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Salman Rushdie y la demencia televisiva

Una original relectura del clásico de Cervantes adaptada al siglo XXI, de la mano de Salman Rushdie, un autor que otrora estaba en la quiniela de los Nobel y fue perseguido por los fanáticos islamistas.

Salman Rushdie y la demencia televisiva. «Las novelas de caballerías se sustituyen aquí por culebrones, programas matinales, seriales de vampiros o zombis, dramas de amas de casa o espacios donde abundan esos personajillos en busca de una fama de quince minutos».

«Smile, llamado directamente Quijote en la novela, emprende una peripecia a través de Estados Unidos, probando su valor y valentía en pos de lograr conquistar a su doncella.

Pero no habrá molinos de viento ni gentes que lo manteen, sino que los peligros serán propios de nuestra época»

«Lo ordinario y vulgar, lo exhibicionista y estúpido que manda en nuestra sociedad llena de redes sociales y publicidad, choca con las ideas elevadas románticas, que ya no existen en propiedad, que son ejemplificadas ya por la locura y la obsesión, el acoso y la extravagancia.»

«¿Quién está más loco? ¿El demente Quijote o el resto de personajes, que tienen turbios secretos que ocultar, que son unos farsantes en realidad detrás de su imagen exitosa y triunfalista?»

«Todo está ya en Cervantes. Todo lo que hará la perdurabilidad de muchas novelas futuras: el enciclopedismo, el sentido de la historia, la sátira social, la caricatura junto a la poesía y hasta la crítica literaria».

Son palabras de Alejo Carpentier, leídas en 1977 al recibir el premio Cervantes y que suscribirían Fielding, Swift, Sterne, Defoe y Dickens; Stendhal, Flaubert y Balzac; Hawthorne, Melville y Twain; Pushkin, Turguénev, Tolstói y Dostoievski; Galdós y Clarín.

Es decir, lo mejor de las mejores literaturas, durante los siglos XVIII y XIX, se empaparía de Cervantes con mayor destreza e intensidad que la tierra que le vio nacer y afirmar de sí mismo: «Soy el primero que he novelado en lengua castellana».

En este sentido, El Quijote constituye el principio y, por así decirlo, el final de lo novelístico. En Este mar narrativo –título extraído del ensayo que Thomas Mann escribió a bordo del barco que le condujo a Nueva York en 1934 mientras leía El Quijote–, José Balza recordaba que Cervantes

Funda un género en el arte de la escritura; y al instaurarlo parece contener en sí mismo toda la aventura formal que la humanidad puede imaginar para la ficción».

Por su parte, Harold Bloom se muestra taxativo en El canon occidental: «Todas las novelas desde Don Quijote rescriben la obra maestra universal de Cervantes, aun cuando no sean conscientes de ello». (Además, señala, en el capítulo

«Cervantes: el juego del mundo», cómo «los críticos más distinguidos todavía no han conseguido ponerse de acuerdo en los aspectos fundamentales del libro», en el sentido de que la grandeza de la obra no produce dos lectores iguales).

Buscar ejemplos sobre eso en la narrativa contemporánea resulta, por tanto, algo tan ocioso como infinito, pero nos permitiremos citar Orlando de Virginia Woolf, «un hidalgo que padecía del amor de la literatura», como referencia destacada del personaje quijotesco del siglo XX.

Así las cosas, la lista de caracteres inspirados en Alonso Quijano y Sancho es muy diversa: de 1905, cuando Unamuno practicó en Vida de don Quijote y Sancho la novela, el ensayo, la biografía e incluso la autobiografía –como advierte Ricardo Gullón:

«¿Novela, pues? Es una lectura admisible pensando precisamente en eso: el hidalgo y su escudero reviven la historia, episodios y aventuras, en compañía de un narrador que no se priva del autoatribuido derecho a ingerirse en lo narrado, trasluciendo en el comentario una voluntad crítica tanto como creadora»–, hasta el Graham Greene de Monseñor Quijote (1982), constatamos de continuo, reflejados en las letras, el segundo de los dos grandes motivos del Quijote al decir de Borges.

Señalaba el argentino que en el texto hay dos caminos principales: «Uno, el argumento ostensible, es decir la propia historia del ingenioso hidalgo, y el otro, el argumento íntimo, que yo creo que es el verdadero tema: la amistad de don Quijote y Sancho».

El contraste entre ambos, generador de incontables parejas literarias en los trescientos años posteriores, se articula sutilmente en el poder individual de la memoria. Observemos al «ingenioso hidalgo», al «caballero de la Triste Figura», para conocer los humores de Quijano-Quijote, recalcados por Harald Weinrich en su trabajo sobre la desmemoria literaria: la ingeniosidad y la melancolía.

