En las trincheras calladas de Magaluf todavía resuenan épocas más prósperas y marranas. Algo del hedor inmarcesible de la carne y la hez todavía flota en el aire fresco del confinamiento.
Apocalipsis: cuando el coronavirus esterilizó Magaluf. Ey, perdonad. ¿Os importa que os hagamos una foto? Bueno, vale. Es un día cálido de mediados de mayo, pero no hay mucho trabajo.
Un par de niños juegan con su madre en la orilla. Ríen inocentes mientras huyen de las olas antes de sentir su caricia de espumas en los pies. En lontananza, un hombre despliega su cometa con dificultad. La suave brisa que trae hasta nuestra posición las risotadas de los chiquillos se antoja insuficiente para el vuelo grácil del aerodino.
Nuestros dos modelos posan frente a la cámara, los bíceps tatuados asomando bajo las camisetas de tirantes, los rostros ocultos tras la mascarillas sanitarias. Son tiempos ociosos para el socorrismo: no hay bañistas en el apocalipsis.
Despachamos la sesión en apenas medio minuto y nos preguntan el medio para el que trabajamos. Los del Última Hora, nos informan, ya les han sacado una foto esa misma mañana. Preguntan que de qué periódico somos nosotros. «No, no; somos independientes». La decepción se adivina bajo el paño celeste que cubre la boca del más alto. Ah, la fama, esa amante veleidosa.
En las trincheras calladas de Magaluf todavía resuenan las balas de años más agitados, épocas más prósperas y marranas. Algo del hedor inmarcesible de la carne y la hez todavía flota en el aire fresco del confinamiento.
Quien recuerda Punta Ballena en ebullición casi puede sentir algo parecido a la nostalgia, como un duelo por la marcha del hijo al alcanzar la mayoría de edad, pero que implique un retoño bronco, putero y borracho. Duele ver el nido vacío, sí, pero, ¡ah!, qué paz. Tuvo que llegar el fin del mundo para que esta playa se sintiera virgen de nuevo.
Una niña de unos ocho o nueve años recorre el paseo en bicicleta, cruzándose con una familia muy española y mucho española. «Déjale el patinete a tu hermana, Miguel».
Mientras tanto, en la única terraza abierta de la zona un matrimonio de sexagenarios bebe sendas pintas en silencio. Con estos tampoco hay lugar para la duda: ingleses.
Varados en la costa mallorquina durante el cierre de fronteras, todo apunta a que forman parte de ese selecto club de británicos entrados en años que, embaucados por las memorias de juventud, quisieron hacer de esta Gomorra su Edén y se compraron un pisito a pie de playa.
Hubo que esperar, no obstante, a que este coronavirus o Gran Diluvio limpiara de pecado el asfalto para disfrutar del remanso soñado. Siempre hay algún boleto premiado en la devastación: algo así como una sonrisa se esboza en los labios de la esposa, la mirada del esposo fija en mar y las cervezas que decrecen, dejando en las jarras de cristal un rastro de espuma similar al de los piececitos de los niños.
Trepando la esquina oeste del Hotel Sol Katmandú, con doce metros de altura y dos mil kilos de peso: ¡Boro el Grande!
La colosal mascota publicitaria del resort recuerda al ínclito King Kong de la RKO, aunque, todo hay que decirlo, esta Nueva York ya amaneció estremecida —que una Fray Wray enmascarillada despertara o no en el monstruo las mismas pasiones incontenibles es harina de otro costal—.
En temporada alta, una serie de motores internos dotan de movimiento a brazo izquierdo y cabeza del muñeco. Ahora, la maquinaria dormida se superpone a un fondo de balcones simétricamente vacíos: apenas un verano atrás, la miríada de toallas puestas a secar en la barandillas daba al lugar un aspecto de abigarrada vitalidad, como de biblioteca juvenil, los balcones de colores iguales que lomos de novelitas de aventuras. Este año, sin embargo, la fachada uniforme del complejo luce como un único gran relato de la peste.
La basura se amontona a las puertas de los garitos nocturnos, que comparten la apariencia descuidada del cierre invernal. El llamativo rótulo de The Office Club, uno de los emblemas de Magaluf, aparece maltrecho, con apenas la mitad de sus neones rojos: FI CLU.
Se comunica a los espectadores que los juegos de luces que ambientaron los romances de verano de innúmeros bretones permanecerán apagados durante esta función.
Tampoco se encenderán esta temporada los reclamos luminosos de lap dances, prostíbulos y demás refugios de lujuria a cuyas puertas un Tom o un Harry, dieciocho añitos, fue alentado por los amigotes a iniciarse en los secretos de la carne.
Apocalipsis: cuando el coronavirus esterilizó Magaluf. No se teme la ira de Dios en Shagaluf. Estamos en la tierra de la gresca, el cristal y el mamading.
Nuestros pasos nos conducen hasta The White Horse, karaoke de ecos proféticos: «Vi el cielo cubierto, y he aquí un caballo blanco, y el que lo montaba es llamado Fiel, Verídico, y con justicia juzga y hace la guerra».
La historia del hombre se acerca a su fin y las evidencias están ahí para quien quiera verlas, qui potest capere, capiat. Y uno, que es descreído, no puede esconder la admiración cuando, veinte metros calle abajo, descubre en lo alto de una limpia pared de hormigón un grafiti discreto: APOCALIPSIS.
No puedo evitar recordar entonces al monomaníaco Padre Ángel de El día de la bestia: ni Madrid ni Puerta de Europa ni leches, el Anticristo nacerá la madrugada del trigésimo tercer día de confinamiento bajo los postes del bungee rocket de Punta Ballena.
Será una noche sin estrellas, y a su alumbramiento acudirá el mismísimo Lucifer, que, por supuesto, adoptará la forma del pangolín.
De momento, empero, reina el sosiego a este lado del mar. En la azotea de un negocio de manicura una señora local toma el sol. Viste un pareo naranja y un llamativo sombrero rojo.
Cuando nos disponemos a capturar la estridencia, la mujer se revuelve en su asiento y se tapa con la mano. No parece demasiado molesta, a juzgar por la sonrisa honesta que nos dedica tras los disparos furtivos. Mas bien se diría que está encantada, encantada con el momento y encantada con la vida.
Mientras la emergencia sanitaria ralentiza su paso, una nueva recesión económica galopa poderosa sobre la estela de la anterior, dispuesta a arrasar con la industria turística de esta isla; pero la estampa de la mujer sobre su hamaca plegable es un canto a la serenidad.
Estoicismo: todo principio ha de tener un final, que es natural e inevitable. Como si se hubiese erigido sobre un cementerio indio, Magaluf siempre albergó bajo la carne celulítica la semilla de su propia destrucción.
Lo que no pudieron las asociaciones de vecinos y los juzgados, lo pudo una gripe. Algún día, las ruinas del lugar hablarán de un imperio pretérito, donde los hombres exhibían sus torsos desnudos y las mujeres se rendían al trance de los balloons, y donde cada día era una fiesta. Hoy el libertinaje está de luto.
Apocalipsis: cuando el coronavirus esterilizó Magaluf. Texto: Luis Maraver Ollers / Fotografías: Chynna Guyat