Curar es salvar. Confortar. Liberar. Asumir. Necesitamos ser curados. La enfermedad que nos une todavía no tiene solución. Mientras nos afanamos en encontrar el remedio damos con placebos; nos consuelan de la aflicción que nos provoca. Nos agarramos con desesperación y angustia al padecimiento. No sabemos vivir sin él.
The Knick (2014-15) es una serie de televisión estrenada en Cinemax —HBO— el 8 de agosto de 2014. La segunda tanda de episodios aterrizó en la plataforma el 16 de octubre de 2015; ambas temporadas se pueden recuperar en la división española del canal matriz. Cuenta la azarosa rutina del hospital Knickerbocker, de aquellos que circulan por sus arterias y venas en el efervescente, caótico y despiadado Nueva York de 1900. Las dos decenas de capítulos las escriben y producen Jack Amiel y Michael Begler, guionistas procedentes del género familiar. La dirige, la fotografía, la edita y participa en la producción ejecutiva el prolífico, multifacético y heterodoxo Steven Soderbergh, la navaja suiza de los cineastas.
Clive Owen encarna al carismático doctor John W. Thackery, jefe de cirugía del nosocomio, un papel protagónico memorable. Los responsables mantuvieron conversaciones para abordar las temporadas tercera y cuarta. Al igual que el duplo anterior, sería concebido como un arco dramático completo y cerrado. Barajaron un total de seis entregas, tres dípticos ambientados cada veinte años, con un reparto renovado para la etapa correspondiente. Mostrarían el avance de los tiempos con el hospital como testigo. Pese al buen recibimiento de la crítica, la propuesta no se ganó la simpatía de la audiencia y a su vez se vio perjudicada por cambios en la política de producción de la compañía. El ambicioso proyecto fue cancelado.
Fría, agria y clínica hasta el tuétano, The Knick va ganándose nuevos pacientes desde el limbo. La música electrónica de Cliff Martínez impone el maníaco ritmo a la narración, conformada por imágenes nerviosas, de esterilización digital, representando la época con fidelidad e inmediatez —un corte visual ensayado por Michael Mann en Enemigos públicos—. Decisiones estilísticas que marcan las distancias sin dejar de ser poderosamente inmersivas. La luz galvánica del recién nacido siglo congrega los claroscuros del bien y del mal, seccionados por la blancura de la sala de operaciones. Un frágil recodo de paz, de iluminación y de éxtasis. En el salto de la primera a la segunda temporada las vísceras deslumbradas por la incandescencia reposan arrinconadas por los techos y paredes de maderas nobles. En sus rincones flotan las sombras de etiqueta y sus maquinaciones; nos aprisionan dentro y fuera de la bóveda craneal. La asepsia de Georges Franju, quizá el mejor director de cine médico, nos conduce a los picados de Orson Welles, quizá el mejor director de cine shakesperiano. Del cuerpo enfermo de dolor pasamos a la mente enferma de poder. Al final del último capítulo se habla de «malos sueños». Pesadillas. No son virus ni bacterias. Inmateriales, ilocalizables, inoperables, flotan en la corteza cerebral junto a los horrores pasados, presentes y futuros. No existe un fármaco para ellos.
The Knick retrata al ególatra siglo XX, responsable de alumbrar el movimiento de las masas y de las partículas. De las imágenes y del subconsciente. De las vanguardias y de los rezagados. Thackery, como los que lo acompañan en la ficción, es genial, egoísta y obseso al modo de una gran figura del centenario. Un enfermo salvador incapaz de salvarse. Un dios. Trabaja con sus manos el barro de la vida y de la muerte. Cualquier deidad que se precie es pionera y siente un secreto desprecio por su creación, por el objeto de estudio. Una cruel pulsión imprescindible para ejecutar los experimentos sacrificiales y arrobarse con los hallazgos. Cada personaje está obligado a separarse de su benevolencia para concretarse en la faceta más inhumana de sí mismo. Los que lo consiguen dan la bienvenida a su mister Hyde íntimo y se suben a la veloz modernidad del éxito. Los que no, deben esconderse como ratones de laboratorio. Mantenerse puro niega la maduración; es fenecer nonato. Lo mejor de uno debe armonizarse con lo peor. Cuerpo y mente, el primero inocente y la segunda curiosa, convergiendo para sobrevivir al progreso. Pedimos cita desde la seguridad del tercer milenio; mantengamos la calma. No compartimos nada con esta gente arribista, crápula y retrógrada; por poco acaban con la historia empleando sus cien años de violencia para corromper, robar y exterminar. Desarrollaron la tecnología industrializando la infamia. Asesinaron la conciencia, la justicia y la dignidad. Abjuramos de los vínculos con ese ayer. Hemos evolucionado. Estamos convencidos.
El siglo enfermó y murió de psicopatía. Lo han dictaminado los creadores de la serie, y antes, otros cronistas contemporáneos como Martin Scorsese en Gangs of New York y Paul Thomas Anderson en Pozos de ambición. Voces insignes. Cuál es el origen de esta presunta dolencia; indaguemos por nuestra cuenta. A lo mejor yace en el extinto XIX; demasiado vaporoso para examinarlo. Veamos de qué se alimentaba nuestro sujeto cuando vivió hambriento de progreso: venenos como el petróleo, el combustible para la máquina, y la cocaína, para el ser humano. Es probable que el advenedizo XX no haya terminado, que siga vivo, que haya resucitado. Ha vuelto a comenzar y al siguiente no se le espera. Admitamos que su corrupción la portan nuestros genes. Inadmisible. Indignante. Imposible. Hemos cambiado la psique por el corazón. La estética por la moral. La libertad por la vigilancia. Estamos sanos. La actual prosperidad, amigable, nos hace más prudentes, delicados y aprensivos. Qué aflige al siglo XXI cuando nos encontramos apenas ante el vigésimo aniversario de la defunción del XX. Confrontémoslos: el siglo del capitalismo democrático contra el del neoliberalismo democrático. El de las mayorías contra el de las minorías. El de los orgullos contra el de las culpas. Siglos que podrían ser hermanos fratricidas o cómplices siameses. Toda teoría debe ser demostrada con evidencias; no las hemos concluido.
Volvamos al origen de todo: el cuerpo, lo que mejor conocemos y más réditos concede. Se aprende mucho del cadáver de un individuo. El cuaderno de bitácora de una vida tan valiosa y anónima como la nuestra, abierto a disposición del investigador. Ante nosotros el inerte siglo pasado. Hoy sabemos que nació y murió neurasténico; aquejado de bondad y maldad. La medicina no contempla la presencia de locuras o espíritus. Qué son estos pesares, entonces. Cuál de ellos se impuso. Dónde pudo guardarlos el cuerpo. Qué significan. Las palabras no son científicas; la condición humana, sí. Es muy pronto para obtener respuestas. Curémonos en salud.
Curar también significa perdonar. Es demasiado tarde para curar al siglo XX; perdonémoslo. Perdonémonos por ser lo que somos, por lo que seremos el siglo que viene.
por Daniel Marín