«Entre todas las formas de organización social que nos presenta la historia son muy raras las que aparecen como verdaderamente limpias de opresión; estás además, son bastante mal conocidas. Corresponden todas a un nivel extremadamente bajo de producción, tan bajo que la división del trabajo, excepto entre los sexos, es casi desconocida y cada familia apenas produce algo más de lo que necesita consumir. Es bastante claro que semejante condición material excluye forzosamente la opresión, ya que cada hombre, obligado a alimentarse por sí mismo, está continuamente en lucha con la naturaleza exterior; en este nivel, la misma guerra es una guerra de pillaje y exterminación, no de conquista, porque faltan los medios para asegurar esta y sacar partido de ella. Lo sorprendente no es que la opresión solo aparezca a partir de formas más elevadas de economía, sino que las acompañe siempre, esto es, que entre una economía completamente primitiva y las formas económicas más desarrolladas no hay solo una diferencia de grado, sino también de naturaleza. En efecto, si, desde el punto de vista del consumo, solo se da un paso a un poco más de bienestar, la producción, que es el factor decisivo, se transforma en su misma esencia. A primera vista esta transformación consiste en una progresiva liberación respecto a la naturaleza. En las formas totalmente primitivas de producción (caza, pesca, recolección) el esfuerzo humano aparece como simple reacción a la presión inexorable que la naturaleza ejerce continuamente sobre el hombre, y ello de dos maneras: en primer lugar, se realiza, prácticamente, bajo la coacción inmediata, bajo el aguijón continuamente experimentado de las necesidades naturales; como consecuencia indirecta, la acción parece recibir su forma de la naturaleza misma, a causa del importante papel que aquí juegan una intuición análoga al instinto animal y la paciente observación de los fenómenos naturales más frecuentes, y a causa, también, de la indefinida repetición de procedimientos que a menudo han tenido éxito, sin saber por qué, y se consideran acogidos por la naturaleza con particular favor. En esta fase, cada hombre es necesariamente libre respecto a los demás, porque está en contacto inmediato con las condiciones de su propia existencia y nada humano se interpone entre estas y él; en cambio, y en la misma medida, está estrechamente sometido al domino de la naturaleza, y lo muestra divinizándola. En las etapas superiores de la producción, la coacción de la naturaleza, ciertamente, continúa dándose, y siempre implacablemente, pero de forma, en apariencia, menos inmediata; parece volverse cada vez más generosa y dejar un margen creciente a la libre elección del hombre, a su facultad de iniciativa y de decisión. La acción no está ya continuamente ceñida a las exigencias de la naturaleza; se aprende a crear reservas, a largo plazo, para necesidades aún no experimentadas; los esfuerzos que no son susceptibles de una utilidad indirecta se hacen cada vez más numerosos; a la vez, se hace posible y necesaria la sistemática coordinación en el tiempo y en el espacio, incrementándose continuamente su importancia. En resumen, respecto a la naturaleza, el hombre parece pasar, por etapas, de la esclavitud a la dominación. Al mismo tiempo, la naturaleza pierde gradualmente su carácter divino y la divinidad asume, progresivamente, forma humana. Por desgracia, esta emancipación es solo una aduladora apariencia. En realidad, en estas etapas superiores, la acción humana continúa siendo, en general, pura obediencia al aguijón brutal de una necesidad inmediata, solo que, en adelante, en lugar de estar acosado por la naturaleza, el hombre está acosado por el hombre. Por lo demás, la presión de la naturaleza sigue haciéndose sentir, aunque indirectamente; porque la opresión se ejerce por la fuerza y, a fin de cuentas, toda fuerza brota de la naturaleza.
