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Una historia de la sexualidad

El hombre occidental se ha especializado durante los tres últimos siglos en el ejercicio de registrar minuciosamente sus placeres.

Una historia de la sexualidad. En nuestra sociedad, la scientia sexualis ha desplazado al ars erotica. Se han multiplicado los sermones sobre «lo» prohibido. Hay placer en saber sobre el placer. La sexualidad se transforma en discurso permanente. El Estado ejerce de administrador de los cuerpos.

¿Por qué? ¿Por qué la burguesía victoriana forjó e impuso normas tales a los cuerpos? ¿Por qué tanta prolijidad, tantas reglas pastorales, tanta multiplicidad de discursos, tanto oído abierto hacia el sexo?

Si el sexo está reprimido, es decir, destinado a la prohibición, a la inexistencia y al mutismo, el solo hecho de hablar de él, y de hablar de su represión, posee como un aire de transgresión deliberada.

Sade llega al extremo del discurso y del pensamiento clásico. Reina exactamente en su límite. A partir de él, la violencia, la vida y la muerte, el deseo, la sexualidad van a extender, por debajo de la representación, una inmensa capa de sombra que ahora tratamos de retomar, como podemos, en nuestro discurso, en nuestra libertad, en nuestro pensamiento.

En todos los tiempos, y probablemente en todas las culturas, la sexualidad ha sido integrada a un sistema de coacción; pero sólo en la nuestra, y desde fecha relativamente reciente, ha sido repartida de manera así de rigurosa entre la Razón y la Sinrazón, y, bien pronto, por vía de consecuencia y de degradación, entre la salud y la enfermedad, entre lo normal y lo anormal.

¿Por qué fue ahí, a propósito del cuerpo, de la esposa de los niños y de la verdad, donde la práctica de los placeres se convirtió en un problema? ¿Por qué la interferencia de la actividad sexual en estas relaciones se volvió objetivo de inquietud, de debate y de reflexión?

¿Por qué estos ejes de la experiencia cotidiana dieron lugar a un pensamiento que buscaba la rarefacción del comportamiento sexual, su moderación, su formalización y la definición de un estilo austero en la práctica de los placeres? ¿Cómo fue que se reflexionó acerca del comportamiento sexual, en la medida en que implicaba estos distintos tipos de relaciones, como ámbito de experiencia moral?

Una historia de la sexualidad de Michel Foucault tiene tres tomos, La voluntad de saber (1976), El uso de los placeres (1984), La inquietud de sí (1984) y el cuarto y póstumo tomo de “Historia de la sexualidad”, titulado “Las confesiones de la carne”.

Michel Foucault, enfant terrible de la filosofía francesa, suicida malogrado, profesor universitario, presunto apolítico, posible militante de izquierdas parapetado de gaullista, maoísta a ratos, jamás trotskista, homosexual, activo, pasivo, otra vez: pasivo, visitante asiduo de los garitos sadomasoquistas y las saunas de ambiente de Nueva York y San Francisco, diplomático y escritor en ciernes, drogadicto esporádico, defensor de los derechos humanos, del LSD y de la revuelta sindicalista polaca de 1981, pensador contumaz, arqueólogo de las estructuras de Poder, con mayúscula, víctima temprana de los excesos del racionalismo, de la alopecia y de la pandemia del sida, enemigo intelectual de Jean-Paul Sartre, estudiante de budismo zen y lanza-adoquines apócrifo en Mayo del 68, entre otras muchas cosas, es el autor de una interesante trilogía titulada Historia de la sexualidad. De ella i. e. de la trilogía voy a hablarles en este artículo.

Antes, permítanme una advertencia. O mejor, dos. La primera, que al decir que Foucault era un arqueólogo de las estructuras de Poder, con mayúscula, estaba siendo demasiado cauteloso. O poético.

En realidad, Foucault estaba obsesionado con el Poder. No pensaba en otra cosa. Hablase de psiquiatría o de derecho penal, de cárceles o de Las Meninas, todos sus análisis partían de, fluían hacia y desembocaban en el Poder.

