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La infantilización de la sociedad

Desde hace años, sociólogos, antropólogos o psicólogos vienen advirtiendo sobre la infantilización de la sociedad postindustrial.

La media de edad aumenta incesantemente, la población envejece, pero los rasgos adolescentes permanecen en una porción significativa de sujetos adultos. La juventud se ha convertido en icono de culto, objeto de incesante alabanza, de veneración. Lo grave no es que la gente intente aparentar juventud física, recurra en exceso a la cirugía estética o a los implantes capilares.

Es más preocupante que un creciente porcentaje de adultos se afane en el cultivo consciente de su propia inmadurez. Hoy día no son los jóvenes quienes imitan la conducta de los adultos… sino al revés. La experiencia, el conocimiento que proporciona la edad no es ya virtud sino rémora, un lastre del que desprenderse a toda costa. 

Muchos olvidan que la madurez consiste básicamente en la adquisición de juicio para distinguir el bien del mal, la formación de los propios principios y, sobre todo, la disposición a aceptar responsabilidades. Y que los dirigentes han contribuido con todas sus fuerzas a diluir o difuminar la responsabilidad individual. A sumir al ciudadano poco avisado en una adolescencia permanente. El Estado paternalista aseguró al súbdito que resolvería hasta la más mínima de sus dificultades a cambio de renunciar al pensamiento crítico, de delegar en los dirigentes todas las decisiones. Fue la promesa de una interminable infancia despreocupada y feliz.

La mentalidad infantil encaja muy bien en la sociedad compuesta por grupos de intereses, que tan magistralmente describió Mancur Olson. Unas facciones que actúan como pandillas de adolescentes en entornos donde escasea la responsabilidad, donde el grito, la pataleta, el alboroto, son vías mucho más eficaces para conseguir ventajas que el mérito y el esfuerzo. Un marco donde predomina quien más vocifera, “reivindica”, apabulla. O el que tiene más amigos, mejores contactos e influencias. Raramente quién aporta razones más profundas.

Ser joven hoy ya no es una etapa transitoria biológica, más bien una elección de vida, bien establecida y promovida brutalmente por el sistema de medios. El adulto desmotivado actual no es un obrero explotado ni una ama de casa exhausta.

Es un nuevo tipo de pseudoadulto que cada vez se muestra más convencido de lo que le ofende, despreciando la ignorancia de lo que no entiende. Es un niño grande, que ha pasado de ser protegido por sus padres a ser justificado y mimado por la sociedad infantilizada.

Una investigación de Nathan Winner y Bonnie Nicholson (2018) de la Universidad del Sur de Mississippi exploró el papel de la sobreparentalidad, conocida popularmente como “crianza en helicóptero” y sus influencias en los jóvenes.

En esta sociedad actual, esa sobreparentalidad se ha extendido a una serie de instituciones, publicidad, corrientes de opinión y medios de comunicación. Sustituyen a los padres que exentan a sus hijos de responsabilidad y disciplina, tomando el relevo.

Si persiste un ideal de madurez, no encuentra una compensación satisfactoria en la sociedad actual. El efecto de esta infantilización de la sociedad se nota en varias esferas.

Desde la elección de líderes con un narcisismo galopante a la asunción de un rol de víctima. Un papel que desdibuja las verdaderas injusticias. También el establecimiento de una comunicación pública llena de sensacionalismo, donde queda poco espacio para la mesura o sensatez.

Una generación libre, pero aterrada

Todo parece posible, pero a la vez demasiado arriesgado. La vaguedad, lo desconocido y la inseguridad se esconden detrás de cada decisión potencial. Una generación de padres que le han dado todo hecho a sus hijos, ha producido una generación de adultos que prefieren no madurar del todo ante unos retos que les resultan demasiado sacrificados y arriesgados.

Han elegido evitar la incertidumbre y con ello, equivocarse. Sus decisiones siempre parecen ser reversibles y temporales. A nivel laboral, formativo y relacional. El contexto laboral a veces no ayuda, lo que supone una dificultad añadida.

Como resultado, el joven adulto busca satisfacción inmediata, negar el futuro y vivir un presente perenne e indefinido. Esto parece una propuesta más convincente y una posibilidad concreta.

En términos freudianos, es el principio de placer el que domina el principio de realidad. La juventud se convierte en la única propuesta existencial real en la actualidad.

La juventud, como la belleza, el éxito y el dinero, se convierte en un objeto que es posible poseer, siempre. En otras palabras: la juventud, que es una condición biológica, parece haberse convertido en una definición cultural. Uno es joven no porque tenga cierta edad, sino porque tiene derecho a disfrutar de ciertos estilos de vida y consumo.

El presentismo y la pseudoadultez

El presentismo es una elección forzada en el individuo que no quiere enfrentarse a la incertidumbre. En una sociedad globalizada y presentista, el aquí y el ahora son valores máximos.

Sin embargo, un enfoque presentista desmedido o mal equilibrado cancela el futuro, los proyectos y los compromisos a largo plazo; los mismos que solían ser indicadores para el reconocimiento social del adulto, de la madurez. Así, se forma una visión de una pseudoadultez inestable e irresponsable.

El adulto contemporáneo puede, por lo tanto, elegir usar una máscara y vivir sin un sentido concreto del tiempo. Es un individuo que no está hecho, pero está en proceso. Ya sea que lo desee o no, si es consciente de ello o no, continúa potencialmente manteniendo una pluralidad de opciones, elecciones y promesas existenciales. Esto le asusta, confunde y fascina porque la expectativa de un sueño tiene más encanto que su realización.

Lo bueno y lo malo de la infantilización de la sociedad

Como todos los avances en la sociedad, adquirir nuevas libertades acarrea un proceso de asimilación y estabilización dentro de los grupos. Así, retomar actividades catalogadas como infantiles en la vida adulta (como los videojuegos) es algo perfectamente válido, siempre y cuando no vaya ligado a la elusión de la responsabilidad con la propia persona.

Lo infantil no es solo sinónimo de negación de la autosuficiencia, sino un refugio para todo lo amenazante de nuestra vida. El bombardeo de obligaciones consumistas, la explotación laboral, la presión social, todo ello tiene fin cuando uno se sumerge en actividades propias de aquella época, en la que todo era sencillo. El refugio de lo infantil, bien gestionado, es el bastión de tranquilidad que muchas personas necesitan para garantizar un mínimo de salud emocional.

Escrito y verificado por la psicóloga Cristina Roda Rivera / imagen inicial Stefan Zsaitsits

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