda a Virginia Wolf en Una habitación propia, en donde aparece la misma demanda a favor de las mujeres: ¿cómo pueden escribir si no tienen un espacio para ello que las aleje del ámbito doméstico en donde se deben a todos?

“No necesitas los brazos ni las piernas para escribir. Necesitas paz, seguridad, protección. Todos esos héroes que desfilan en sillas de ruedas… es una lástima que no sean escritores…. Lo único que desearía sería una buena silla de ruedas y tres comidas al día. Entonces les daría algo para leer, a esos capullos…” (pág. 131).

Pero cuando la seguridad y una buena comida le quitan su libertad, prefiere rechazarlas. Lo que más valora es sentirse dueño de su tiempo, de su espacio, de su deambular. Rechaza algunos trabajos como el de Serge, porque no se siente a gusto viviendo en su casa:

“No tengo valor para decirle que me marcho. Dejo la mochila con las pocas cosas que me quedaban. Cuando llegamos a la Place Péreire salto del camión. No hay un motivo particular para apearme aquí. No hay motivo particular para nada. Soy libre: eso es lo principal…

Ligero como un pájaro, revoloteo de un barrio a otro. Es como si hubiera salido de la cárcel. Miro el mundo con ojos nuevos. Todo me interesa profundamente. Hasta las menudencias.” (pág. 84).

Este es el tipo de vida que busca para poder convertirse en un escritor. Un hombre que no tiene ataduras de ninguna clase, ni siquiera afectivas. Porque sabemos que su mujer, Mona, partió de regreso a Estados Unidos, incapaz, imaginamos, de seguirlo. La aparente falta de compromisos que él reclama como un derecho, puede ser insufrible para una compañera. Sólo el individuo que lo siente así, es capaz de asumirlo. Porque recibe algo a cambio: la experiencia de asumirla, el gusto del vagabundeo, la falta de directrices, la capacidad de disfrutar lo que llega y la capacidad de asumir las faltas de lo que no llega: la comida, una vivienda, un trabajo estable y un salario fijo.

La novela se enriquece mucho con las descripciones de los paseos que realiza Henry por la ciudad. El ojo del buen narrador capta la poesía de lo cotidiano, las imágenes son bellas, hilvana los elementos con sabiduría, reflexiona con sensibilidad.

Sorprenden los cambios bruscos de escenas: después de una descripción física en donde hay sudor, semen, sangre, pelos y caca, Miller es capaz de hacernos vibrar con una descripción poética sobre el paisaje, por ejemplo. O también es capaz de involucrarnos en un coito en donde no ahorra detalles, para guiarnos inmediatamente a través de una reflexión filosófica sobre la condición humana del personaje que se acaba de afanar a la prostituta.

La angustia existencial del protagonista que experimenta con renovada voracidad todo lo que cae en sus manos no se sosiega cuando se sacia el cuerpo. Y por la necesidad de insistir: su insatisfacción es crónica, nada llena el vacío, no encuentra respuestas, ni paz, ni armonía. Sigue circulando porque quiere descubrir si hay algo más allá de lo inmediato. La búsqueda adquiere sentido mezclada con su labor creativa, que es lo único que lo mueve hacia adelante.

La libertad por la que él apuesta, le pasa facturas: hambre, incomodidades, sordidez del medio que se puede permitir, pero está dispuesto a pagarlas antes que claudicar. Sin embargo hay dos momentos en donde acepta trabajo: uno como corrector de pruebas, otro en un colegio como profesor de inglés. En ambos casos intenta que las experiencias le aporten algo de conocimiento del mundo. Pero para el protagonista de Trópico de Cáncer, la situación ideal es la soledad, quizá eso explique su exilio en un país extranjero:

“Soy un hombre libre y necesito mi libertad. Necesito estar solo. Necesito meditar sobre mi vergüenza y mi desesperación en soledad, necesito el sol y los adoquines de las calles sin compañía, sin conversación, cara a cara conmigo mismo, con la compañía exclusiva de la música de mi corazón.” (pág. 77)

La insistencia en el aspecto animal del hombre, en lo instintivo, en lo físico, responde a una concepción de lo humano que tiene ese lado y que no hay por qué esconderlo, maquillarlo, o transformarlo. Todos orinamos, todos defecamos, todos tenemos relaciones sexuales sin necesidad de romanticismo, todos nos embriagamos y vomitamos alguna vez. Y quien diga que no, parece sugerir Miller, es un mentiroso, o un limitado. Lo interesante es que Miller no se queda en ese estadio: lo narra, lo vive, lo disfruta, pero trasciende al aspecto espiritual y filosófico. La novela está plagada de reflexiones contundentes sobre la condición humana, la guerra, la pobreza, la crueldad, la violencia, el egoísmo.