Más de un académico, con James Miller, uno de sus biógrafos, a la cabeza, ha llegado a insinuar que lo único que incitaba a Foucault a pasarse sus giras por Estados Unidos visitando garitos sadomasoquistas era su deseo de convertir las relaciones de poder esta vez con minúscula en una fuente de placer. (Sin comentarios. Ni juicios de valor, por supuesto).

La segunda advertencia es que, pese al título grandilocuente después de todo, por más que fuese un enfant terrible, Foucault nunca dejó de ser al mismo tiempo un enfant de la Patrie, Historia de la sexualidad, pese a sus setecientas páginas, no es más que un prolegómeno en el análisis de este tema.

Foucault solo llegó a publicar tres de los seis volúmenes que había previsto, por lo que el grueso de la obra apenas pasa de los hábitos sexuales de griegos y romanos

Su campo de estudio se circunscribe a Occidente, ignorando casi por completo el resto del mundo recordemos una vez más que Foucault era francés: ah, la Grande Patrie!; y Foucault afirma que la historia de la sexualidad se articula en torno a dos grandes rupturas, una en el siglo XVII, cuando nacen las grandes prohibiciones, y una en el siglo XX, cuando se aflojan los mecanismos de represión.


La voluntad del saber

Foucault comienza su obra aludiendo a la represión sexual que, según los discursos más extendidos, habría sido puesta en marcha a lo largo del siglo XVII, coincidiendo con el nacimiento de una sociedad burguesa capitalista.

Se trataría, como es bien sabido, de una época de interdicciones, de cerrazón amatoria, de sexo exclusivamente reproductivo, de ausencia de placer, de mojigatería, de puritanismo extremo. El tema que nos incumbe, el sexo, se habría convertido, o así nos lo han querido vender, en poco menos que un tabú.

Ojo: así nos lo han querido vender los otros. Para Foucault, en cambio, esta hipótesis represiva, oh, là, là, no es más que una técnica de poder. Casi que una quimera. En realidad, la supuesta sociedad mojigata y burguesa que nace a finales del XVII «habla con prolijidad de su propio silencio, se encarniza en detallar lo que no dice».

Tras poner de manifiesto cómo la supuesta reserva en torno al sexo no es, en cierta medida, más que el fruto de una hipocresía generalizada, Foucault enumera una serie de instancias en las que no se hace otra cosa más que hablar de este tema.

Como era de esperar, se apunta en primer lugar a la Pastoral cristiana. Por medio de la confesión, los sacerdotes quieren saberlo todo sobre el sexo. T-o-d-o. No solo lo que se ha hecho, sino también, y sobre todo, lo que se ha mirado, lo que se ha dicho, lo que se ha pensado. (Nada extraño, por otra parte. Tengan en cuenta que, a falta de Internet, el confesionario era probablemente una forma excelente de paliar la incurable curiosidad humana).

En un exceso de celo, la Iglesia establecerá con quién se puede tener relaciones legítimas i. e. el cónyuge, cuándo i. e. tras el matrimonio, con qué fines i. e. la procreación e incluso de qué formas i. e. nada de posturitas exóticas, ni de juguetitos, ni de desvestirse completamente durante el coito.

Desde luego, la Pastoral cristiana no va a ser la única que se enzarce en esta proliferación de discursos sexuales. En primer lugar, le va a hacer compañía el monarca y la clase gobernante quienes, por primera vez en la historia, no la de la sexualidad, sino de la otra, la normal, la de Tucídides, la hegeliana, van a interesarse por los encuentros carnales del vulgo.

Es la época de las preocupaciones demográficas, de la medición de las tasas de natalidad y mortalidad, y de las catastróficas inquietudes de Malthus, un pastor anglicano que, al más puro estilo Nostradamus, «predijo» que más de cien millones de británicos morirían de hambre como consecuencia del desajuste entre el crecimiento poblacional que aumentaba en progresión geométrica y el crecimiento de la producción alimenticia que lo hacía únicamente en progresión aritmética.

También es la época en la que las diferentes ramas del poder estatal, y muy en especial la rama judicial, se lanzan a la persecución de los pervertidos. Ahora más que nunca, los depravados, los corrompidos, los viciosos, tendrán que afrontar el ostracismo social, la tipificación de sus conductas y, a veces, el internamiento en centros especiales o incluso la cárcel.


Una historia de la sexualidad. Por Leonardo Lee

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