Me consta que en alguna ocasión Antonio Ballester Moreno y Fernando García caminaron juntos desde Puerta de Atocha hacia el Cerro Almodóvar. Aquel lugar, otrora punto de encuentro entre las últimas viviendas del sureste de Madrid y «los magníficos campos plásticos y nutritivos de Vallecas», fuera rebautizado como Cerro Testigo por Alberto Sánchez y Benjamín Palencia en acto fundacional de la Escuela de Vallecas. Era cuestión de tiempo entonces que el lema «¡Vivan los campos libres de España!», lanzado por Alberto en uno de sus innumerables paseos a aquel lugar, volviese a escribirse en mayúsculas. Antonio Ballester Moreno (Madrid, 1977) acaba de inaugurar en La Casa Encendida un proyecto bajo este título, para el que ha partido de algunos de los textos y entrevistas de Alberto en torno a la reivindicación de un arte propio.
Lejos de entender la pintura como una técnica, Ballester Moreno reivindica en esta exposición su labor como decorador o hacedor de espacios y otorga al arte, como a todo lo demás, una función educativa que tiene como fin una paulatina vuelta a los orígenes. ¡Vivan los campos libres de España! ocupa las salas B y C en forma de dos grandes instalaciones en las que la idea de una naturaleza que se autorregula configura un esquema compositivo cíclico. El día y la noche como unidades mínimas y las estaciones del año como escenarios en los que constatar el paso del tiempo. Es en hechos como la lluvia, la caída de las hojas o la migración de las aves, convertidos ahora en formas esquemáticas, donde se certifica ese pasar y se mezclan el ejercicio pretendidamente ingenuo de sus primeras pinturas con la rotunda reducción de las figuras, el color y las ideas que ha mostrado en los últimos años.
El tiempo actúa sobre el medio natural de manera progresiva y circular, repitiendo día tras día y año tras año, los mismos procesos que nos seducen de un modo casi mágico. Frente a ello se hace inevitable recordar a Uxio Novoneyra frente a las enhiestas cumbres del Caurel: «Aquí se siente bien lo poco que es un hombre…». El campo es en ese sentido un espacio más instructivo a la hora de entender esa multiplicidad de tareas de la que esta exposición habla. Ballester Moreno reivindica un arte más cercano a las manos curtidas del campesino que a las hidratadas del oficinista. Las primeras extraen directamente a la tierra el sustento y como alegoría de esa procedencia, las setas de arcilla que ocupan el espacio central de una de las instalaciones, han sido realizadas durante diferentes talleres con niños y usando distintas tierras que aluden a la diversidad de sustratos propios de esos campos que reclama el título. Los campos libres son también una máxima libertaria, la reivindicación de una oportunidad perdida y la evidencia de que estamos ante un arte que es político no por su mensaje explícito, sino porque rinde tributo a quienes mejor conocen el medio: fauna, flora y campesinado.
Puede descubrirse en esta doble instalación un interés por negar el carácter autónomo del cuadro, entendiéndose éstos sólo en conjunto, como estandartes que configuran una escena que repite formas circulares o triangulares y reduce a planos de color los campos, las copas de los árboles o el vuelo de las bandadas de pájaros. Todo remite al sucederse de las estaciones, a la lluvia, la luna, las estrellas y el sol. Cada uno de los árboles, en un ejercicio casi infantil de reducción formal, supone un gran cartel que se eleva encajado contra el techo, reforzando ese carácter escenográfico, pero cartel al fin y al cabo y como tal objeto de una inquietud.
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No hay que olvidar la profunda importancia que el propio Alberto Sánchez descubrió en el teatro como herramienta alfabetizadora, al cual contribuyó con sus diseños para escenografías que van desde La Barraca hasta su exilio y muerte en Rusia. El arte como instrumento que va más allá, que colabora con otras disciplinas, que se realiza con las manos y observa atentamente el saber hacer del artesano, que es lo que propone Ballester Moreno. El resultado es un amplio conjunto de pinturas de gran formato realizadas sobre tela de arpillera en crudo, que cubren casi al completo los muros de las salas y reducen la escala del espectador al máximo, para evidenciar lo poco que somos, pero evitando quizás el poso romántico. Como complemento, un amable coqueteo con la escultura, con una carga simbólica que va del interés por la infancia a la aceptación del residuo como elemento con el que nos ha tocado convivir.
A lo que vamos… Antonio Ballester Moreno es ya un pintor con mayúsculas, de los que han demostrado a lo largo de los años una evolución sorprendente e impecable. Inmerso en un período que se caracteriza por buscar fuera los referentes que él ha decidido explorar dentro, su labor se convierte en un acto de resistencia que sin embargo seduce aquí y allá, sin prejuicios a la hora de reivindicar figuras que nosotros mismos hemos obviado. Por eso, recorriendo las dos salas que lo albergan, es inevitable sentir hasta qué punto es el momento de asumir que existe un grupo de artistas que, asociados o no, han decidido proyectar hacia dentro, encontrando aquí todo lo necesario para contarlo en donde sea preciso.
Texto: Ángel Calvo Ulloa para El Cultural: www.elcultural.com / @AngelCalvoUlloa
Del 03 febrero al 23 abril 2017 en Casa Encendida Madrid