La tesis malévola es ésta: si la inutilidad sirviera para algo, no por ello dejaría de ser inútil. Los adjetivos no cambian la sustancia del sustantivo, tan sólo lo salpican de tomate kétchup.
Marcelo Víquez «Los comunes». Un arma que no hiere no deja de ser por ello un arma. El nominalismo fue un fenómeno que caracterizó la Edad Media… de la que no hemos salido. Si no existieran los universales, no existirían tampoco, por ejemplo, las armas. Así que de qué preocuparse, si estamos en la Edad Media…
No hay nada que no sirva para algo en este mundo. De hecho, este mundo es un taller inmenso donde sólo hay herramientas; quiero decir, que hasta los que utilizan las herramientas son, a su vez, herramientas para otros. Herramientas, herramientas y más herramientas.
Ya se sabe que la mejor forma de anular el sentido de una acción o de una postura o de una intención o de un pensamiento es cargarlo a tope de sentido, sin que quepa nada más. Sentido y más sentido hasta que todo pierde el sentido.
Todo sirve para algo, incluso aquello que parece más inverosímil como el amor, o el hombre, o la poesía. ¿Qué para qué sirve el amor? Pues para superar en un principio el síndrome de soledad que nos corroe desde que nacemos; y después, cuando pasa el tiempo, sirve para hacernos desgraciados como no lo consigue ninguna otra cosa en el mundo (perdón, en el mundo no, en el taller de las infinitas herramientas).
Hay quien ha creído hasta que el hombre servía para hacer jabón. ¿Y la poesía, para qué sirve? Sirve para llamar con ese nombre todo aquello que no sirve en principio para nada. Y para entrecerrar los ojos y apurar los labios en un mohín.
Y para cantar sin necesidad de acompañarse de instrumentos musicales. Y…, bueno, sirve para muchas cosas, como todo en este mundo (perdón, en este taller, quería decir).
Lo que ocurre es que no siempre las cosas sirven para lo que nos dicen, o nos hacen creer, que sirven. Por ejemplo -dice Marcelo Víquez-, si las urnas sirvieran para lo que parece que están destinadas, es decir, para cambiar el mundo (el taller), seguramente los dueños del taller no nos dejarían votar. Nos dejan usar las urnas porque no sirven para eso que dicen que sirven, lo cual no quiere decir que no sirvan para nada.
Ya lo he dicho: no hay nada que no sirva para nada. Las urnas sirven para que el taller siga a pleno rendimiento. Paz social y todo eso. La democracia es como la poesía. Uno entrecierra los ojos y apura los labios en un mohín cuando deposita la papeleta en la urna.
Marcelo Víquez «Los comunes». Orgasmocracia. Democracia genital. Baño cerebral de vaselina. La sistematización del sistema.
Por eso la propuesta de Marcelo Víquez en la exposición de la galería Kewenig de Palma para la Nit de l’Art de 2016 tiene la forma de un taller repleto de herramientas aparentemente inútiles, y de un silo para almacenar armas que no matan ni hieren, y de una porción de aire donde ondean banderas que a nada y a nadie representan.
Lo que Marcelo quiere manifestar es que en el fondo todo es así, aunque, como ya se ha dicho, si la inutilidad sirviera para algo, no por ello dejaría de ser inútil. Y la inutilidad sirve para mucho, para mucho, para mucho.
Un arma que mata es una obviedad estúpida, como una urna a la que se le puede meter por la ranura una papeleta de voto. Es obvio, estúpido, idiota que se crea que la herramienta corresponde con su papel, y que sin embargo su activación no tenga las consecuencias que podrían esperarse. ¡A ver si lo que de verdad es inútil es el taller mismo!
Hegel, el mayor apologista del Sistema como tal (aquel que se cita en mayúsculas), defendía que una tesis y su contraria, la antítesis, sumadas, en lugar de dar cero daba mucho, mucho, mucho. Daba una síntesis. Increíble, pero cierto.
No sólo cierto, sino también acertado. Los contrarios no se anulan, sólo se comen uno al otro, como ocurre entre los contendientes en los matrimonios tan bien avenidos como asfixiantes.
Así, en la tesis de Marcelo Víquez, un arma que no mata, una sierra que no corta y una bandera que no representa a nadie no suman cero sino todo lo contrario. ¿Y qué es lo contrario de cero? Ah, esta sí que es una pregunta suculenta, porque en el mundo (en el taller) de los significados, si cero es nada, lo contrario es todo. Y eso sí que es mucho, mucho, mucho.
La imagen que sintetiza (hegelianamente) todo el planteamiento de Marcelo Víquez en esta ocasión es el cóctel Molotov sin gasolina, una bomba incendiaria que no puede estallar –aunque está dispuesta a hacerlo, toda su sustancia tiene esa intención. El estallido de una bomba que no puede estallar es terrible porque nunca termina.
La bomba que explota tiene un final, puede que dramático, pero que termina. La de Víquez, que es un símbolo de lo que una bomba es cuando no es una bomba, es decir, es un símbolo del peligro que no se deja comprender y ante el que, por tanto, no se tiene defensa posible, pone patas arriba el mundo cautivo del taller.
Se trata de una consigna guerrillera: no te fíes del enemigo que te da una urna o te da un arma, porque te está entregando tu silenciosa perdición; si quieres atacarlo, hazlo con las armas que tú fabriques y que aparentemente no sirvan para nada, que no se entiendan, que sean disparatadas, que sean mortales, que alcancen a todos.
Sí, bajo su fuego no debe poder sobrevivir nadie, ni siquiera el que las usa. El arte conceptual de Marcelo Víquez ha llegado para okupar el Sistema y desmembrarlo. Y es que un mundo sin mentiras no sirve para nada.
Por Carlos Jover