Todos estos influencers se exponen hasta las amígdalas, ignorando las salvaguardas del pudor más elemental. Se entregan al porno facial y no dejan un poro sin exhibir, despreciando la coquetería de la iluminación y del maquillaje.
Porno facial, el infierno de los otros y ruido. Supongo que me quedé mirando más de la cuenta, como cuando nos encontramos un accidente en la carretera. Me detuve en un reel o un short de un tipo que zampaba hamburguesas en primer plano, y desde entonces el algoritmo decidió enchufarme cientos de esos vídeos, en los que ciertamente me entretengo con asco e hipnosis. Poco a poco, están consiguiendo que deteste la idea de comerme una hamburguesa. Estoy a pocos vídeos de abrazar el vegetarianismo.
Me dirán, con razón, que no los mire y que eduque al algoritmo con vídeos de osos panda columpiándose, como hace la gente normal, pero la atracción de la repulsión es superior a mí. He descubierto un submundo de comedores profesionales de hamburguesas.
Hay gente que vive bien e incluso se ha hecho rica comiendo hamburguesas around the world. No cocinándolas ni inventando sabores nuevos ni destronando a Burger King, sino, simplemente, comiendo mientras se enfocan con el móvil en un primerísimo primer plano que permite ver cómo la carne picada, el queso y los trocitos de jalapeño se les meten entre los empastes o se les quedan colgando en los pelos de la barba, como tarzanetes en la jungla.
Sin cerrar la boca, dan su opinión sobre el bocadillo, argumentando como un crítico de cine en día de estreno, y es sorprendente que tengan tantas cosas que decir sobre una maldita hamburguesa y le encuentren tantísimos matices y notas.
El día que prueben comida buena de verdad no les va a alcanzar el vocabulario. Los más exitosos acumulan más espectadores que Belén Esteban en sus buenos tiempos y ganan un buen dinero (que al parecer se gastan en hamburguesas). Les deseo mucha prosperidad, porque a ese ritmo de ingesta, su esperanza de vida no será muy superior a la de un minero de la Inglaterra victoriana.
Informo a los lectores aún profanos en esta moda de que esta temporada se llevan las hamburguesas repugnantemente pringosas. Cuanto más gordas y rellenas de ingredientes viscosos, mejor. Los estetas del videoburguersismo buscan planos chorreantes: les encanta que se desprendan trozos y líquidos de colores y texturas extraños. Pero, sobre todo, les chifla el primer plano.
Hay en su desaliño una inconsciencia de los límites entre el adentro y el afuera que desafía cualquier noción de decoro.
Comparten esa afición con las influencers que se maquillan y se peinan. Aunque es mucho más agradable asistir a una sesión de cremas y mascarillas que a una masa de pepinillos a medio masticar, la perturbación es parecida: caras expuestas en un primer plano sin sombras ni escondites. Caras que dicen mírame y se someten gustosas a los ojos ajenos en insoportables y larguísimos planos estáticos.
«I am ready for the close-up», dice Norma Desmond al final de Sunset Boulevard. Estoy lista para el primer plano. La frase revela la importancia del momento, el más solemne y duro al que se enfrenta una actriz. Las viejas estrellas de Hollywood cobraban muy caros sus primeros planos. Hay más de media docena de oficios cinematográficos (operador de cámara, script, iluminador, maquillador, vestuario, diseño de producción, ayudante de dirección e incluso el director mismo a veces) cuyo sueldo se justifica en la ejecución de esos primeros planos en los que una estrella se la juega. La grandeza de un actor se medía en su capacidad de aguantar primeros planos largos. Es en ellos donde crecen los Oscar, como las cruces de hierro al final de la película homónima de Peckinpah (cuando el héroe Steiner le dice al melifluo Stransky, justo antes de enfrentar el pecho a las balas: «Le enseñaré dónde crecen las cruces de hierro»).
Por eso extraña tanto esta pulsión suicida de exponerse en planos eternos que Norma Desmond jamás ofrecería, por contrato, más allá de cinco segundos, y con diez capas de maquillaje, sombras bien empastadas y una paletada de efecto flu en el objetivo de la cámara. Exhibirse sin filtros ni barreras en un escenario, en una pantalla, en una plaza o en un estadio era considerado un acto de bravura que el público solía agradecer con aplausos.
