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Katie Eleanor: La fotógrafa que narra desde el abismo del alma

Una artista que convierte la melancolía en luz poética

Katie Eleanor: La fotógrafa que narra desde el abismo del alma. En el vasto y a menudo efímero paisaje de la fotografía contemporánea, son pocas las creadoras que logran entretejer la técnica con el alma, el concepto con la emoción, la imagen con el mito personal.

Katie Eleanor, artista e ilustradora inglesa, se erige como una figura singular, una suerte de médium visual entre mundos intangibles, una narradora de cuentos que no se contenta con narrar: los vive, los encarna, los expulsa como exorcismo y los cuelga en la pared como un espejo distorsionado de su ser más íntimo.

«Saint Wanderer’s Hospital»

Desde su praxis estética y conceptual, Eleanor se distancia de lo documental o lo meramente decorativo, adentrándose en los territorios brumosos del pictorialismo, un movimiento decimonónico que aún hoy es considerado por muchos como el alma romántica de la fotografía.

Su obra evoca, más que representa, y esto es esencial: no hay en sus imágenes una voluntad de captura de lo real, sino un deseo febril por inventar lo irreal, por otorgar vida a criaturas que pueblan su universo interior. “Si quieres contar una historia, crea una que te consuma”, dice la propia Katie, y en esta sentencia se halla la médula de su discurso artístico.

Katie Eleanor: La fotógrafa que narra desde el abismo del alma. En su cosmos visual, los personajes emergen como figuras arquetípicas, tan enigmáticas como expresivas.

Hay en ellos una cadencia teatral, un vestigio de tragedia griega, un hálito de ópera gótica. Ataviados con gasas, pelucas empolvadas, maquillaje blanquecino y gestos desbordantes, parecen más espectros que personas, más símbolos que modelos.

Como monarcas de un imperio inexistente, sus rostros habitan un limbo entre el sueño y la desesperación, suspendidos en una suerte de eternidad doliente. En otras composiciones, las figuras se arrastran entre hojas secas, besan cuervos, se funden con la tierra: imágenes que rozan lo funerario, lo místico, lo salvajemente humano.

No sorprende entonces que su trabajo tenga una dimensión profundamente terapéutica. Katie no fotografía por hábito ni por oficio, sino por necesidad, por impulso vital. Sus personajes —como Bluebird, un autorretrato simbólico— son fragmentos de su psique, manifestaciones de estados emocionales difíciles de verbalizar.

“Tienen problemas, al igual que nosotros, y amantes como nosotros. Yo no los controlo; sólo los presencio”, confiesa la artista, revelando así el carácter casi chamánico de su proceso creativo. Es como si en cada imagen liberara una parte oscura, dolorosa, o maravillosamente incomprensible de sí misma.

Este “viaje que no lleva a ningún lugar”, como ella misma lo define, es su propósito vital.

Eleanor no busca respuestas ni certezas; más bien, se entrega a la incertidumbre como quien se lanza a un océano sin costas a la vista. Y en esa entrega hay belleza, hay riesgo, hay verdad. La fotografía, el arte, la narración, no son para ella categorías excluyentes, sino ramas de un mismo árbol en crecimiento.

“Pienso que el narrador de historias es la raíz general de mi propósito… sólo creo que mi árbol es increíblemente joven”, dice, y en esa metáfora arbórea palpita una humildad rara, refrescante, profundamente auténtica.

Su proyecto “Saint Wanderer’s Hospital” encarna todo este universo simbólico. No es un simple conjunto de retratos o una serie fotográfica al uso, sino una suerte de ritual subconsciente: una exploración de la identidad, del cuerpo, del duelo. No es fortuito que utilice película en lugar de medios digitales; esta elección no responde a una moda vintage, sino a una coherencia conceptual.

El cine implica espera, química, tacto, error: cualidades que encajan con la espiritualidad melancólica de su obra. Eleanor abraza lo artesanal como forma de resistir la prisa, como gesto de cuidado hacia sus visiones más íntimas.

En su cosmogonía artística, el pictorialismo actúa como eje espiritual y técnico. Influenciada por los escritos de Henry Peach Robinson —quien definía la unidad como “la armonía de la mente divina representada en la creación”—, Katie encuentra allí el andamiaje para sus intuiciones más profundas. “La visión artística no viene de la naturaleza, sino que es un sentimiento cultivado”, cita con reverencia.

Esta idea, que podría parecer contradictoria en una era que idolatra lo espontáneo, es central en su obra: Eleanor cultiva con paciencia un jardín secreto de símbolos, gestos, emociones y texturas que se alimentan mutuamente.

Ese cultivo se enriquece también gracias a los vínculos humanos que rodean su proceso. En sus palabras se percibe una devoción amorosa por quienes la inspiran. Sofía, su musa, es descrita como una encarnación de su “mejor yo”, una presencia que parece provenir directamente de sus propios mundos ficcionales.

Bluebird

Nicholas, su mejor amigo y mentor, es simultáneamente un girasol, un cuervo y un ángel: metáforas que revelan tanto la riqueza de su imaginario como la profundidad de su vínculo creativo. En ambos casos, el afecto se convierte en materia artística, en combustión emocional, en fuente de luz.

Pero quizá lo más conmovedor del testimonio de Eleanor es su constante tensión entre la afirmación y la duda. Lejos de proclamarse artista con soberbia, se deslinda de cualquier título definitivo.

Bluebird

“No me siento digna de ninguno de los roles… No estoy realmente segura de lo que soy”, confiesa con una honestidad desarmante.

Y sin embargo, crea, y sigue creando, como si cada fotografía fuera una carta escrita al porvenir, una súplica al misterio, una apuesta por lo invisible. Su piel se estremece al pensar qué es lo correcto para ella, y ese estremecimiento —esa vulnerabilidad— es precisamente lo que vuelve su obra imprescindible.

En un mundo saturado de imágenes sin alma, Katie Eleanor se alza como una figura luminosa y silenciosa, cuyas creaciones no buscan likes, sino latidos.

Su arte no es cómodo ni complaciente, pero sí profundamente humano, en el sentido más arcaico y elevado de la palabra. Como los mitos antiguos, sus imágenes no se entienden del todo: se sienten, se temen, se aman. Y en ese sentir reside su fuerza.

Su árbol aún joven, como ella dice, ya ha echado raíces hondas en la tierra de la imaginación. No sabemos hasta dónde crecerá, pero sí que su sombra será fértil, su tronco firme y sus ramas abiertas a todos los que alguna vez buscaron en el arte una forma de consuelo, de belleza, o de verdad.

Y así, si acaso alguien quiere contar una historia, que escuche a Katie Eleanor: que sea una historia que lo consuma. Porque sólo desde la entrega total puede brotar el arte verdadero.


Katie Eleanor: La fotógrafa que narra desde el abismo del alma. Por Mónica Cascanueces.

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