La noción de fuerza está lejos de ser simple y, sin embargo, es la primera que hay que elucidar para plantear los problemas sociales. Fuerza y opresión son dos cosas distintas; lo que hay que comprender, ante todo, es que no es el modo en el que se hace uso de una fuerza cualquiera lo que la hace opresora o no, sino su naturaleza misma. Esto lo percibió Marx claramente en lo que concierne al Estado; comprendió que esta máquina de triturar hombres no puede dejar de triturar mientras esté en funcionamiento, esté en las manos que esté. Pero esta visión tiene un alcance mucho más general. La opresión procede exclusivamente de condiciones objetivas, entre las cuales la primera es la existencia de privilegios: no son las leyes o los decretos de los hombre los que determinan los privilegios o los títulos de propiedad, es la naturaleza misma de las cosas. Ciertas circunstancias, que corresponden, sin duda, a etapas inevitables del desarrollo humano, hacen surgir fuerzas que se interponen entre el hombre común y sus propias condiciones de existencia, entre el esfuerzo y el fruto del esfuerzo, y que son, por su misma esencia, monopolio de algunos, por el hecho de que no pueden repartirse entre todos; desde entonces, estos privilegiados, aunque dependen para vivir del trabajo de otros, disponen de la suerte de aquellos de los que dependen y muere la igualdad. Es lo que sucede, ante todo, cuando los ritos religiosos con los que el hombre cree conciliarse con la naturaleza, al hacerse demasiado numerosos y complicados como para que todos los conozcan, se convierten en el secreto y, en consecuencia, en el monopolio de algunos sacerdotes; el sacerdote dispone entonces, aunque sea por una ficción, de todos los poderes de la naturaleza y manda en su nombre. Nada esencial ha cambiado cuando este monopolio ha pasado a estar constituido no ya por ritos, sino por procedimientos científicos, y los que lo detentan han pasado a llamarse, en lugar de sacerdotes, sabios y técnicos. Las armas también generan un privilegio desde el momento en que, por una parte, son lo suficientemente poderosas como para imposibilitar cualquier defensa de hombres desarmados contra hombres armados y, por otra, desde que su manejo se ha perfeccionado y se ha hecho, en consecuencia, lo bastante difícil como para exigir un largo aprendiza y una práctica continua. Desde entonces, por lo tanto, los trabajadores son incapaces de defenderse, mientras que los guerreros, si en encuentran en la imposibilidad de producir, siempre pueden apoderarse por las armas de los frutos del trabajo ajeno; los trabajadores están, están a merced de los guerreros y no a la inversa. Lo mismo sucede con el oro y, más en general, con la moneda desde que la división del trabajo se ha desarrollado tanto como para ningún trabajador pueda vivir de sus productos sin haber cambiado, al menos, una parte con los de otros; la organización de los intercambios se convierte, entonces, necesariamente, en el monopolio de algunos especialistas que, al tener la moneda en sus manos, pueden procurarse, para vivir los frutos del trabajo ajeno y privar a los productores de lo indispensable. En fin, din, dondequiera que, en la lucha contra los hombres o contra la naturaleza, los esfuerzos han de unirse y coordinarse para ser eficaces, la coordinación devine monopolio de algunos dirigentes, una vez alcanzado un cierto grado de complicación; la primera ley que poner en ejecución es, entonces, la obediencia; esta la situación tanto en la administración de asuntos públicos como en las empresas.
