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La fábrica de la infelicidad de Franco Berardi

La muerte de Chaplin y el ascenso de Thatcher marcan el final del «capitalismo cortés«, dice el filósofo.

La fábrica de la infelicidad de Franco Berardi. En su lugar, surgió un sistema caricaturesco y brutal, apoyado en la técnica más opresiva. ¿Habrá alguna forma de vencerlo? ¿O ha terminado la era de la política?

Fue más o menos en el cambio de siglo cuando comenzamos a sentir toda la dimensión del vértigo. La técnica nos sobrepasaba, adoptaba formas insólitas, y eso repercutía en todos los ámbitos, individual, social, económico, laboral, pedagógico, político…

Un fenómeno global que hemos tenido que asimilar poco a poco, unas veces encantados de la vida, otras fastidiados –y a veces hasta alarmados– por sus consecuencias, tanto por las que contemplamos a diario como por esas que aún no podemos prever. El mundo tal como lo conocíamos está desapareciendo, afirma Berardi.

Precisamente de globalidad y consecuencias puede hablar largo y tendido el profesor Franco Berardi, filósofo nacido en Bolonia, que ha conseguido trazar en sus obras un amplio panorama de las circunstancias actuales diferenciándolas de las que, originadas en la civilización industrial, se han mantenido vigentes hasta hace unas pocas décadas.

Este ensayo, teniendo en cuenta todo lo que ha llovido desde entonces, debería haberse quedado obsoleto. Lo parecería, incluso, si nos quedásemos en la anécdota de que refleja una actualidad próspera donde la crisis ni siquiera asoma por ningún horizonte visible.

Si supera ese enorme escollo es gracias a dos (meritorios) rasgos. Primero, el examen riguroso –y por completo vigente en nuestros días– de todos los aspectos destacables del nuevo orden social, donde se establecen los fenómenos transformadores, analizando relaciones de causa-efecto.

Y en segundo lugar, pero no menos importante, el adelanto de lo que ocurriría años más tarde, reiterado en varias ocasiones y reflejado con una lucidez claramente premonitoria.

Constata Berardi que la implantación de la tecnología digital en la producción de bienes de todo tipo ha transformado los esquemas que definían al capitalismo tal como lo conocíamos, el que surgió de la civilización industrial. Queda claro que el valor fundamental de las transacciones actuales es el conocimiento, en sus dos vertientes: la innovadora y la meramente productiva.

«La fábrica de la infelicidad» de Franco Berardi. El trabajo intelectual digitalizado se encuentra a cargo  de una nueva clase que el autor denomina cognitariado.

Ello implica que sus productos se hallen reducidos a bits –unidades puramente inmateriales–, que las unidades de producción se encuentren en gran parte desterritorializadas (lo que convierte en irrelevante el papel de los estados y traslada el trabajo físico a las zonas deprimidas mientras el intelectual se disemina y crea en los sujetos la ilusión de la autonomía productiva), que no estén vinculadas a ningún horario concreto ampliando su duración hasta el infinito, que la velocidad de la información sea ilimitada mientras la capacidad de emisores y receptores humanos continua siendo la misma –lo que produce una sobrecarga mental con consecuencias diversas– y que determinados intercambios sean totalmente ajenos al concepto de propiedad privada, de ahí que el valor de la fuerza productiva sea mucho menos cuantificable.

“… cuando el bien es un programa informático, una composición musical, una película o un proceso técnico, y es reproducible en formato digital, no identificable, no único, y puede ser disfrutado al mismo tiempo en varios lugares por diferentes personas sin quitarle nada a nadie, la noción misma de propiedad empieza a parecer evanescente y arbitraria.”

Tal cataclismo en los hábitos productivos y comunicativos produce además la destrucción de algunos mitos. El de la célebre mano invisible, tan aclamado por el neoliberalismo, que  no desemboca en el libre mercado como se aseguraba, sino en la proliferación de monopolios; el de la felicidad producida automáticamente por la economía en red; el de la inmunidad absoluta de los trabajadores virtuales –mito que se evaporó a partir del 11S–, el de la imposibilidad de que el cognitariado, a diferencia de otras clases, pueda ser despedido o marginado, de ahí la necesidad de acuñar un término cuyos vínculos semánticos son más que evidentes.

Se establece un difícil equilibrio entre el máximo de infelicidad soportable –por causa de la competencia, la culpabilización y el fracaso– para mantener la estabilidad del sistema y una felicidad no excesiva que asegure la adhesión. De ahí que denomine semiocapitalismo a la actual forma de vida y le añada fábrica de la infelicidad como sobrenombre.

“[Los] seres humanos están atravesando una fase de reprogramación neurológica, psíquica, relacional. El hardware de los organismos bioconscientes está en fase de mutación, de rediseño acelerado.”

En un mundo mercantilizado y consumista, donde el discurso político establece la felicidad como un estado casi obligatorio se produce, sin embargo, una anulación de la empatía, una progresiva indiferencia por lo que le suceda a los demás.

Un texto perspicaz, y por tanto necesario, para entender muchas de las claves del siglo que, por desgracia, peca de reiterativo, desorganizado y abstruso. Haría falta mayor sistematización y mayor claridad expresiva para disfrutar de toda la claridad de estas ideas.

El poder político no puede hacer nada contra los algoritmos. Ahora bien, el fascismo tal como lo entendemos hoy no es así. Es otra forma de fascismo. Es una violencia, una agresividad, una psicopatía agresiva desesperada que destruye la democracia, ya que no resuelve las condiciones básicas de vida.

Como no satisface lo suficiente, destruimos la democracia. El fascismo del siglo XX nació en una condición de expansión imperialista y económica. Era un fascismo de la juventud, de una pequeña burguesía vital, agresiva, exuberante. El fascismo de hoy lo defino como gerontofascismo, porque se acabó la posibilidad de expansión, el sentimiento principal es de agotamiento, de depresión senil.

El fascismo del siglo XX proponía la colonización de África, ahora son los africanos los que vienen a Europa y no al revés. No se trata de euforia colonialista, se trata de miedo a la invasión. El discurso de Giorgia Meloni, entre otras cosas, expresa y canaliza este miedo y ese odio.

El concepto de extinción nunca se había pronunciado en el campo de la política y ha emergido con fuerza en los últimos años.

Define muy bien el futuro de la humanidad después de 40 años de dictadura neoliberal y las últimas décadas de dictadura digital.

Estas dos condiciones eliminaron la posibilidad de transformar políticamente los modos de vida de la mayoría de la población. Perdimos la guerra. La guerra se acabó. No sé si las nuevas generaciones podrán crear nuevas formas de vida. El fin del futuro, en este contexto, es una banalidad. Una perogrullada. Hoy, el sentido común es que no hay futuro.


La fábrica de la infelicidad» de Franco Berardi. Por Montuenga

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