Una escena conmovedora es cuando contratan, él y su amigo Van Norden, a una prostituta por 15 francos. Nada queda fuera de la situación: el hambre de ella, la falta de ganas de los tres, la ansiedad de ella que sabe que tiene que cobrar esos 15 francos, la sensación de Van Norden de tener que sacarle partido a sus 15 francos a pesar de las circunstancias adversas, etc. La realidad que prometía erotismo, resulta patética. La subjetividad de los tres pesó demasiado y el esfuerzo por hacer las cosas como estaban programadas no funcionó. El monólogo de Henry en esta ocasión está impregnado de desazón, de soledad, de tristeza. El sexo pudo ser un desahogo, pero fue un fracaso. Hombres y mujeres involucrados no son marionetas de los deseos, tienen un mundo interior que les juega una mala pasada. O no.

Miller insiste en la sordidez de los apetitos humanos. Señala con frecuencia los límites a los cuales se puede llegar cuando el deseo manda. No creo que existe un solo lector que no reconozca que todos los seres humanos tenemos un lado oscuro, a veces inexpresado. Todos. Aún los más sofisticados, elegantes, o bellos:

“Sin duda en su mundo todo eran gasas y terciopelo… o al menos esa era la impresión que daban con los finos perfumes que exhalaban al pasar presurosas a tu lado… Y quizá cuando se quedaban solas, cuando hablaban en voz alta en la intimidad de sus tocadores, también salieran de sus bocas cosas extrañas, porque en ese mundo, como en cualquierotro, la mayor parte de lo que ocurre es porquería e inmundicia, sórdido como un cubo de basura, sólo que tiene la suerte de poder tapar el cubo.” (191-2).

Una mujer fina y una prostituta, de aquellas que pululan por Trópico de cáncer, sólo difieren en las formas, en cómo articulan su mundo interior. Miller está influenciado por el surrealismo que está de moda en Francia en aquellos años: lo onírico, el inconciente, las pesadillas de la imaginación que salen a la luz y se convierten en temas u objetos artísticos. Miller insiste hasta la saciedad en este aspecto de la vida: en esos instantes en donde lo más primario se expresa como tal. Los personajes de Trópico de cáncer deambulan entre los urinarios, los prostíbulos, las viviendas pobres y sucias, las borracheras, la soledad. Difícilmente encontramos escenarios reconfortantes, la decadencia es la norma porque es el ambiente que ha elegido Henry para su vida de aprendizaje:

“En América”, dice, “es que ni se te ocurriría vivir en una queli como ésta. Incluso cuando no daba golpe dormía en habitaciones mejores que ésta. Pero aquí parece natural…” (pág. 142).

El autor señala una oposición constante entre la cultura americana y la cultura europea. La comparación apuntala la elección del personaje que se traslada a Europa como si éste fuera un continente paradisíaco que le permitirá crecer intelectualmente. Y desde luego, lo consigue, a pesar de la vida de vagabundo que lleva. Hay algo en el aire que es estimulante. Sorprende ver cómo el protagonista, que es un autodidacta, incorpora en sus discursos menciones a obras de artistas muy destacados como Proust, Conrad, Matisse, Ravel, etc. El contacto con la cultura que flota en el ambiente lo enriquece. Destaca una reflexión sobre la pintura de Matisse, plagada de imágenes acertadas y bellas, en sintonía perfecta con el espíritu del pintor, a pesar de que el mundo que aparece en las telas de Matisse y el mundo que recoge en sus páginas Miller son diametralmente opuestos. Pero el arte no tiene fronteras.

El análisis que hace del contraste entre América y Europa queda patente en este párrafo cuando imagina el encuentro en París con su mujer americana:

“Si de verdad llega alguna vez, puede buscarme abajo, junto al retrete. Probablemente me diga al instante que es insalubre. Esa es la primera cosa que ven en Europa las mujeres americanas: que es insalubre. Les resulta imposible concebir un paraíso sin instalaciones sanitarias modernas. Si encuentran una chinche, quieren escribir una carta a la Cámara de Comercio. ¿Cómo voy a poder explicarle que estoy contento aquí. Dirá que me he vuelto un degenerado. Me conozco su rollo de principio a fin. Querrá que busquemos un estudio con jardín… y bañera, seguro. Quiere ser pobre de forma romántica. La conozco. Pero esta vez estoy preparado.” (pág. 167).

Parte importante de su aprendizaje ha sido un voluntario cambio de perspectiva, un tomar distancia para descolocarse o recolocarse. De esa manera obtiene el valor añadido del exilio: convertirse en un hombre nuevo y libre de ataduras afectivas:

“Ya no soy americano, ni neoyorkino, y menos aún europeo ni parisino. Ya no debo lealtad a ningún país, ni tengo responsabilidades, ni odios, ni preocupaciones, ni prejuicios, ni pasión. No estoy ni a favor ni en contra. Soy neutral.” (pág. 167).

En un momento, el protagonista capta el espíritu de París a través de la mirada de un taxista sobre su ciudad:

“… fue la intimidad con que su mirada descansó sobre la escena. Era su París. No hace falta ser rico, ni ser un ciudadano siquiera, para sentirse así con París. París está lleno de gente pobre: la legión de mendigos más orgullosos y sucios que haya pisado la tierra, me parece a mí. Y, aún así, dan la impresión de estar en casa. Eso es lo que distingue al parisino de las otras metrópolis.” (pág. 79).

