La artista modela su propio «icono personal de libertad y rebeldía» a partir de una imagen que ha atravesado durante mucho tiempo los tropos culturales occidentales.
Delphine Somers: una mujer a la que Juan llamó María. Sus pinturas, esculturas, películas y performances escenifican una imagen nacida de una profunda fascinación y temor por la naturaleza salvaje e indómita de las cosas que existen más allá del control. Ella indaga en la imagen fantasmagórica de una naturaleza temible que recorre mitos y cuentos populares, representando al hombre salvaje como una criatura peluda que vive en los bosques, hasta llegar a las representaciones de Santa María Magdalena que datan de principios de la Edad Media.

El cuerpo cubierto de pelo de una mujer en parte sexualizada y en parte animalizada fascinó a Delphine Somers, y constituyó el punto de partida de su viaje a través de la fabulación creada por el hombre de una imagen de pecado y maldad que fusiona mitos paralelos, cuentos populares y arquetipos de feminidad como (in)docilidad.
El concepto de «naturaleza» como opuesto a la vida «civilizada» y regulada se forjó como una forma para que las sociedades patriarcales de Occidente justificaran la prescindibilidad de una entidad tan maravillosa como monstruosa. El sistema de pensamiento que dio origen a esta división artificial entre el Hombre y la Naturaleza se sentía amenazado por la rebeldía y la insubordinación, por lo que construyó una valla para contener la alteridad que se resistía a su alcance. Y a los que allí moraban se les llamó primitivos, criminales, clandestinos y locos.
Esta idea de la naturaleza va de la mano con un rechazo de lo salvaje como un espacio que se niega a ser explorado, poseído y explotado. ¿No ofrece entonces lo salvaje el terreno perfecto para deshacer y desordenar el orden establecido de las cosas? ¿Un lugar que contiene, sin consumir, lo inaprensible, lo fugitivo y lo desobediente? Disfrazada del personaje bíblico de María Magdalena, la artista se desliza bajo la valla e invita a la naturaleza salvaje a entrar en escena.
Se dice que María nació en Magdala, un pueblo pesquero de Galilea, en la tierra de Palestina que ahora está desgarrada por una guerra genocida. Otros rastrean su designación hasta el término hebreo para torre, aludiendo a su posición como baluarte en el movimiento que rodeaba al profeta.
¿O quizás se referían a la torre espiritual que conecta la tierra con el cielo? ¿O era el jardín amurallado que la literatura construía tan a menudo para secuestrar a jóvenes vírgenes como Rapunzel o Santa Bárbara? Algunos dicen que, antes de conocer a Jesús y alcanzar la fama como la apóstol que primero fue testigo de su resurrección, María estaba poseída por siete demonios.
En el siglo VI, el papa Gregorio I se basó en varios personajes bíblicos para escribir su versión de María Magdalena, la prostituta que se arrepintió en el desierto durante 30 años. Allí, milagrosamente le creció pelo por todo el cuerpo para ocultar su desnudez pecaminosa.
Esta versión entró en el imaginario de la cristiandad, donde su imagen se utilizó como símbolo de penitencia. Así, María se unió a la bruja y al salvaje en el paisaje de los otros que servían como contrapeso necesario a los poderes establecidos. Incluso dieron su nombre a esas instituciones carcelarias para mujeres marginadas llamadas lavanderías o asilos de María Magdalena.
Esta historia es emblemática de los cimientos misóginos sobre los que se construyó la Iglesia. Muestra una maquinaria narrativa en funcionamiento para crear un monstruo. Quizás volver a contar la historia de María sea una forma para que la artista supere la historia que le han contado y repare (con) lo salvaje que vive en ella y a su alrededor.
En su intervención performativa, Delphine Somers desafía las fantasías que se han proyectado sobre el cuerpo de María. Su disfraz peludo recuerda imágenes conectadas con la animalidad y la vida salvaje que se esfuerza fuera del recinto de la civilización. Alrededor de la cueva rocosa que María usó como refugio en su reclusión, la artista dispersó fragmentos de una biblioteca iconográfica que ha estado recolectando de diferentes fuentes, principalmente de representaciones medievales y renacentistas de María peluda.
El cuerpo de María cubierto por un manto de pelo recuerda al hombre salvaje que protagonizó muchas leyendas que van desde la antigua Mesopotamia (Enkidu) hasta Asia Oriental (Yeti) y América del Norte (Pie Grande). Expulsada a la naturaleza salvaje, se aleja del orden y se acerca al reino del deseo indómito.
Su cuerpo es abyecto; ella encarna el pecado y la devoción absoluta; es eternamente culpable. Algunas imágenes muestran sus pechos asomando entre su cubierta de pelo. Otras revelan la piel blanca y sedosa de un hombro desnudo en una pose meditativa. Ninguna da forma a la voz que se alzó en el club de chicos que desacreditó, distorsionó y repintó su imagen.
Pero aquí, a través del autorretrato y una forma de hagiografía pastiche, la Vida y Obras de María toman un giro divertido. Con apariciones como árbitro en un choque de ideas, sirviente de la Señora y sierva insurgente, su historia suena como un cuento de hadas desplazado donde la princesa golpea a los hombres en sus pesadillas y encarna deseos que han sido reprimidos durante mucho tiempo.
Delphine Somers se basa en los motivos narrativos impuestos a María Magdalena en La Leyenda Dorada para reimaginar los tropos de la sexualidad, el arrepentimiento y la lujuria como espacios potenciales de liberación. Y al final, María vive feliz para siempre en una trama que «viene después de la naturaleza, después de lo queer, y antes del mundo que han soñado». Una que acecha en la naturaleza salvaje.
En este espacio camina una figura que no podemos clasificar, que se niega a relacionarse con nosotros en términos convencionales, pero que habla en cambio en un lenguaje gestual, uno que encuentra solidaridad, conexiones y, sí, esperanza en el compromiso continuo con lo oscuro, lo solitario y lo salvaje.
Delphine Somers: una mujer a la que Juan llamó María. Por Mónica Cascanueces.