A pesar de su silencio, los vehículos eléctricos perpetúan algunos de los imaginarios de la petromasculinidad y sus dinámicas extractivistas.
Tras analizar el ruido de la petromasculinidad, ponemos el oído en el coche eléctrico para escuchar, con voluntad crítica, su supuesto silencio. Para ello revisaremos el papel que el silencio ha jugado en el ámbito de la industria de la automoción y examinaremos algunas de las cuestiones técnicas e imaginarios que este ha suscitado. También se abordará la dimensión energética, material y política del vehículo eléctrico y sus infraestructuras, así como su relación con el movimiento ecomodernista.
Entends ce bruit fin qui est continu, et qui est le silence. Écoute ce que l’on entend lorsque rien ne se fait entendre. (Escucha ese fino ruido que es continuo y que es el silencio. Escucha lo que se oye cuando nada se hace oír.) Paul Valéry
La conquista del silencio sobre ruedas
Tal como Karin Bijsterveld, Eefje Cleophas, Stefan Krebs y Gijs Mom documentan en su libro Sound and Safe: A History of Listening Behind the Wheel, la industria automovilística se lanzó desde muy pronto a la conquista del silencio. Si bien el sonido producido por el motor ha funcionado históricamente como la signatura audible de determinadas marcas y como una prueba de su potencia, el ruido en sí mismo siempre ha sido, desde una perspectiva técnica basada en criterios de eficiencia y fiabilidad mecánica, un elemento indeseado. Aunque inicialmente los fabricantes de automóviles promocionaron sus productos como máquinas al servicio del espíritu intrépido del hombre deportista y aventurero, ya durante la primera mitad del siglo XX el coche empezó a diseñarse y a comercializarse como un artículo dirigido al hombre de negocios que viajaba por trabajo y a la familia de clase media que lo hacía por placer. Fue entonces cuando las cualidades más destacadas del vehículo privado pasaron a ser su facilidad de uso y su confort interior.
Coincidiendo con el incremento del número de vehículos fabricados y puestos en circulación, la proliferación de carreteras e infraestructuras viales y el aumento de la densidad de tráfico, el coche iba a convertirse en una especie de salón motorizado en el que el conductor podía evadirse durante su trayecto, conversar con sus acompañantes o escuchar la radio. Por aquel entonces, la industria ya había iniciado una progresiva transformación de la cabina del coche para convertirla en un espacio privado de encapsulación acústica, mejorando el aislamiento del ruido que procedía tanto del exterior como del propio motor. En paralelo se inició un proceso de simplificación de la conducción y de silenciamiento de los componentes mecánicos de transmisión que el historiador Kurt Möser ha denominado «desesportización» del automóvil. De esta forma, y a modo de contranarrativa estética, el silencio desplazó la sonoridad del motor como la principal cualidad acústica del automóvil y muchas marcas empezaron a presentarlo como una prueba de fiabilidad, confort y seguridad.
Así, en un anuncio de 1935 Rolls-Royce aseguraba que sus coches eran «tan silenciosos como su sombra», o Peugeot comparaba el sonido de sus coches con el de «un cisne nadando sobre un lago». «Si la velocidad es la aristocracia del movimiento, el silencio es la aristocracia de la velocidad», afirmaba en 1935 Maurice Goudard, el presidente de la Sociedad Francesa de Ingenieros de Automoción. Durante la segunda mitad del siglo XX, el silencio y la armonización sonora entre los diversos elementos del coche siguieron ganando importancia y las marcas continuaron apostando por un cuidado diseño sonoro del automóvil y un márquetin centrado en la experiencia sensorial que este proporciona al usuario. Durante la década de los noventa, los fabricantes empezaron a hacer uso de los anuncios de televisión para promocionar el silencio y el diseño sonoro de sus vehículos. Basados en el mismo tipo de márquetin iniciado décadas antes, muchos de estos anuncios apelaban a la experiencia sensorial de la conducción e incluso a su potencial musicalidad. Un ejemplo paradigmático de este tipo de publicidad es el spot que Honda lanzó en 2006, en el que, después de escuchar la frase this is what a Honda feels like, un coro canta los diversos sonidos que el conductor puede experimentar al volante de un Civic.
