Big Girls Don’t Cry (Anymore). En una era caracterizada y copada por la estética del “filtro” y el retoque, Michaela Stark busca enfatizar a través de su lencería, todo aquello que se ha vendido como incómodo y especial a las mujeres.
Michaela Stark y la dismorfia materializada. Nació en Australia, estudió diseño y más tarde se mudó a Londres. Fue allí dónde comenzó a colaborar y trabajar como costurera para diversas marcas y diseñadores británicos.
Fue allí, también, dónde empezó a fraguar su posterior obra, en esa diversidad de cuerpos que veía cada día en talleres y pruebas de vestuario. Todos distintos, y a la vez iguales. Cuenta, en una deliciosa entrevista para Arte Tracks, que en su adolescencia las revistas de moda femeninas le producían una dicotomía curiosa y terrible a la vez.
Por una parte le fascinaba ese mundo de cuerpos perfectos, suaves, sin vello, delgados y perfectamente proporcionados, y por otra intentaba imitar sus estilismos, maquillajes y estética con desastroso resultado: su cuerpo, su tamaño y todos esos “defectos” que no
veía en las revistas pero sí percibía en ella la frustraban.
La ropa que le gustaba, la que admiraba en esos editoriales de moda de las publicaciones, hacían que su cuerpo luciese desproporcionado, voluminoso y muy lejos de aquellos estándares de belleza imposibles.
Michaela no tenía una talla normativa y narra, como triste anécdota, que acudía a comprar lencería a la única tienda de “tallas grandes” que tenía cerca.
La tienda se llamaba Big girls don’t cry (anymore) y, paradójicamente, Stark lloraba en esos mal iluminados probadores, cada vez que acudía a por esa ropa interior fea, de colores tristes y aburridos y cortes más enfocados a una señora de la tercera edad que a una adolescente.
Stark pasó su adolescencia escondiendo su cuerpo bajo ropa ancha que recolocaba cada dos por tres para no marcar barriga, cadera, este volumen o el otro.
Llega a afirmar que esa dismorfia del cuerpo, que intuye haber sufrido, es la culpable y fuente de inspiración en la creación de su mágica y vengadora lencería.
Michaela Stark consigue, a través de sus creaciones, realzar y poner en primera línea todo aquello de nuestro cuerpo que nos crea incomodidad.
Sus piezas en seda, delicado encaje o suave satén que acentúan volúmenes, elevan un pecho dejando caer el otro o mantienen prieta la cintura para que la barriga se perciba como mucho más grande y desproporcionada, nos ponen enfrente figuras femeninas exquisitamente distorsionadas.
Michaela Stark y la dismorfia materializada. La obra de Michaela es una celebración del cuerpo, de la belleza y de las particularidades que hacen diferente y único cada cuerpo.
Una reivindicación de lo que nos han vendido, y hemos comprado, las mujeres, como incómodo sin serlo. La exageración de lo cotidiano de un cuerpo. Observando el suyo propio frente a un espejo, de manera cruda, sin pose y sin filtros, Stark revierte la frustración hacia su reflejo y decide modificarlo en el sentido contrario al que cabría esperar.
Enfatizar y crear girones, texturas incómodas y volúmenes poco estéticos es su manera de decirle al mundo que la forma más elemental de libertad es aquella que nos permite no sentirnos esclavas y prisioneras de nuestro propio cuerpo.
Su trabajo ha enamorado, entre otras, a Beyoncé que lució uno de sus diseños en Black is King. Y a finales de 2021, en el espacio 3537 de París, Michaela inaugura su primera exposición Star Naked, en la que plantea la dismorfia materializada de la imperfección.
Un paso más allá sobre los límites del body positive: el ejercicio de modificar el propio cuerpo hasta hacerlo incómodo a ojos de los cánones estéticos que nos han calado hasta los huesos. Desfigurar el cuerpo femenino para repensar la propia imagen.
La reflexión que cabe hacer sobre todo esto es que ojalá llegue un día en el que dejemos de sentir que mostrar nuestro cuerpo, real, desnudo y crudo es un acto contestatario y la apariencia femenina deje de centrar debates y tertulias, para ser algo que simplemente está, al igual que el cuerpo masculino.
Michaela Stark y la dismorfia materializada. Por Carla Comí