LA INCERTIDUMBRE DE NUESTRA REALIDAD NOS MANTIENE PARALIZADOS, PERO PODEMOS RETOMAR EL CONTROL DE NUESTRAS ACCIONES CAMBIANDO NUESTRO PUNTO DE VISTA SOBRE EL MUNDO
Vivimos tiempos inciertos. La irrupción de problemáticas complejas como el cambio climático, la flagrante desigualdad de riqueza global o el dominio que las industrias alimentaria y de entretenimiento tienen sobre nuestro estilo de vida han hecho que nos cuestionemos el poder real que tenemos para provocar un cambio en beneficio de los afectados, es decir, la gran mayoría. Frecuentemente, tales reflexiones nos dejan un amargo sabor de impotencia e indefensión ante fuerzas que parecen inamovibles y consecuencias que parecen inevitables. Este es el caldo de cultivo de donde surgen la apatía y la desesperanza.
La luz que nos puede guiar a través de nuestras penumbras existenciales es la esperanza, según propone la autora estadunidense Rebecca Solnit en su libro Esperanza en la oscuridad (Hope in the Dark: Untold Histories, Wild Possibilities). Escrito originalmente en el 2003, justo después del inicio de la guerra estadunidense en Irak, en el prólogo a la nueva edición Solnit entiende que:
ha pasado bastante tiempo, pero la desesperanza, el derrotismo, el cinismo y la amnesia, junto con los prejuicios de donde éstos surgen, no han desaparecido, a pesar de que han ocurrido acontecimientos realmente inimaginables e insospechados. Representantes progresistas, populistas y comunitarios han obtenido diversas victorias. […] Vivimos en un tiempo extraordinario rico en movimientos vitales y reformadores que no fueron anticipados. También vivimos en una pesadilla desoladora. Una sincera confrontación requiere que percibamos ambas caras.
Al evaluar ambos matices de la realidad Solnit despoja a la esperanza de la ingenuidad que generalmente le atribuimos, pues para ella:
la esperanza no significa negar estas realidades sino enfrentarlas y abordarlas al mismo tiempo que recordamos todo lo demás que el siglo XXI ha traído, incluyendo los movimientos, héroes y cambios en la conciencia colectiva. […] La esperanza no es la creencia de que todo estuvo, está o estará bien. La evidencia de la tremenda destrucción y sufrimiento está por todas partes. La esperanza que me interesa […] es aquella que nos invita o nos exige que tomemos acción.
Una esperanza que fundamenta sus acciones en la necesidad de combatir las certezas y los dogmas tanto de pesimistas como de optimistas, quienes consideran inútil nuestra influencia sobre el estado actual del mundo. En esta noción de esperanza, la incertidumbre está inevitablemente ligada al cambio:
La esperanza radica en las premisas de que no sabemos qué sucederá y que la incertidumbre favorece un amplio rango de acciones. Dentro de la incertidumbre es posible que uno solo, o en acuerdo con muchos otros, sea capaz de influir en los resultados. La esperanza es aceptar lo desconocido y lo incognoscible […] Es la creencia de que nuestras acciones son importantes, aunque cómo y cuándo importen y a quién o qué impactarán no son cosas que podemos saber de antemano. De hecho, incluso podemos no saberlo posteriormente, pero de cualquier forma tienen peso y la Historia está llena de gente cuya influencia fue más poderosa después de desaparecer.
Por lo tanto, no podemos esperar que las repercusiones de nuestras acciones sean inmediatas, ilusión de la cual los medios de consumo masivo quieren convencer al consumidor. Si algo nos enseña la historia del desarrollo científico y humanista es que el progreso es una acumulación paulatina de acciones y consecuencias durante un considerable período de tiempo, como Solnit nos recuerda sobre la lucha por el derecho de las mujeres al voto, que duró 7 décadas:
Durante algún tiempo a la gente le gustaba anunciar que el feminismo había fallado, como si el proyecto de revisión de arreglos sociales milenarios debiera lograr la victoria definitiva en unas cuantas décadas. El feminismo apenas comienza y sus manifestaciones son importantes en los pueblos rurales del Himalaya, no sólo en las ciudades de primer mundo.
Las revoluciones y sus transformaciones, argumenta Solnit, “generalmente se consideran espontáneas, pero sus fundamentos son la organización y trabajo práctico a largo plazo”.
Sin embargo, una vez alcanzado el cambio debemos ser cuidadosos con el éxito pues puede empujarnos a la complacencia y la pasividad, pero al mismo tiempo es vital reconocer que cada victoria “es una marca del camino recorrido, la evidencia de que a veces tenemos éxito y un estímulo para seguir luchando y no detenerse”. El reconocimiento de que la victoria es posible impedirá que “la gente se rinda y se vaya a casa o nunca se una a la lucha”. Al igual que un recién nacido, no podemos “abandonar nuestras victorias en un estado tan delicado, cuando aún necesitan apoyo y protección… antes de que se consoliden en el estatus cultural”.
La falta de perspectiva sobre los complejos procesos de transformación de nuestro mundo y la sensación de inmediatez que nos dan los medios modernos nos aíslan artificialmente de nuestro sentido histórico y provocan una especie de amnesia cultural que, al no reconocer las victorias obtenidas, nos convence de la inutilidad de nuestras acciones. Solnit misma reconoce que “las cosas no siempre cambian para bien, pero cambian y podemos participar en ese cambio si actuamos. Aquí es donde entra en acción la esperanza y la memoria, la memoria colectiva que denominamos Historia”.
La autora nos advierte una vez más que “la esperanza sólo es el comienzo; no es un sustituto de la acción, sólo su fundamento” y, no obstante, es esencial encontrar maneras de celebrar, de entonar “letanías, rosarios, sutras, mantras, cantos de guerra para nuestras victorias”. Al fin y al cabo, la esperanza puede ser la antorcha que ilumine la incertidumbre de nuestro futuro.