Más recientemente, la aparición del vehículo eléctrico y su comercialización masiva ha venido a sumarse a esta larga cronología de la conquista del silencio y el control del ruido por parte de la industria automovilística. Reduciendo casi a cero sus emisiones sonoras, el coche eléctrico ha hecho resurgir el antiguo afán de los fabricantes por poner en valor y comercializar aquel silencio de aires aristocráticos que Rolls-Royce, Peugeot y otras marcas habían presentado a lo largo del último siglo como un atributo y una cualidad única de sus vehículos. El silencio, también el del coche eléctrico, se ha convertido en una cotizada mercancía de aquello que Eva Illouz llama «capitalismo emocional» y de lo que Steven Miles ha denominado «sociedad de la experiencia». Sin embargo, es precisamente esta expansión del coche eléctrico a nivel global lo que permite constatar que este proceso histórico de silenciamiento y «desesportización» del automóvil no ha sido apreciado de forma generalizada ni cuenta con la aprobación de todos los conductores. Por ejemplo, un reciente estudio de la American Psychological Association titulado «Masculinity Contingency and Consumer Attitudes Toward Electric Vehicles».
Basado en los resultados de una encuesta, este estudio sostiene que la adhesión de muchos hombres a la ideología tradicional de masculinidad está directamente relacionada con una baja aceptación del vehículo eléctrico. Sirviéndose del concepto de «contingencia de masculinidad», el estudio recogió diversas preferencias de los encuestados y analizó cómo estas pueden entenderse como un reflejo de determinadas identidades masculinas. Sin alejarse demasiado de la noción de habitus propuesta por Bourdieu, la «contingencia de masculinidad» sugiere que el sentimiento de masculinidad no es un rasgo inherente al individuo, sino que depende en buena medida de su capacidad para adherirse a una serie de normas sociales y culturales impuestas, en este caso, sobre el conjunto de los hombres cisgénero. Así, el estudio revelaba que, entre los hombres encuestados, aquellos que se adherían de forma más firme a las normas y códigos estereotípicamente masculinos eran también los menos favorables a los coches eléctricos.
La acción de márquetin que Ford lanzó para la salida al mercado de la versión eléctrica de su legendario modelo Mustang resulta de lo más ilustrativa si se pone en relación con los resultados obtenidos por el estudio de la American Psychological Association. Además de mostrar el coche a través de fotografías que exhiben su temperamento deportivo y en las que (por algún extraño motivo tratándose de un coche eléctrico) abunda el humo, Ford decidió acompañar el lanzamiento del nuevo Mustang con el de un particular perfume creado para la ocasión. Después de que casi el 70 por ciento de los participantes en una encuesta realizada por Ford afirmara que al conducir un coche eléctrico «iban a echar de menos el aroma del combustible», la marca encargó la fabricación de este perfume con aromas de gasolina y goma y al que también se agregó «un elemento “animal” para cumplir con la poderosa herencia de Mustang” (sic). El nombre de este petroperfume no puede ser más revelador: Mach-Eau. El márquetin sensorial volvía, ahora de la mano de Ford, para suplementar olfativamente la (para algunos incompleta y disminuida) experiencia de conducir un coche eléctrico.
