Trump, un narcisista consumado, se perfila para ocupar la candidatura presidencial republicana después de un triunfal «supermartes»
Los resultados de este «supermartes» muestran que Donald Trump es casi virtual ganador de la candidatura del partido republicano a la presidencia de Estados Unidos. Si bien todavía existen suficientes votos para que que los candidatos Cruz o Rubio puedan superar a Trump, siguiendo la tendencia actual, tendrían probablemente que unir fuerzas para detenerlo, algo que por el momento parece improbable (aunque la pura racionalidad puede modificar las cosas). Inversamente, con sólo vencer a Rubio en Florida, Trump obtendría la prenominación, esperando la convención republicana en Cleveland. Una decisión estilo deus ex machina del Partido parecer ser actualmente la posibilidad más seria de cortar la cabeza del bufón adicto al trono.
Mientras tanto una buena parte de los estadounidenses, aunque ciertamente no tantos como podría esperarse, se mistifican de que Trump pueda seguir consiguiendo triunfos, una oscura Cenicienta que sigue obteniendo horas extra para extender su hechizo. Recientemente un nerocientífico de Harvard, Howard Gardner, explicó por qué Trump es un «narcisista de libro de texto». El psicólogo clínico Ben Michaelis ha dicho: «estoy archivando sus videos para usarlo en mis talleres porque no hay mejor ejemplo de estas características».
El narcisismo se caracteriza fundamentalmente por la falta de empatía, una cualidad que ciertamente no parecería muy adecuada para un líder democrático. Es ciertamente una buena característica para un dictador o un tirano y de hecho ha sido observada históricamente en personajes como Muammar Gaddafi, Saddam Hussein y Napoleón Bonaparte. El poder del narcisista suele estar ligado a su autoconfianza –sustentada en hacer menos a los demás– y a su vanidad, la cual en ocasiones le permite cierto autoperfeccionamiento. Los narcisistas tienden a inflar su ego y a la vez que parecen demeritar los valores de los demás necesitan de la constante admiración de los otros. Un ejemplo actual en la cultura pop de esto –además de Trump– puede ser el futbolista Cristiano Ronaldo. Un narcisista cuando es un artista o deportista puede beneficiarse de este autoinvolucramiento (de esta aura autolustrada) pero las cosas cambian cuando se trata de un servidor público.
En el fervor del escándalo mediático –un circo penosamente divertido– algunos empiezan a generar un discurso de pánico, ante el peligro de que Trump llegue al poder (algo que todavía está lejos de ocurrir). Este artículo de Raw Story se pregunta o se preocupa por los riesgos de que una persona del narcisismo de Trump, que ha hecho su campaña insultando a las minorías, incurriendo en sexismo, fanatismo y todos los ismos políticamente incorrectos, pueda llegar al poder, sugiriendo un posible extremismo, y lo compara con Gollum de El Señor de los Anillos (y en ese caso añadiendo otro desorden mental a Trump).
Queda por supuesto la hipótesis remota de que Trump sea una especie de maleable histrión que ha borrado las fronteras entre sus creencias y posturas políticas y su personaje. Recordemos que Trump había sido registrado como demócrata y se había manifestado a favor del aborto apoyando a su amigo Clinton. Ahora encaramado en el juego del poder –lo que le sigue en el juego de la ambición al dinero– es el emblema de la ultraderecha. Tal vez porque, como uno de los equipos de su serie The Apprentice, determinó que existía un enorme potencial de negocio en el discurso radical polarizante: predando la inseguridad y el fundamentalismo del público. Si Trump realmente no tiene ideas fanáticas sino que solamente las utiliza para subirse a una inesperada ola de popularidad, de cualquier manera resulta peligroso, puesto a que al narcisismo habríamos de sumarle la enfermedad del poder, que siempre corrompe cuando está depositado en una persona con principios morales (por eso Platón hablaba de la necesidad de filósofos reyes). Al final, farsa o fascista , de cualquier manera queda un yermo moral.
Quizás lo más preocupante de todo y lo que debemos de sacar de todo esto –cuando el circo termine su temporada– es que Trump ha demostrado ser un vocero de la forma de pensar de un importante sector de la sociedad estadounidense. Algo que a todos nos toca en cierta forma, siendo ya, a través de la cultura electrónica, una «aldea global». Reflexionar sobre nuestro culto a la fama, sobre la poca importancia que tienen los principios y las ideas en relación a las emociones (cuando éstas logran ser activadas o manipuladas), sobre nuestra ignorancia (ignorancia de la cultura de los demás) –la cual es la causa fundamental de la falta de empatía. La salud es colectiva y hasta cierto punto la enfermedad mental de Trump es nuestra propia enfermedad mental. El millonario que arrasa con discursos vehementes, tácticas retóricas y un marketing del ego y del miedo, nos dice mucho de nuestra sociedad: preferimos salvar nuestro pellejo que escuchar a los demás y compartir sus problemas, impera el materialismo y no el idealismo, nos dejamos ir por la superficie de las cosas y la falsa grandilocuencia (compramos permanentemente la dicotomía, el arco dramático de buenos y malos, en una percepción dualista de oposición, no de conjunción). Trump puede ser una hipérbole, un caso agudo, pero esta enfermedad, en su estado germinal al menos, está difundida por el grueso de nuestros vasos comunicantes, esa piel eléctrica que es el mundo, según McLuhan. En este sentido Donald Trump puede tomarse en toda su personalidad como un síntoma solo de un cuadro más profundo que deberíamos investigar. Como dijera el poeta Virgilio: «Feliz es aquel capaz de conocer las causas de las cosas». Conocer las causas es lo único que puede impedir que se repita esta pesadilla masiva. (Por Alejandro Martinez Gallardo)