La famosísima frase «el infierno son los demás», de Jean-Paul Sartre, se refiere a la mirada ajena. Se cita tanto que pocos la sitúan en su contexto, pero el filósofo aludía con ella a lo insoportable que resulta ser mirado. Sostiene Sartre que quien observa el mundo no puede sustraerse él mismo a la mirada de los demás. Juzgar a los otros implica ser juzgado, y lo natural es tratar de eludir ese juicio. Nos cuidamos de la mirada ajena o fingimos no verla, trazando cortafuegos o parapetos.
Una amiga famosa me comentó una vez, al explicarme las estrategias que sigue para no desprotegerse demasiado en las redes sociales: «Yo no puedo levantarme cada mañana con cien mensajes en los que me llaman puta». Nadie puede. Tampoco con cien mensajes en los que te llaman guapa y reina. El halago y el insulto tienen una capacidad corrosiva parecida si se reciben en cantidades industriales. En otro sentido, a algunos escritores nos fatiga tanto someternos a las valoraciones de los críticos que terminamos por no leerlas, lo mismo que los comentarios de las redes sociales. Es, de hecho, el primer consejo que te dan los buenos amigos: no lo leas, no dejes que los ojos de los demás te despellejen, protégete de ellos como te proteges del sol con crema solar. Tienen razón: la vida mejora cuando se busca la acera de la sombra.
Todos estos influencers, en cambio, se exponen hasta las amígdalas (literalmente, como dice la muchachada), ignorando las salvaguardas del pudor más elemental. Se entregan al porno facial y no dejan un poro sin exhibir, despreciando la coquetería de la iluminación y del maquillaje. Sería perezoso despacharlos como narcisistas, pues hay en su desaliño (a veces, algo más que guarrería) una inconsciencia de los límites entre el adentro y el afuera que desafía cualquier noción de decoro y va mucho más allá de la obsesión por gustar y ser amado. La mirada de los demás, ese infierno sartriano, no les abrasa porque no la perciben como algo ajeno a la vida privada. Tienen tan naturalizado vivir con la cámara del móvil enfrente que prescinden de la puesta en escena. No son actores, no necesitan que un director grite acción para entrar en un papel del que tampoco salen nunca.
Porno facial, el infierno de los otros y ruido. Me siento expuesto en su exposición, lo que termina confundiendo el juego de miradas
Trasladan, pues, la incomodidad al espectador. Al mirarlos percibo la misma inquietud que si me observaran a mí. Me siento expuesto en su exposición, lo que termina confundiendo el juego de miradas. No sé quién observa y quién es observado.
Las reglas de la exposición y del público no funcionan ya como en el cine, y en esa confusión se despliega una forma de comunicación misteriosa e insólita que no rige con los códigos de los medios de masas. Eso es lo que me incomoda, mucho más que los pegotes de queso chédar en la barba del instagramer.
Cuando un periódico hace una pieza con uno de esos vídeos, tiene que descontextualizarlo para que funcione en la narrativa lineal de las noticias. El zampahamburguesas (o el maquillador, o lo que sea) se convierte entonces en personaje, y como tal podemos analizarlo y observarlo con la distancia que da el filtro del medio-narrador y sus convenciones.
Pero cuando aparecen espontáneamente en la pantalla del teléfono desafían toda convención y se meten en nuestra vida con una naturalidad impertinente. Su efecto se parece más al de una performance artística que al de un discurso, y su multiplicación nos obliga a vivir en una exposición eterna de ready-mades sin principio ni fin. Su presencia es absolutista y reacia al análisis. Brotan y se acoplan a lo cotidiano como el motor de los coches y la megafonía de las estaciones. Son ruido concebido como ruido con voluntad de ruido. Y como ruido hay que aceptarlos si no queremos volvernos locos.
Eso, o salir de las redes sociales y abrazar el veganismo, claro. Pero la vida no parece ir por ahí.
Porno facial, el infierno de los otros y ruido. Por Sergio del Molino.