Tanto el olor de la gasolina como el sonido del motor de explosión participan de una serie de imaginarios y estéticas asociados al automóvil tradicional y a la energía de origen fósil que no se ajustan al nuevo paradigma de movilidad que supuestamente representa el coche eléctrico. Este sustrato simbólico y psicoafectivo se corresponde de forma precisa con lo que Jaime Vindel denomina estéticas e imaginarios fósiles. «La estética fósil» —indica Vindel—, es el punto en el que confluyen la experiencia bruta de la realidad y las proyecciones imaginarias que asocian la modernidad industrial a una determinada construcción discursiva de la energía». A su vez, lo imaginario representaría para Vindel «esa encrucijada entre estética e ideología, entre cuerpo e imagen del mundo»; un «paisaje mental que no solo simboliza unas determinadas relaciones de poder (en este caso entre el hombre y la naturaleza), sino que las instituye». Vindel también hace referencia a un tercer concepto más amplio y directamente relacionado con los dos anteriores: la cultura fósil. Esta podría definirse como aquella «(infra)estructura libidinal de la vida social» que permite y condiciona tanto «el despliegue de una determinada institucionalidad cultural» como la aparición de unos «imaginarios de bienestar» fuertemente dependientes de los combustibles fósiles.
Sobre el coche eléctrico y el silencio ecomodernista. Ecomodernismo o el ruido detrás del silencio
La cultura, la estética y los imaginarios fósiles que describe Vindel están estrechamente relacionados con aquella dimensión psicopolítica de la petromasculinidad analizada por Cara Daggett y que en nuestro anterior artículo se ponía en relación con el ruido producido por el motor de explosión y el tubo de escape. Sin embargo, tal como demuestran los esfuerzos marquetinianos de Ford, estos imaginarios persisten en la era del coche eléctrico. Otro ejemplo de esta persistencia «petronostálgica» fueron las dos presentaciones de la camioneta Cybertruck de Tesla, celebradas en 2019 y en 2023 (los cuatro años que separan una de otra se deben a los problemas ocurridos durante su fabricación). Presentada entre humo y llamaradas a lo Mad Max como «mejor camión que un camión y mejor deportivo que un deportivo», la pick-up fue sometida ante un público extasiado a todo tipo de pruebas de resistencia, que incluían golpes con un mazo, disparos de metralleta o una carrera contra un Porsche 911. Incluso Jon Rogan disparó una flecha de titanio contra la camioneta para demostrar la resistencia de su «exoesqueleto fabricado con una superaleación de acero inoxidable». Un auténtico circo petromasculino sin una sola gota de gasolina.
Tal como escribe Cara Daggett en su artículo «Green-ing masculinity? Ecomodernism and electric trucks», la Cybertruck parecería querer demostrar que «la versión tradicional de la masculinidad estadounidense no solo puede preservarse sino incluso aumentarse con una batería eléctrica». En la página web de Tesla se puede leer que la camioneta ha sido «fabricada para cualquier planeta» y se muestran fotos de la misma arrastrando el reactor de un cohete. Más allá del márquetin, los imaginarios que convoca la Cybertruck no tienen absolutamente nada que ver con los problemas de este planeta ni, por supuesto, con una voluntad de contribuir a su reparación. «Últimamente —afirmó Musk—, se pueden sentir las vibraciones del final de la civilización y en Tesla fabricamos la mejor tecnología para el apocalipsis (…) Si alguna vez te tienes que pelear con otro coche [y conduces una Cybertruck], seguro ganarás», afirmaba. No sorprende, pues, que durante la presentación un miembro del público no pudiera contener la necesidad de agasajar a Musk gritándole: «¡Terminator!».
Lejos de ser un chiste pasado de vueltas, las palabras y los ademanes de Musk son un síntoma de la hegemonía de un modo muy determinado de entender y abordar la grave crisis ecosocial derivada del calentamiento global. Aunque aquello que Daggett denomina «masculinidad ecomoderna» (y de la que Musk sería su principal exponente) parecería ser menos dependiente de los combustibles fósiles, no lo es menos de la energía. Al fin y al cabo, señala Daggett, el llamado ecomodernismo comparte con la petromasculinidad «el deseo de una energía infinita y barata, y la suposición de que más energía siempre es algo bueno». Un tuit de Musk, publicado (y borrado a continuación) el 24 de julio de 2020, unos meses después del golpe de estado en Bolivia que derrocó al Gobierno de Evo Morales, dejó muy claro su posicionamiento político. «Vamos a dar golpes contra quién queramos. Asúmelo» le respondía Musk a un usuario de la red social que acusaba al Gobierno estadounidense de estar detrás de la acción militar para garantizarse el acceso al litio, un mineral abundante en el país andino y que se emplea para fabricar las baterías de los vehículos eléctricos. Hace unos meses, Musk también publicó un tuit en el que mostraba su apoyo a Javier Milei poco antes de los comicios en Argentina, otro país con grandes reservas de litio.