Inmediatamente describe Nueva York. El tono cambia bruscamente, la percepción se enfría, el espíritu obedece a la acumulación de elementos que conviven sin armonía y una carencia total de mística:

“Cuando pienso en Nueva York tengo una sensación muy diferente. Nueva York hace que hasta un rico se sienta insignificante. Nueva York es frío, reluciente, maligno. Dominan los edificios. Hay como un frenesí atómico en la actividad que se produce; cuanto más frenético el ritmo, más disminuido el espíritu. Un fermento constante, pero igual daría que se produjera en un tubo de ensayo. Nadie sabe de qué se trata. Nadie dirige la energía. Estupendo. Grotesco. Desconcertante. Un tremendo impulso reactivo, pero carente por completo de coordinación.” (pág. 80).

El erotismo en Trópico de cáncer es un erotismo masculino, de macho que ejerce su poderío físico sin contemplaciones. El juego no es de a dos, hay violencia en el impulso del hombreo que penetra y se sacia:

“Voy a alisarte todos los pliegues del coño, Tania, colmado de semen. Te voy a enviar a casa junto a tu Sylvester con dolor en el vientre y la matriz del revés. ¡Tu Sylvester! Sí, él sabe encender un fuego, pero yo sé inflamar un coño. Te disparo dardos encendidos dentro, Tania, te pongo los ovarios incandescentes. ¿Está un poco celoso tu Sylvester ahora? Siente algo, ¿verdad? Siente los rastros de mi enorme picha. He ensanchado un poco las orillas, he planchado los pliegues. Después de mí puedes recibir garañones, toros, carneros, ánades, san bernardos. Puedes embutirte el recto con sapos, murciélagos, lagartos. Puedes cagar arpegios, si te apetece, o templar una cítara en tu ombligo.” (pág. 14).

¿Qué sentido tiene la presencia constante de lo obsceno, de lo chocante, de la crudeza en ciertas escenas, en esta novela?:

“… las ampulosas páginas de éxtasis manchadas de excrementos. E incorporo mi lodo, mi excremento, mi locura, mi éxtasis, al gran circuito que circula por los subterráneos de la carne. Todo ese vómito espontáneo, indeseable, embriagado, seguirá manando sin cesar, por las mentes de los que han de venir a la vasija inagotable que contiene la historia de la raza. Codo a codo con la raza humana corre otra raza de seres, los inhumanos, la raza de los artistas, que, estimulados por impulsos desconocidos, toman la masa inerte de la Humanidad y, mediante la fiebre y el fermento de que la imbuyen, convierten esa pasta húmeda en pan, el pan en vino, y el vino en canción…

Y todo lo que no alcance el nivel de ese espectáculo espantoso, todo lo que sea menos escalofriante, menos aterrador, menos demencial, menos embriagador, menos contagioso, no es arte.” (pág. 275).

Esto es la teoría literaria del autor, su búsqueda personal en su rol de provocador. El lector debe conmoverse, sacudirse, incluso reventar si es necesario, pero nunca quedar indiferente:

“Más obscena que nada es la inercia. Más blasfema que el juramento más horrible es la parálisis.” (pág. 270).

La intención de integrar en la condición humana lo físico (lo animal, lo bestial) con lo espiritual (lo filosófico, lo intelectual), es evidente. Y es constante. Lo curioso es que parte siempre de lo físico y luego salta a lo conceptual en un vaivén que a veces puede marear al lector. Los personajes pueden encontrarse embuidos en escarceos voluptuosos con unas prostitutas y de pronto la visión de un coño, o una raja, puede conducir al protagonista a una crisis existencial de grandes proporciones. Coño y raja se convierten en símbolos y movilizan la angustia. Este, creo yo, que es el gran aporte de Trópico de cáncer, la integración de los extremos y la profundidad, sin concesiones, en el tratamiento de cada uno de ellos. Respecto a lo físico, puede hastiar, pero no se detiene por ello, llega al fondo. Respecto a lo filosófico puede aburrir al lector si se queda fuera, pero tampoco se inhibe el autor por ello: sigue hasta el fin el desarrollo de su pensamiento.

Me gustaría cerrar con un párrafo que resume lo planteado con maestría:

“Sin embargo, no me puedo quitar del pensamiento la discrepancia existente entre las ideas y la vida. Una dislocación permanente, aunque intentemos cubrir unas y otras con un toldo brillante. Y no servirá de nada. Las ideas tienen que ir unidas a la acción; si no hay sexo ni vitalidad en ellas, no hay acción. Las ideas no pueden existir solas en el vacío de la mente. Las ideas están relacionadas con la vida, ideas hepáticas, ideas renales, ideas intersticiales, etc. Si hubiera sido sólo una idea Copérnico habría hecho añicos el macrocosmos existente y Colón habría zozobrado en el mar de los Sargazos. La estética de la idea produce macetas y las macetas se colocan en el alféizar de la ventana. Pero, si no hubiera lluvia ni sol, ¿de qué serviría colocar las macetas fuera de la ventana?” (pág. 261-2).

Los textos están tomados de la edición de bolsillo de Punto de Lectura, edición de febrero del 2003. Traducción de Carlos Manzano.

Texto: Liliana Costa

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