“Me encanta cómo el sistema encuentra un lugar para todos, incluso para sus enemigos”.
Desconfíe cuando un abonado del Teatro Real le ceda su pase. Este acto de generosidad raramente se produce cuando están en cartel La Traviata o La Bohème. A mí me lo dejaron unos amigos de mis padres para no desaprovechar las butacas con motivo de la visita a Madrid de un pianista cuyo nombre no voy a mencionar, no por pudor, sino porque no me acuerdo. Una de las piezas del recital se titulaba Banda sonora para una película (creo). El hombre pulsaba una tecla y hacía una pausa, pero no una pausa breve, sino de un minuto o así. A continuación pulsaba otra tecla (o la misma) y hacía otra pausa, que duraba unos segundos menos. Esta secuencia nota/silencio iba repitiéndose, pero acortando cada vez las pausas, hasta que desembocaba en un prestissimo con fuoco que en mis oídos sonó como si un niño enrabietado aporreara el piano.
Cuando el intérprete se levantó de la banqueta y se giró para recibir el veredicto del auditorio, hubo división de opiniones. El gallinero, donde se arracimaba un grupo de barbudos, prorrumpió en una estruendosa ovación. “¡Bravó, bravó!”, aullaban haciendo énfasis en la o final. Pero en el patio de butacas un caballero impecablemente trajeado lo increpaba puño en alto: “¡Sinvergüenza! ¡Canalla!”, mientras su mujer le tiraba discretamente de la bocamanga.
Yo apenas tenía 15 años y aquel fue mi primer contacto con el arte contemporáneo. Desde que en 1896 se estrenara Ubú Rey, no es infrecuente que estos montajes acaben a bofetada limpia. Antes existía un consenso sobre lo que hacía valiosa una representación, una sinfonía o una pintura: destreza técnica, composición, temática… Ya no. Apollinaire declara en su Manifiesto cubista: “El tema ya no cuenta”, Marinetti proclama que “un automóvil rugiente es más bello que la Victoria de Samotracia” y Kandinsky incluso niega que un cuadro tenga que ser comprensible: igual que la música, debe suscitar en el espectador una reacción fisiológica, golpear directamente su alma provocando en ella vibraciones, como los macillos en las cuerdas de un piano.
Esta revolución culminó el día en que Marcel Duchamp envió el famoso urinario a la muestra organizada por la Sociedad de Artistas Independientes de Nueva York. Su propósito era burlarse de la mercantilización del arte, que como bien señalaban los constructivistas, se había vuelto “burgués” y “elitista”, o sea, deleznable. ¿Por qué era superior un paisaje de Vermeer a una lata de sopa o un botellín de Coca-Cola? Había que reivindicar la belleza del pueblo. Del mismo modo que los impresionistas nos habían enseñado a apreciar las puestas de sol, Malévich y el movimiento pop nos iban a desvelar el encanto oculto en los objetos cotidianos, a los que hasta entonces apenas habíamos prestado atención.
Debo confesar que simpatizo con este planteamiento, pero la paradoja es que las ocurrencias de Duchamp han terminado subastándose por cifras fabulosas. “El Dadá fracasó”, sentencia Will Gompertz. “Los últimos 25 años han sido extraordinarios. Nunca antes se había producido ni vendido tanto arte contemporáneo”. Los jóvenes contestatarios vivieron unos instantes iniciales de desconcierto, pero hay que decir que supieron adaptarse rápidamente al éxito y hoy exhiben un cinismo descarnado y consideran como Warhol que “un buen negocio es la mejor forma de arte”.
El capitalismo siempre devora a sus críticos. La efigie del Che se ha convertido en una pujante industria, la comunidad hippy de California es una atracción turística y Banksy no sabe qué hacer con el dinero y se dedica a regalarlo. Muchos insultan al grafitero, como hacía el caballero del Teatro Real con el pianista, pero cuanto más gritan, más sube su cotización. “Me encanta”, se ríe Banksy, “cómo [el sistema] encuentra un lugar para todos, incluso para sus enemigos”.
Por Miguel Ors Villarejo (el justo miedo) Imagen: Toulouse Lautrec