Gente que practica ciencia desde la arrogancia hay, ya lo creo; incluso en según qué disciplinas o instituciones abundan. Personas de teoría única que acertaron una vez en algo importante y desde entonces mantienen su hipótesis favorita como única aceptable; científicos que sólo se relacionan con discípulos de su secta, que rechazan a quien tiene ideas diferentes, que son incapaces de imaginar que sus ideas puedan ser insuficientes o mucho menos erróneas. Abundan los jefes de laboratorio, directores de centro, catedráticos eminentes, editores de revistas u organizadores de congresos que en cualquier disciplina, de cualquier sexo (aunque más a menudo, ay, varones), con variado acierto y casi siempre con temibles consecuencias practicas la ciencia desde la más absoluta arrogancia intelectual y a menudo social. Todos los que practica ciencia los conocen o los sufren, tratando siempre de sobrevivirlos.
Porque un científico arrogante, especialmente cuando esa arrogancia se manifiesta en su producción intelectual, es un mal científico. No porque su trato sea muy desagradable, que lo es; no porque suponga un obstáculo al avance del conocimiento al dificultar la adopción de nuevas ideas, que lo hace; sino porque su ciencia es mala por definición.
La buena ciencia sólo puede ser humilde, porque errar es humano y porque al universo le importan poco nuestros sentimientos y aunque no hace trampas para engañarnos tampoco nos pone las cosa fáciles: comprender como funciona es complicado y está lleno de trampas. Malinterpretar, crear hipótesis bellas (pero erradas), teorizar en ausencia de datos o con datos equivocados o desconocer factores relevantes son certezas con las que tenemos que lidiar a la hora de establecer nuestras hipótesis y explicaciones. Y cuando esas hipótesis bellas pero erróneas se enfrentan a la comparación con el cosmos real éste es inmisericorde, y las tumba sin remedio.
Cuando esto ocurre podemos refugiarnos en la ceguera desde la arrogancia: ese factor no es relevante porque YO no lo considero así, porque MI experimento no lo tiene en cuenta, porque NUESTRA hipótesis no lo incluye. Al hacer esto estamos intentando imponer nuestras formas de pensar y nuestros límites al universo, forzando sobre el funcionamiento de cosmos nuestra interpretación limitada. Si tenemos bastante poder terrenal conseguiremos que esto funcione, durante un tiempo; si controlamos las carreras de los científicos que vienen después mediante tribunales o consejos editoriales de revistas, si somos determinantes al escribir los libros de texto, si empujamos y apartamos a las voces discrepantes e impedimos que se les escuche. Con arrogancia y poder es posible mentir a todo el mundo, durante algún tiempo.
Pero no hay arrogancia capaz de forzar la mano del universo, así que a la larga todos nuestros esfuerzos serán en vano. Quizá tengamos una larga y poderosa carrera, quizá incluso muramos pensando que lo hemos logrado, pero tarde o temprano (y será temprano) la realidad se impondrá y nuestras teorías e hipótesis pasarán al basurero de la historia. No será siquiera recicladas como parte de teorías mejores, como ocurre con los avances correctos pero siempre (ay) insuficientes, sino que serán descartadas y quedarán como notas a pie de página en la historia de la ciencia, asociando para siempre nuestro nombre con el fracaso.
Los mejores científicos son humildes, no por vocación propia, sino por experiencia duramente ganada. Por errores cometidos, hipótesis rechazadas, experimentos fallidos, dificultades no superadas; por meteduras de pata risibles, confusiones involuntarias, complejidades experimentales o de campo no tenidas en cuenta. Es cierto que la naturaleza no nos miente de modo malicioso, pero a veces puede ser puñeteramente sutil y esconder fuentes de error en los rincones más inverosímiles; uno puede estar al borde del Nobel y descubrir de repente que sus datos están contaminados y no dicen lo que uno pensaba que decían, perdiendo cualquier posibilidad de alcanzar la gloria.
Y eso duele, pero sólo se convierte en una catástrofe si se le suma una buena dosis de arrogancia. En presencia de humildad el error se desarrolla y se acaba convirtiendo en el germen de nuevas ideas, nuevas hipótesis, nuevos avances. Por eso los buenos practicantes de ciencia comparten como rasgo común la humildad intelectual; no porque eso les haga mejores personas o les convierta en practicantes de la filosofía Zen, sino porque eso les hace mejores científicos. Ante el maravilloso, complejo y sutil universo que hay ahí fuera pensar que una mente humana pueda contener toda la verdad no sólo es arrogante: es estúpido. La humildad, pues, es una virtud científica, porque nos ayuda a entender mejor.
Sobre el autor: José Cervera (@Retiario) es periodista especializado en ciencia y tecnología y da clases de periodismo digital.
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