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De los epígonos

El arte no es más que una actitud religiosa ante la vida, un maquillaje de la realidad

De los epígonos. Todo arte mira al pasado. Se recrea en su grandeza y esplendor. Mira al pasado para hacer soportable el presente y para proyectarse hacia el futuro. Recuerdo siempre a Paco López, el gran escultor, cuando hace unos años me confesó en su taller que «ya solo me interesa el arte antiguo». Para los gurús de la contemporaneidad, esta afirmación puede resultar escandalosa, pero basta acudir al pensamiento de Nietzsche, el gran profeta del pensamiento moderno, para afianzarla con contundencia.

En «El nacimiento de la tragedia», afirma que el arte es «el gran posibilitador de la vida, el gran seductor en pro de la vida, el gran estimulante de la vida». El arte es la gran fuerza compensatoria victoriosa contra la voluntad de negación de la vida. Es una liberación para el sufriente, ayuda a soportar los reveses de la vida: «Solo como fenómeno estético se justifica la existencia y el mundo por toda la eternidad». El arte es algo mucho más fuerte que el pesimismo, «el arte es más valioso que la verdad». Para liberarse del conocimiento aterrador, pavoroso, de la existencia, los poetas y los artistas vuelven sus ojos siempre hacia el pasado; se recrean en sus grandezas estéticas y culturales para parir nuevos alumbramientos que aligeren la carga de la vida. Volver la mirada a las civilizaciones antiguas, a la prehistoria estética del hombre.

En «Humano, demasiado humano», Nietzsche afirma que los artistas «han de ser vueltos hacia el pasado, deben servir como puentes tendidos hacia remotas épocas e ideas, hacia religiones y culturas ya extinguidas o en proceso de extinción».

Los artistas son «en realidad, siempre y por fuerza, epígonos».

René Magritte

Vienen de una tradición estética y la afirman, consuman y continúan. En este contexto, el arte no es más que una actitud religiosa ante la vida, una necesidad de maquillar y engañar la realidad para hacerla más soportable, más feliz y optimista. La vida es tanto más ingrata cuanto mayor es nuestro deseo de trascenderla y divinizarla. En este sentido, un poeta no es más que un hombre religioso, un sacerdote en supremo grado. El miedo a sucumbir a la realidad, a ser arrastrados por su drama insondable, por su nihilismo, fuerza a milenios enteros de criaturas en la perseverancia de una interpretación religiosa de la existencia o una exaltación estética de la vida. Y el artista es el sumo sacerdote para los sufrientes de este mundo. En referencia al mundo griego clásico, afirma Nietzsche que «cuánto debió sufrir este pueblo para tener un arte tan bello».

Por Andrés García Ibáñez

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