Violeta y Galileo: Amor en el barrio chino (Acto II). Al día siguiente, envuelto en un edredón solitario, Galileo se desperezaba con los pelitos de sí mismo pegados al ombligo. El olor de su propia intimidad le recordó la necesidad de ducharse en forma de lluvia y entre haceres y quehaceres asépticos decidió que debía ser puntual si quería que le atendiesen sin cita previa.
En la Plaza de la Quartera, justo a las diez de la mañana, entraba sin hacer ruido en la peluquería Onda 10 y se interesaba por la posibilidad de teñirse el pelo en armonía con su estado de felicidad.
El espacio era cómodo, funcional y fusionaba las tendencias más actuales con la parte más elegante de un vintage sofisticado. Se dejó hacer, se dejó lavar, se dejó tintar, se dejó llevar por el deseo de cambiar y se dejó llevar por la fantasía de un ramo de Violetas que se le aparecían mientras le masajeaban las sienes, como la virgen.
Paseando su nueva imagen se encontraba a sí mismo en cada vuelta de esquina, sin ráfagas de aire y con el estómago vacío por culpa de las prisas quietas.
En la Calle Hostals reconoció a Violeta saliendo de Carnivale Tattoo, un estudio de coleccionista que acoge a artistas de todo el mundo, y para evitar que ella se sintiese seguida y perseguida, Galileo entró sin saber cuánto tiempo habría estado ella, se petrificó con el ímpetu de los adolescentes y soltó inmediatamente una réplica de los buenos días y un quiero tatuarme una golondrina en el pecho, a la izquierda, en el corazón y con reflejos violetas. Lo escogió sin mirar porque lo importante era tatuarse.
Me recuerdas a mi primera vez y esa es precisamente la parte romántica del tatuaje, le comentaron con voz firme y decidida. Envuelto en papel celofán y con el color de las arterias en su cabello, Galileo florecía sonámbulo por las calles, siguiendo el ritmo de sus latidos y el olor de la carne bien hecha.
Se detuvo delante de La Cuadra del Maño y entró inmediatamente por la Calle de la Galera gracias a la autenticidad de una voz profunda y una atmósfera agradable que le deshacía el paladar
Soñó con Violeta y decidió al instante unos montaditos y unos criollos que se los ofrecieron con unas patatas que le devolvían a la realidad y con unos tomates dulces y carnosos que le llevaron otra vez al recuerdo.
Sus entrañas a la parrilla eran como comerla desde dentro, en su puntito y punto, vuelta y vuelta. Se despidió por la Calle Miracle ausentándose para hacer la digestión y creyendo en los milagros. Galileo se amparaba en los crepúsculos de un barrio donde las alcantarillas también eran bellas y los sonidos mudos se orquestaban entre historias de miles de años de historia que volaban como el polen, el polvo de la vida.
Giró a la derecha y siguió recto, volvió a girar hacia el mismo lado y siguió otra vez recto, y giró sobre sí mismo, y jugó entre piedras húmedas y tropezó con el reflejo de Violeta en los cristales de Ca La Seu, en la Calle Cordería.
Un bar con una luz que entrelazaba el atardecer con el amanecer entre cuerdas y cestas antiguas para flirtear con la historia y con ella. Había Infinidad de mesas presididas por ostras fines de claire que se servían con unas tostaditas de mantequilla y una salsa de chalotas, con vinagre aparte.
El gentío permitió a Galileo apoltronarse en la barra justo al lado de Violeta, se sonrieron entre copas de cava y se presentaron cambiando sensiblemente sus maneras de comer esas delicias de Marennes-Oleron.
Al darse cuenta de que comenzaba a llover decidieron salir juntos, apretándose entre ellos para esquivar las gotas de agua, sin conseguirlo, y riéndose como dos chiquillos a punto de hacer travesuras.
El aguacero les llevó a la carrera hasta el que debería ser el Ayuntamiento, el MoltaBarra, un lugar en el que no había clichés excluyentes y donde se compartían experiencias, recuerdos y reflexiones alrededor del infinito.
Se hipnotizaron entre miles de objetos que desprendían los olores del Universo y se extasiaron entre molta birra, patatas bravísimas y unos juevos rotos que les entregó a un beso prolongado en el tiempo, rodeado de carácter, carisma y ternura.
Galileo sintió en su pecho los pezones mojados de Violeta y al momento se intensificaron al ritmo que marcaban sus propios cuerpos. Se acariciaron hasta perder la verticalidad, rodeados de surtidores de gasolina, libros, trompetas y saxofones. Se amaron entre paredes martianas y marcianas, follándose…
CONTINUARÁ …
Violeta y Galileo: Amor en el barrio chino (Acto II). Por Carlos Penas
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