De este modo, frente al despierto y lúcido analfabeto Sancho, don Quijote representa la falta de recuerdos, la incapacidad de reconocer la propia identidad: «Tal ingenio no se nutre de la memoria, sino de las capacidades de un agudo entendimiento y una desbordante imaginación», pues ya decía Aristóteles –luego lo repetirían Cicerón y Goethe– que «todos los ingeniosos han sido melancólicos».

Y ahora viene el más difícil todavía: en la novela que funda un género, que inventa la figura del héroe que duda y hace dudar –¿qué vemos realmente, en la ficción narrativa, gigantes o molinos de viento?–, el narrador se confunde con el autor e incluso con el lector. Quién es Cide Hamete –véase la Trilogía de Nueva York, de Paul Auster, que ofrece una original teoría al respecto– y por qué se esconde el escritor Miguel de Cervantes de espaldas a su lector, quien también participará del texto en una suerte de interacción inédita hasta la fecha; esta surge en la segunda parte de la obra, cuando

«El errante protagonista encuentra hombres y mujeres que han leído la primera parte y esperan –y de hecho demandan– determinadas acciones de él», según dice Edward Said en uno de sus ensayos. Y añade: «En cierto sentido los lectores de ficción a lo largo de los años de su madurez han desempeñado un papel tan importante en el florecimiento de la forma como los autores».

El recurso metaficticio

Ahora se suma a esta inagotable lectura de la novela por excelencia –publicada en dos partes, en 1605 y 1615– otro gran autor de nuestra contemporaneidad, Salman Rushdie (Bombay, 1947), que sin duda estará de acuerdo con lo que dijo Clarín, que la llamó «nuestro libro, la Biblia profana española», sobre el que veía cosas nuevas –decía releerlo cada dos o tres años– al ir entendiéndolo más y mejor «según la vida va enriqueciendo mi experiencia con acciones y pensamientos».

Asimismo, lamentaba que el libro de Cervantes influyera cada vez menos en la gente por decaer paulatinamente su lectura, lo cual contrastaba con la suerte de Shakespeare, tan traducido e interpretado.

Así las cosas, ante la ausencia de un «grande hombre extranjero» que además dominase el castellano para comentar el libro en su justa medida, Clarín decía que en general El Quijote aún estaba por descubrir, y novelas ambiciosas como Quijote, del autor indio, pueden contribuir a ello.

La novela nos trae la obsesiva vida de «un viajante de origen indio, edad avanzada y facultades mentales menguantes que, por culpa de su amor por la televisión más estúpida, se pasaba una parte enorme de su vida mirándola en exceso bajo la luz amarillenta de las sórdidas habitaciones de motel, y en consecuencia había terminado sufriendo una forma peculiar de lesión cerebral».

Las novelas de caballerías se sustituyen aquí por culebrones, programas matinales, seriales de vampiros o zombis, dramas de amas de casa o espacios donde abundan esos personajillos en busca de una fama de quince minutos.

Ese «mundo imaginario del otro lado de la pantalla» secuestra la mente de este hombre anciano, flaco y alto, Ismail Smile, empleado de ventas de productos farmacéuticos, que, por supuesto, tiene una Dulcinea que idolatrar, en esta ocasión una tal Salma R, estrella de la pequeña pantalla.

Smile tiene hábitos propios de un neurótico, con su «incapacidad para distinguir lo que es de lo que no es» que, sin embargo, no le imposibilita desempeñar sus tareas profesionales, a órdenes de su primo multimillonario, el empresario R. K. Smile, hasta que su locura se hace demasiado ostensible –«tras ver el alcance de la pérdida de contacto de su primo con la realidad»– y este tiene que jubilarlo.

Por supuesto, tendrá un Sancho, imaginario, producto de sus ansias de haber sido padre, y todo esto que sucede en Quijote tiene un Cide Hamete Benengeli –el narrador de la obra cervantina a partir del capítulo nueve– muy particular, un escritor afincado en Nueva York, Sam DuChamp (seudónimo; se le denomina en el texto Hermano), de origen indio, que antaño tuvo cierto éxito como creador de thrillers de espías.

Junto con ese hijo invisible, Smile, llamado directamente Quijote en la novela, emprende una peripecia a través de Estados Unidos, probando su valor y valentía en pos de lograr conquistar a su doncella. Pero no habrá molinos de viento ni gentes que lo manteen, sino que los peligros serán propios de nuestra época. Se desarrolla así este argumento metaficticio, un rendido homenaje a la genialidad creativa del Quijote desde dos perspectivas paralelas: dos indios-americanos, como se lee, uno real y uno ficticio –aunque el primero, el narrador, también sea claro está un ente de ficción–, nacidos en Bombay, de casi la misma edad, de vida solitaria y fracasada. Y esos recursos narrativos aún se hacen más sorprendentes cuando aparece un nuevo narrador, el propio Sancho, que dice ser de blanco y negro y ser natural de Wyoming, «un adolescente imaginado por un septuagenario», un huérfano de madre que «nació el otro día» y acompaña a Smile en coche por el país.