Ahora bien, sería un error pensar que los planteamientos y los discursos del ecomodernismo son siempre tan escandalosos e hiperbólicos como los mensajes que Musk blande con la arrogancia autocrática de lo que Daggett describe como «fascismo fósil» y que ahora parecería estar reformulándose en versión eco. En sus orígenes, el ecomodernismo se presentaba como un movimiento amable y humanista que miraba hacia el futuro con optimismo y esperanza ante las posibilidades que brinda la tecnología. En un documento donde predominan el color verde y los motivos vegetales, los firmantes del Manifiesto Ecomodernista, presentado en 2015, aseguran estar convencidos de que «el conocimiento y la tecnología, aplicados con sabiduría, podrían permitir un buen, o incluso grandioso, Antropoceno» (sic). La propuesta del ecomodernismo es llevar a cabo un «desacoplamiento radical y acelerado entre humanos y naturaleza» basado e impulsado por una «energía moderna», siendo la energía nuclear la mejor opción de entre todas las disponibles. Este progreso tecnológico acelerado, señalan sin despeinarse los firmantes del manifiesto, «requerirá la participación activa, asertiva y agresiva de los empresarios del sector privado, los mercados, la sociedad civil y el Estado». ¿Acaso no se oye por debajo de estas palabras el silencio fino y continuo de la Cybertruck?
Aunque el manifiesto se escribió hace casi diez años, el ecomodernismo es la tendencia que hoy en día sigue guiando los pasos de la transición ecológica global a nivel político, institucional, industrial y corporativo. Así, el coche eléctrico continúa presentándose como una alternativa al vehículo de combustión interna límpida y libre de cualquier pecado energético. Nada podría estar más lejos de la realidad. La transición hacia una movilidad eléctrica entraña multitud de retos y problemas que requieren mucho más que las recetas supuestamente milagrosas de la tecnología. Tal como escribe Robert N. Charette en la introducción del estudio «The EV Transition Explained», «[si] el cambio tecnológico es difícil, el social lo es todavía más». La profunda transformación del trabajo que supone la transición hacia una movilidad eléctrica, los enormes desafíos y requerimientos materiales que suponen el diseño y la fabricación de baterías, la creación a gran escala de infraestructuras para el suministro de energía, el ajuste de los precios de los vehículos para hacerlos asequibles a amplios sectores de la sociedad o la relación directa que existe entre esta nueva industria y el nacionalismo económico son solo algunos de los aspectos analizados por Charette. Por otro lado, señala, el vehículo eléctrico no supondrá por sí mismo la reducción de las emisiones de carbono, sino que serán necesarios «enormes cambios en nuestro estilo de vida (…) La gente habrá de conducir y volar menos, caminar e ir más en bicicleta y utilizar el transporte público». La transición hacia una movilidad eléctrica será «mucho más complicada, más costosa y llevará mucho más tiempo de lo que creen sus impulsores».
