De todas las herramientas que la especie humana ha desarrollado para su supervivencia, quizá ninguna tan fundamental como la comunicación. Sin la posibilidad de comunicarnos, de hablar entre nosotros, de transmitirnos mensajes (incluso de una generación a otra, de un lugar a otro, incluso entre personas que no hablan el mismo idioma), nuestro destino colectivo sería totalmente distinto.
De ahí, para muchos, la contradicción paradójica que en nuestra época parece enfrentar la comunicación mutua. A pesar de que en los últimos años la tecnología de la información y las comunicaciones tuvo una evolución sorprendente, desde cierta perspectiva pareciera que se ha perdido la capacidad de escuchar. Los canales de los que muchas personas disponen actualmente favorecen la emisión de mensajes, pero no siempre su recepción o su codificación clara, como si existiera cierta deficiencia para poder entender lo que nos dice el otro.
Habrá quien explique esta situación por el narcisismo que, según se dice, impera en nuestros días. Otros pensarán que se debe al modelo económico y social en que vivimos, en donde se privilegia la competencia, el individualismo y el afán de ganancia –todo lo cual conduce inevitablemente al aislamiento. Algunos más podrán esbozar otras hipótesis.
Y aunque las explicaciones pueden ser necesarias, no menos importante es el recordatorio de por qué es tan vital saber escuchar al otro: porque nuestra única posibilidad de sobrevivir ha sido siempre vivir en comunidad. Nuestras mejores oportunidades surgen cuando pensamos y actuamos colectivamente.
A propósito de este principio, compartimos en esta ocasión un fragmento del ensayo “Hablar es escuchar” (“Telling Is Listening”) de la escritora de ciencia ficción Ursula K. Le Guin. Se trata, grosso modo, de una reflexión sobre el efecto que escuchar realmente a los otros genera sobre la realidad, llevándonos a tejer lazos más fuertes y más sinceros entre los unos y los otros. Veamos.
[Cuando] dos personas hablan, forman una comunidad. También es posible formar comunidades de muchas personas, a través del envío y recepción de bits de nosotros mismos y los demás, ida y vuelta, continuamente; en otras palabras, a través de hablar y escuchar. Hablar y escuchar son, en última instancia, lo mismo.
El discurso nos conecta de manera inmediata y vital porque, de inicio, es un proceso físico, corporal. No mental ni espiritual, o lo que sea en que termine.
Si se montan dos péndulos en cada uno de los lados de una misma pared, gradualmente comenzarán a oscilar juntos. Se sincronizan entre sí porque cada uno recoge las pequeñas vibraciones que emite el otro a través de la pared.
Cualquier par de objetos que oscilan en aproximadamente el mismo intervalo, si están físicamente cerca uno del otro, tienden poco a poco a pulsar exactamente en el mismo intervalo. Los objetos son perezosos. Se necesita menos energía para el pulso cooperativo que para el pulso en oposición. Los físicos llaman a esta hermosa fase la pereza económica de bloqueo o de arrastre.
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Al igual que los péndulos, aunque a través de procesos mucho más complejos, dos personas juntas pueden llegar mutuamente a la fase de sincronización. Una relación humana exitosa implica ese “arrastre” –es decir, entrar en sincronía. Cuando no es así, la relación es incómoda o desastrosa.
Pensemos en acciones deliberadamente sincronizadas como cantar, remar, marchar, bailar, tocar música; consideremos los ritmos sexuales (el cortejo y los juegos previos son dispositivos para entrar en sincronía). Tomemos en cuenta cómo el bebé y la madre están relacionados: la leche viene antes de que el bebé llore. Consideremos el hecho de que las mujeres que viven juntas tienden a coincidir en el mismo ciclo menstrual. Nos sincronizamos unos a otros todo el tiempo.
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Escuchar no es una reacción, es una conexión. Al escuchar una conversación o una historia, más que responder a ésta, nos unimos: nos convertimos en parte de la acción.
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Esta es la razón por la que cual expresarse es magia. Las palabras tienen poder. Los nombres tienen poder. Las palabras son eventos, generan cosas, cambian cosas. Transforman tanto al hablante como al oyente; alimentan la energía de uno y otro y la amplifican. Alimentan el entendimiento de uno y otro y lo amplifican.
Para glosar las palabras de Ursula K. Le Guin, podríamos agregar esta propuesta. Siempre que hables con alguien, pregúntate: ¿realmente lo estás entendiendo? ¿Te das cuenta de por qué dice lo que dice? ¿Lo escuchas desde tus ideas y prejuicios o intentas darle un lugar a sus propias palabras? Escuchar es, en buena medida, un ejercicio de compasión, de entender que el otro está librando sus propias batallas.
Si perdemos la capacidad de escuchar, perdemos la oportunidad de construir conscientemente la realidad en que vivimos.
Vía: Pijamasurf // Imágenes: Marion Fayolle