Este sería una especie de Gepetto que fabrica su Pinocho, y con él entabla conversaciones, que interrumpe Hermano con sus descripciones y suposiciones con respecto a los personajes, de modo que el lector penetra en esta obra hecha de cajas rusas, mediante la cual, también conoceremos con detalle los antecedentes de la Dulcinea quijotesca. Esa Salma R cambió Bollywood por Hollywood, glamurosa y pública y, tras triunfar en Los Ángeles, abandonó la industria del cine y se trasladó a Nueva York para comandar un programa de entrevistas diurno. Entonces un día recibe una carta, escrita con preciosa caligrafía, de alguien que firma como Quijote, que la llama su «Grial», y se declara «su caballero».

Quijote y su escudero le separan más de mil quinientos kilómetros de Dulcinea-Salma R, sobre la cual el protagonista no puede ni concebir que no acabe siendo seducida y conquistada, aunque Sancho le plantee dicha posibilidad. De este modo, como en El Quijote del siglo XVII, aquí el hijo es la parte sensata y razonable, frente al idealismo alocado de un Quijote que, en vez de un caballo, se mueve en coche y pasa las noches durmiendo en su tienda de campaña en mitad de ningún sitio. Una obra esta, en conclusión, que conecta muy bien con la trayectoria del autor indio, la cual ha sido relacionada con el fenómeno literario, de tanta raigambre latinoamericana –se declaró admirador de Gabriel García Márquez–, del realismo mágico. Sin embargo, él siempre ha rechazado tal vinculación, pues a sus ojos el realismo mágico forma parte de una tradición que existe desde hace más de mil años, todo lo cual ha llamado «fabulismo», que arranca con Las mil y una noches.

Salman Rushdie y la demencia televisiva. La hipócrita sociedad

Su aventurero dice que tiene que atravesar siete valles para llevar a cabo la misión que se ha encomendado (el primero, «el valle de la búsqueda misma», el segundo el del Amor…): «El buscador tiene que deshacerse de todos los dogmas, incluidos tanto la fe como el escepticismo. La vejez en sí puede ser ese valle. En la vejez te desprendes de las ideas dominantes de tu época. El presente, con sus argumentos e ideas en pugna, se te revela como algo efímero e irreal. El pasado ya hace tiempo que no existe y te das cuenta de que en el futuro tampoco encontrarás un punto de apoyo. Estar separado del presente, el pasado y el futuro es aceptar lo eterno, permitir que lo eterno entre en tu ser».

Son palabras solemnes de la página 154, que enseguida son contrastadas con las frivolidades de títulos de programas de televisión. Y es que este es el drama en realidad que se presenta en la novela: cómo lo ordinario y vulgar, lo exhibicionista y estúpido que manda en nuestra sociedad llena de redes sociales y publicidad, choca con las ideas elevadas románticas, que ya no existen en propiedad, que son ejemplificadas ya por la locura y la obsesión, el acoso y la extravagancia. Lo único diferente es que este acosador sabe expresarse, como reconoce la propia Salma R a medida que va recibiendo cartas de su adorador, que la llama Amada cuando se refiere a ella conversando con Sancho y que ignora que solo despierta en la figura televisiva risas burlescas.

Pero ¿quién está más loco? ¿El demente Quijote o el resto de personajes, que tienen turbios secretos que ocultar, que son unos farsantes en realidad detrás de su imagen exitosa y triunfalista? Con todo ello Rushdie aborda las hipocresías humanas, las gentes que, por voluntad íntima, elige la superficialidad en vez de la profundidad. Y en medio de todo, el autor aprovechar para hablar del pueblo inglés, donde «hacen las cosas de otra manera» (en Inglaterra vive otro personaje de todo este teatro del absurdo, la Hermana de Hermano), de Twitter, de la inmigración, de la comunidad india de Atlanta, sobre la industria farmacéutica, los programas televisivos de citas amorosas, etcétera.