Puede haber otras fuentes de privilegios, pero estas son las principales; además, salvo la moneda, que aparece en un momento determinado de la historia, todos estos factores entran en juego bajo todos los regímenes opresores; lo que cambia es la manera en la que se distribuyen y se combinan, esto es, el grado de concentración del poder o, también, el carácter más o menos cerrado, y en consecuencia más o menos misterioso, de cada monopolio. Sin embargo, por sí mismos, los privilegios no bastan para determinar la opresión. La desigualdad podría ser fácilmente suavizada por la resistencia de los débiles y el espíritu de justicia de los fuertes; no haría surgir una necesidad, más brutal aún que la de las mismas necesidades naturales, si no interviniese otro factor, a saber, la lucha por el poder. Como Marx comprendió claramente respecto al capitalismo, y como algunos moralistas lo han percibido de forma más general, el poder encierra una especie de fatalidad que pesa tan implacablemente sobre los que mandan como sobre los que obedecen; es más, en la medida en que esclaviza a los primeros, por medio de ellos, aplasta a los segundos. (…) Conservar el poder es, para los poderosos, una necesidad vital, puesto que es su poder lo que les alimenta; pero tienen que conservarlo, simultáneamente, contra sus rivales y contra sus inferiores, lo cuales no pueden ni siquiera intentar desembarazarse de los amos peligrosos, porque, por un círculo vicioso, el amo es temible para el esclavo por el hecho mismo de temerlo, y recíprocamente; lo mismo sucede entre poderes rivales. (…)
En general, entre los seres humanos, las relaciones de dominación y sumisión, al no ser nunca plenamente aceptables, constituyen siempre un desequilibrio inevitable que se agrava continuamente; es así, incluso, en el ámbito de la vida privada, donde el amor, por ejemplo, destruye todo equilibrio desde que intenta esclavizar a su objeto o esclavizarse a él; pero ahí, al menos, nada exterior se opone a que la razón vuelva a ordenarlo todo, estableciendo la libertad y la igualdad, mientras que las relaciones sociales, en la medida en que los procedimientos mismos de trabajo y de combate excluyen la igualdad, parece que hacen pesar la locura sobre los hombres como una fatalidad exterior. Por el hecho de que no hay nunca poder, sino solamente carrera hacia el poder, y una carrera sin término, sin límite y sin medida, no hay tampoco límite ni medida a los esfuerzos que exige; los que se entregan a ella, obligados a hacer cada vez más que su rivales, que a su vez se esfuerzan en hacer más que ellos, deben sacrificar no solo la existencia de los esclavos sino la suya propia y la de sus seres más queridos. Es así como Agamenón, que inmoló a su hija, revive en los capitalistas que, para mantener sus privilegios, aceptan a la ligera guerras que pueden arrebatarles a sus propios hijos.
Así, la carrera por el poder esclaviza a todos, tanto a los poderosos como a los débiles. Marx lo vio bien en lo que concierne al régimen capitalista. Rosa Luxemburgo se quejaba de la apariencia de “carrusel en el aire” que presenta la descripción marxista de la acumulación capitalista, una descripción en la que el consumo aparece como un “mal necesario” que hay que reducir al mínimo, un simple medio para mantener vivos a los que se consagran como jefes o como obreros al fin supremo, que no es otro que la fabricación de maquinaria, es decir de medios de producción. Sin embargo, el profundo absurdo de de esta descripción es su profunda verdad; una verdad que desborda singularmente el marco del régimen capitalista. El único carácter propio de este régimen es que los instrumentos de la producción industrial son, al mismo tiempo, las principales armas en la carrera por el poder; pero los procedimientos de esta carrera, sean los que sean, someten siempre a los hombres con el mismo vértigo y se imponen a ellos como fines absolutos. (…)
Los poderosos, sean sacerdotes, jefes militares, reyes o capitalistas, creen dominar siempre en virtud de un derecho divino; los que están sometidos a ellos se sienten aplastados por un poder (puisance) que les parece divino o diabólico, pero, en todo caso, sobrenatural. Toda sociedad opresora está cimentada por esta religión del poder (pouvoir) que falsea todas las relaciones sociales, al permitir a los poderosos ordenar más allá de lo que pueden imponer; sucede igual en los momentos de efervescencia popular, momentos, al contrario, en los que todos, esclavos rebeldes y amos amenazados, olvidan hasta qué punto las cadenas de la opresión son pesadas y sólidas».
(Fuente: Análisis de la opresión, en Reflexiones sobre las causas de la libertad y de la opresión social, Simone Weil, Ed.Trotta)
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