Como el tiempo perdido: “Hallelujah”. Calma de Mar, así se llama el pueblo al que me fui a vivir. Una pequeña pedanía al norte del Mediterráneo. Ubicada en la roca, casi dentro del mar. Con cero turismo por no tener nada que ver. Y con cero juventud por no tener nada que mirar.
Sus mayores viven ajenos al resto, cuidando algunos pocos huertos. Soy coaching personal, pero ahora y por fin lo soy online. Mi sueño acaba de empezar. Puedo trabajar desde casa y aprovechar este sosiego para estudiar en profundidad y con más lucidez todos los casos.
Y por qué no, empezar a cuidarme también. Lejos de la ciudad, allí donde las almas se amontonan como ceros y unos en una cola infinita de gente, casi mendigando amor. Donde el humo campa a sus anchas y los restaurantes y comercios venden alegremente su mercancía en serie. Aquí no hay eso, porque no hay nada. Ni carteles luminosos, ni ofertas de color rosa. Solo su arañazo en la pierna, el meneo de su coleta, el chirriar de la bici que la lleva y la trae.
Vive en el ático de enfrente, a unos 200 metros aéreos del mío. A veces me dan ganas de tirar una cuerda de terraza a terraza y empezar a practicar el funambulismo. Hablo de la chica del súper, la Superwoman, como yo le llamo. Todo esto me distrae de mi tarea diaria de coaching.
Responder mails y planificar la vida de otros tantos que han perdido la fe o sus inseguridades les han traicionado aún siendo cerebros y corazones francamente brillantes. Después de las ocho salgo a correr y subo hasta el faro. Blanco de cal y repleto de macetas.
Es como un santuario, siempre impoluto, siempre solitario. Allí donde huele a primavera, me quedo mirando la línea del horizonte, y veo los barcos y los globos. Pienso en todo lo que he dejado atrás. Un vago amor. La catedral que construí para nadie. Y los domingos en familia. Después despierto y me digo, no es tiempo para lamentaciones, y sí para mí.
Aquella tarde el sol buscaba la sombra y los barcos y globos la quietud. Se escuchaba el mar rumiante y la brisa quemaba. Yo, en pantalón corto y el portátil ahí, ardiendo. No pasaba nada más que lo que cuento. De repente, me fijo, es ella, haciendo fotos a los gatos de su terraza.
Ensimismado contemplo la escena con los codos clavados en la mesa y sujetando mi barbilla con las manos. Y me doy cuenta de que mi rutina, mi pasado, mi futuro y el mundo no importan. He llegado hasta aquí por algo. Para que este cielo caliente me acoja y ese mar se haga escuchar.
Y que al mirar mis pies descalzos recuerde lo vivo que estoy. Que cada latido cuente como una vida entera. La escena con gatos es tan vibrante que necesito pertenecer a ella. Entrar, y de alguna forma conseguir que Superwoman se fije en mí de una vez. No puedo seguir siendo un online, necesito contacto real, físico.
Sin pensarlo y antes de que desaparezca saco unos viejos altavoces a la terraza y busco esa canción que alguien me mostró una vez y nunca olvido. ¿Cómo se llama? ¿De quién era? Ah sí, la encontré. Hallelujah de Jeff Buckley. Doy al play y subo poco a poco el volumen.
Venga, mira hacia aquí. Gírate Superwoman, por favor, estoy enfrente tuyo. Mágicamente la música inunda el espacio, como transformada en distorsionadas ondas de gasóleo, que al fin me dejan entrever como se gira buscando el origen de tan bendita melodía. Seguro que la conoce, o no, no sé. Da igual, me ha visto. Me sonríe y alza su mano para saludarme, sujetando con la otra su sombrero de paja.
“Hallelujah”. Como el tiempo perdido por Roberson Rey.