Bruce Gilden siempre se ha sentido muy atraído por el comportamiento de los seres humanos en la sociedad, lo que le llevó a estudiar Sociología en la Universidad Estatal de Pensilvania. Sin embargo, no fue este motivo el que le hizo salir a la calle para retratar el alma de personas anónimas a través de la fotografía. El hecho desencadenante fue la visualización en el año 1968 de “Blow-up”, película de Michelangelo Antonioni que está inspirada en la vida del fotógrafo Sergio Larraín.
Compró entonces su primera cámara y se apuntó a la Escuela de Artes Visuales de Nueva York, donde comenzó a asistir a clases nocturnas. Mientras su carrera profesional despegaba, se ganaba la vida trabajando como taxista en su ciudad natal. Armado con una Leica M6 con lente 21mm y un flash de mano, emprendió su primer gran proyecto, que reflejaba con una autenticidad que roza lo tosco la vida veraniega de Coney Island.
Treinta años más tarde se convirtió en miembro de la Agencia Magnum, adquiriendo el pleno derecho en 2002. Desde entonces ha recorrido distintas ciudades fotografiando especialmente “a los de abajo”, como suele decir él. Prostitutas, delincuentes y vagabundos se mezclan con gente corriente en sus fotografías.
Se define a sí mismo como “fotógrafo callejero”, con un estilo que le aleja de otros profesionales que también han dedicado su trayectoria al street photography. Y es que Bruce Gilden no quiere pasar desapercibido entre la muchedumbre, prefiere ver y ser visto, que los protagonistas de sus imágenes sean conscientes de que están siendo fotografiados. Le gusta acercarse lo suficiente como para poder mirar a las personas directamente a los ojos.
Simplemente se coloca y pulsa el disparador a escasos centímetros de la persona que en ese momento pase por delante y le haya llamado lo suficiente la atención. Si bien muchos tildan su técnica de molesta e intimidadora, lo cierto es que logra captar la esencia de cada persona con una profundidad brutal. En ocasiones su atrevimiento le ha provocado algún enfrentamiento, pero como el propio Bruce Gilden explica: “Confío mucho en mi instinto. Esto no significa que a veces me equivoque, pero generalmente cuando te sientes cómodo la gente lo nota”.
En el año 1984 viajó por primera vez a Haití para documentar las tradiciones de sus habitantes. Sintió una química inmediata hacia esa tierra caribeña, lo primero que pensó al llegar fue cómo había podido vivir tanto tiempo sin conocer un lugar así. Hasta la actualidad ha regresado nada menos que en veintidós ocasiones, inmortalizando momentos tan duros como los que le sucedieron al terremoto que destruyó un país que es en la actualidad el segundo más pobre del mundo.
Uno de sus trabajos más arriesgados lo llevó a cabo en Japón. En Go podemos encontrar la vida en los suburbios de ciudades como Tokio y Osaka. El fotógrafo además se interna en la boca del lobo al fotografiar a los Yakuza, la mafia japonesa considerada el mayor grupo de crimen organizado en activo.
Faces recoge sin duda sus fotografías más grotescas. A lo largo de dos años viajó por Norteamérica, Colombia y Reino Unido para fotografiar a las personas ignoradas por la sociedad. La obra se compone de un total de cincuenta y dos retratos de sujetos marginados a los que divide en tres categorías; aquellos que fotografió con el único objetivo de “romper el hielo” en el lugar, los que le suponían un reto especial y los que sintió la necesidad irresistible de incluir en el proyecto.
Su estilo en cierta manera agresivo e inconfundible provoca que, o bien sientas una increíble admiración por su trabajo, o bien un rechazo inmediato. Podemos decir que Bruce Gilden es un fotógrafo incomprendido pero, ¿no lo han sido también los mejores artistas?
Para ver su obra tendrás que viajar hasta el MoMa de Nueva York o la National Gallery de Canadá, por lo que si estás interesado en la vida de este excéntrico fotógrafo te recomendamos el documental “Misery loves company: The life and death of Bruce Gilden” ¡Esperemos que lo disfrutes!
Por Esther de Vicente para http://culturafotografica.es
ENG: Bruce Gilden’s mugshots are exactly that: the result of being mugged by his camera. He once described the way he photographs as “flash in one hand and jumping at people”. On YouTube, you can see him on the streets of New York, striding purposefully through the crowds and suddenly thrusting his camera into the faces of unsuspecting subjects.
It’s a very old-school New York style of photography: tough, confrontational, literally in-your-face and, after 40 years of doing it, he is a master of sorts. You love his photographs or you hate them. He probably doesn’t give a damn either way.
My favourite book by Gilden is Coney Island, one of his first projects, in which he photographed sunbathers, barkers and visitors at the crowded resort. In the photos, eccentricity and ordinariness exist side by side, accentuated by his eye for the grotesque. There is a humanity to these early images, even if they often elevate the eccentric over the everyday.
“My style evolved because I liked being among the common man,” he once said. “I like characters. I always have. When I was five, I liked the ugliest wrestler, so it was easy for me to pick what I wanted to photograph.”
Gilden’s new book is called Face. Even by his standards, it’s extreme. Here, the street is not visible at all. The frames are entirely filled by unforgiving portraits of people who have been battered and bruised by life itself: by being poor, disenfranchised and, in some instances, by a retreat into alcoholism or addiction. And, unusually, he gained permission from all his subjects.
Face is problematic however you look at it: a catalogue of human grotesques that, asserts Chris Klatell in a short essay in the book, is both “a political gesture”, to acknowledge the disenfranchised, and a sustained self-portrait.
“Here are Bruce Gilden’s people, his family,” writes Klatell. “He shares their teeth, their stubble, their scrapes, their blemishes, their fear of death. In the women’s scowls, in their sternly ambiguous glance, he sees his own mother’s face before she killed herself.”
For all that, Face remains a relentless – and relentlessly cruel – cataloguing of the kind of ugliness to which Gilden was drawn when he watched wrestling bouts as a child. Here, the blemishes, bad teeth, the stubble and the scrapes – as well as the pimples, wounds, wrinkles, and bulbous veined noses – are rendered even more extreme by the closeness of the camera and the unremitting light of the flash.
Gilden may be shoving these broken faces in our faces to confront us with what we usually choose to look away from. But his style seems to work against any intention to humanise his subjects. First and foremost, I feel uncomfortable as a viewer – not because of the poverty or abuse etched on to the landscapes of these faces, but because their perceived ugliness is paraded as a kind of latter-day freak show.
Klatell also asserts that Face is “Gilden’s Facebook”, a retort to the “posed, mechanically lit idiom of social media”. In that context, Face becomes “a counter network, a shadow network, a network of portraits one never sees on Facebook”. But given the casual cruelty of the internet age, the portraits could be endlessly disseminated across social media, decontextualised even further and no doubt mocked.
That, of course, is Gilden’s fault. But whatever his intentions, we are complicit, as viewers – and consumers – of his images. It seems ironic that, having gained permission from his subjects, his results are somehow even more intrusive and, at times, demeaning. Face is undeniably powerful, but the chasm between Gilden’s goal and the end result seems vast. (By Sean O’Hagan)