Por estos detalles y ese tono crítico y hasta sarcástico, esta última obra de Rushdie puede relacionarse con otras suyas en las que ya había analizado la sociedad norteamericana, como en La decadencia de Nerón Golden, un retrato del país desde la época de Obama hasta la llegada al poder de Donald Trump; en esta historia, que publicó Seix Barral en el 2017, con tono de novela de suspense político, vimos a un joven estadounidense aspirante a director de cine que se veía involucrado en los oscuros asuntos de una familia llena de secretos y que, en última instancia, veía la decadencia de su patriarca, Nerón Golden, reflejo del actual huésped de la Casa Blanca. Ruhsdie así revisaba acontecimientos importantes de los últimos ocho años de la vida en Estados Unidos: el auge del Tea Party y el nuevo conservadurismo, el feminismo y las nuevas políticas de género, la reacción contra la corrección política y la aparición de Trump, con todas sus ambiciones y narcisismos, y tan enfrentado a los medios de comunicación, que en Quijote tienen una preponderancia absoluta.

Rushdie, quién lo duda después de esta gran reinterpretación del Quijote cervantino, la novela que tiene infinitas lecturas, podría firmar lo que dijo Dostoievski en su Diario de un escritor (1877): «Ese libro, el más triste de todos, no debe el hombre olvidar llevarlo consigo el día del Juicio final»; tampoco, la consideración de Unamuno, que afirmaba que el libro era la Biblia española y, «Nuestro Señor don Quijote», Cristo; ni el punto de vista de Gustave Flaubert, que escribió en sendas cartas de 1852 a su amante intelectual Louise Colet reflexiones de gran calado por lo que respecta, primero, a la existencia real del Quijote: «Lo que distingue a los grandes genios es la generalización y la creación. En un solo tipo resumen personalidades dispersas y aportan a la conciencia del género humano personajes nuevos. ¿Acaso no se cree en la existencia de Don Quijote igual que en la de César?»; y por el otro, sobre la grandeza de una obra que lo aúna todo, que todo lo abarca hasta minimizar lo demás: «Lo que hay de prodigioso en Don Quijote es la ausencia de arte, y esa perpetua fusión de la ilusión y de la realidad que hace de él un libro tan cómico y tan poético. A su lado, ¡qué enanos, todos los demás! ¡Qué pequeño se siente uno, Dios mío! ¡Qué pequeño!».

Toni Montesinos

El condenado a muerte

Hay una línea regular, un trasfondo novelístico más o menos evidente, en el camino literario de Salman Rushdie; cada una de sus obras, detenida en su estación, en el momento de que vieron la luz, desde su celebrada Hijos de la medianoche (1981) hasta Shalimar, el payaso (2005), y aún más allá, aporta un detalle a esa recta. El camino sería un largo espejo de la realidad multiétnica; cada obra, un escenario nuevo en el gran teatro del ser humano enfrentado a un presente marcado por la inmigración, el poder político, las presiones sociales que presenta cada nacionalidad.

Rushdie es un ejemplo para sí mismo, para comprender al individuo que hoy se balancea entre los sueños y las realidades de un planeta tan tecnificado y tradicional como bienintencionado y hostil. Con los párpados a media asta, la mirada del autor británico nacido en Bombay parece escrutar con fina ironía su entorno más inmediato. Al escucharlo hablar, con una voz serena, segura, afable, se diría que tiene todo bajo control, que sabe cómo encarar los problemas más complejos, todos aquellos asuntos políticos e históricos que a los demás se nos escapan y que él encierra en un relato.

Cómo reaccionaría este hombre, muchas veces tratado como una vulgar estrella de la canción por la prensa londinense por sus coqueteos con la vida social –cameo en películas: Los amigos de Peter, El diario de Bridget Jones y Cuando ella me encontró; y su fama de mujeriego (tuvo antaño una joven novia modelo)–, en la privacidad de su hogar cuando, un año después de publicar Los versos satánicos(1988), el ayatolá Jomeini le condenó a muerte por lo que consideraba un insulto al Corán.

La historia versaba sobre un avión secuestrado que estallaba a gran altura sobre el canal de la Mancha, y en el desastre sobrevivía un legendario galán cinematográfico de Bollywood, muy engreído, y un tipo que trabaja como actor de voz para anuncios y que rompió su vínculo con la India; el caso es que al caer cerca de las costas inglesas, se transforman mágicamente: al primero le sale una aureola angelical y al segundo unas protuberancias en la frente, respectivamente son el arcángel Gabriel y Shaitan (como se conoce a un ángel maligno en árabe).

Cómo se acostumbra uno a ir desde entonces por el mundo protegido y custodiado, escondiéndose cuando como si estuviéramos en el Lejano Oeste y un cartel con su nombre y la palabra «wanted» pusiera precio público a su cabeza (cinco millones de dólares, hasta que Irán afirmó que tal sentencia no iba a ser ejecutada).

La respuesta a ello fue sin duda seguir escribiendo, seguir siendo quien era –disfrutando además de los lujos que puede ofrecer la fama–, añadiendo, incesante y valientemente, su verdad literaria a la Verdad que nos concierne a todos.


Salman Rushdie y la demencia televisiva. Por Leonardo Lee

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