Por otra parte, el despliegue a nivel global del vehículo eléctrico va asociado, como reconoce Musk sin tapujos y tal como analizan los autores del artículo «Electric Vehicle Paradise? Exploring the Value Chains of Green Extractivism», a una nueva forma de extractivismo verde que «perpetúa un modo de vida imperial y restringe las oportunidades de futuros globalmente más justos». Mediante la construcción discursiva y la propagación de nuevos «imaginarios sociotecnológicos», la industria automovilística y otros actores interesados pretenden ocultar las prácticas de carácter extractivista y colonial que se derivan de una transición asertiva y agresiva (como prescriben los firmantes del manifiesto ecomodernista) hacia la electromovilidad. Desplegada según la fórmula ecomodernista, esta carrera hacia la implantación de una movilidad eléctrica tendría, pues, los rasgos de un ecoaceleracionismo o, adaptando el sentido del término propuesto por Paul Virilio, de una revolución ecodromocrática fundada en una lógica capitalista y en un inquebrantable mandato de velocidad y crecimiento sin límite. Desde la obtención de las materias primas necesarias para la fabricación de sus componentes hasta su comercialización, la cadena de valor del vehículo eléctrico implica, en definitiva, una sucesión de violencia material y simbólica muy parecida a la que Daggett describe en relación con la petromasculinidad.
Por supuesto, nada de todo esto se deja adivinar en los radiantes imaginarios sociotecnológicos que los fabricantes y demás actores que apuestan por la expansión a gran escala de la electromovilidad tratan de introducir insistentemente en la sociedad. Recurriendo una vez más a un ejemplo de márquetin automovilístico, y destacando nuevamente el valor simbólico que se otorga al silencio en la construcción de estos imaginarios, resulta muy oportuno revisar, antes de terminar, el anuncio que Volkswagen lanzó en 2015 para promocionar sus modelos eléctricos. El spot comienza con las imágenes y el ruido del tráfico de una congestionada plaza en el centro de Hannover. Vemos cómo los vecinos cierran las ventanas de sus casas y los peatones se muestran incómodos a causa del bullicio. Todo cambia repentinamente cuando los ruidosos vehículos van abandonando la plaza progresivamente a la vez que una flota de coches de diferentes modelos, todos de color blanco, van tomando su lugar. El silencio llena el espacio mientras los coches empiezan a moverse en círculos alrededor de la plaza. Es entonces cuando un sonriente coro de niños vestidos de blanco sale de debajo de un gran árbol situado en el parterre ajardinado del centro de la plaza y empiezan a cantar una versión a capella del tema «Enjoy the Silence» de Depeche Mode. Embelesados por la curiosa epifanía que acaba de ocurrir, los transeúntes sonríen mientras reina la armonía en el ambiente y los coches siguen dando vueltas.
Resulta irónico que, aun pretendiendo algo completamente distinto, el anuncio pueda interpretarse como una alegoría sobre el verdadero discurso ecomodernista. Si bien su intención era transmitir la idea de que el coche eléctrico traerá la paz a las calles haciendo la vida en la ciudad más armónica y agradable, la súbita irrupción de coches blancos y su acechante coreografía circular alrededor de la plaza resultan bastante siniestras. ¿De dónde salen todos esos coches blancos? ¿Quién los conduce? ¿A dónde van? ¿Por qué dan vueltas en lo que parecería un extraño e inquietante ritual? Más allá de su intención original, las imágenes del anuncio pueden entenderse como una representación del desacoplamiento prescrito por el ecomodernismo entre la actividad humana y una naturaleza que existe al margen de la sociedad. Por otro lado, el silencio sobre el que se escucha la canción no tiene nada de natural y, más que un ambiente de paz y tranquilidad, parecería sugerir una acción de silenciamiento e imposición de un discurso dogmático y prefabricado. Esta sensación se confirma definitivamente cuando, al final del anuncio, una enorme lona con la frase enjoy the silence se despliega conminatoriamente desde lo alto de un edificio. Así, y teniendo en cuenta las verdaderas intenciones del ecomodernismo, cabe preguntarse si la canción de Depeche Mode más apropiada como eslogan y banda sonora para la campaña no habría sido, en realidad, «Just Can’t Get Enough».
Sobre el coche eléctrico y el silencio ecomodernista. Texto Arnau Horta para CCCBLAB