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Amigos sincericidas

Anda el tiempo y uno comprende que las personas verdaderamente aptas para una amistad, porque no todo el mundo vale para una amistad, son aquellas que al hablar pasan por la puerta delantera. Individuos en cuyas palabras no vibra ese doble tono complaciente, condescendiente, lameculista.
Los antiguos griegos, que tenían una expresión singular para cualquier concepto, un poco como los alemanes con sus aleaciones sustantivales, hablaban de parresía. Esto es, el arte retórico de no callarse nada, hasta lo escandalosamente obvio. Hablamos, pues, de franqueza, una virtud en vía de extinción. No es otra cosa la franqueza que la valentía de señalar verdades evidentes. Hoy por hoy, cultivar la franqueza se revela una actitud peligrosa, poco menos que un atentado a la moral, al civismo y al buen rollito.
A los de espíritu franco se les considera personas non gratas. No encajan, como los leprosos en Jerusalén.
Ya no se estila, al parecer, si es que se ha estilado alguna vez, el verbo prístino y directo. Ése, sin embargo, es el verbo que vale, aunque a veces se presente con los rebordes afilados y el temperamento arrojadizo.
Los de corazones francos, versados en la indispensable retórica de las verdades abrasadoras, son imperativos en las filas de los amigos de confianza. Son ellos quienes, a la postre, lo llevan a uno a germinar, a brotar, a medrar en la vida.
Los murmuradores, los aduladores, los pelotilleros, de contra, hacen justamente lo contrario. Lo apuñalan a uno a las espaldas, porque todas sus lisonjas tienen revés de daga trapera, y, después de la clavada, se encargan de sepultarlo.
Los amigos, menos mal, se escogen, como se escogen las frutas ya maduras. De manera que uno, si tiene elección, elige los amigos que van de frente. Eso de seleccionar a los amigos, sometiéndolos a cribas y criterios, sonará a que uno es un poco interesado. Más o menos. El interés resulta factible si en la parte interesada subyace un sincero deseo de aportar, de enriquecer al prójimo, de practicar el win-win más que el chupa-chupa. Uno, que es un poco escéptico y bukowskiano, entiende la amistad con filtros entre pragmáticos y capitalistas, la amistad como transacción comercial y sentimental, como un quid pro quo entre dos individuos respetables.
Ahora, hecho el exordio, pongámonos prácticos, ilustremos lo expuesto.

Se conoce, por ejemplo, que la gente suele hincharse de orgullo, desbordarse de engreimiento tras alcanzar una meta u objetivo particularmente ansiado. Se atragantan entonces con una arrogancia limitante, con una soberbia cortapisa que cercena cualquier otra posibilidad de avance o progreso.

—¡Hoy he escrito dos mil palabras de una sentada! —dice, con mucho papo, el escritor remolón, luego de procrastinar durante semanas—¡Lo he conseguido!

Lo cierto es que no, no lo ha conseguido. Una racha de energía le bastó para sentir que lo había conseguido, pero es una sensación errónea. Es muy sencillo soltarse una vez, debido a una ventolera optimista. Lo complicado es soltarse desde la abulia y la apatía. No siempre te la vida RedBulls. Nuestro escritor lo habrá conseguido de verdad cuando sea capaz de sentarse a escribir aun desprovisto de ganas; cuando sea capaz de conservar intacta la voluntad de oficiar la escritura incluso después de trabajar, incluso después de volver a casa derrengado por el contacto con la máquina capitalista; cuando, a pesar de todo, descuelle la disciplina y logre, sin importar qué, mutilarse la cabeza entre palabras y sintagmas. Entonces sí, lo habrá conseguido. O tal vez no. Lo cierto es que uno no debería suponer, demasiado pronto, que lo ha conseguido, que ya es, sin dudas, un maestro en sus ámbitos. Creerse maestro es esterilizarse, castrarse cognitivamente de cara al aprendizaje. Los que derrochan actitud de maestro ya no evolucionan, ya no progresan. Quienes van por ahí dando la murga con su supuesta pericia y profesionalidad incurren, numerosas veces, en errores de óptica, tienen una visión sesgada y parcial de sus campos de interés. Por todo lo anterior, es una elección más lógica y enriquecedora considerarse a uno mismo discípulo, perpetuamente.
Es inevitable, sin embargo, caer de vez en cuando en las garras de la vanagloria. En esos momentos nada es más imperativo para uno que una persona, que un amigo, ya digo, franco, vertedor de jarros de agua fría, asesino de ínfulas, sincericida. Es probable que sus palabras duelan (la franqueza, sobre todo si va con buena fé, incomoda y molesta), pero en última instancia el escozor ayudará a reamoldar las expectativas en tierra firme, servirá de aliciente para restañar la humildad perdida.

Claro que no todo el mundo sabe valorar un buen rapapolvo de verdades, de ahí que haya tanto zalamero profesional. Es sencillo encontrar a alguien dispuesto a decir lo que uno quiere oír. Es harto difícil, sin embargo, dar con alguien dispuesto a decirte lo que necesitas aprender, sin pelos en la lengua, sin mentiras blancas. Los hay quienes no son capaces de tolerar y digerir una crítica porque viven ensimismados en un caparazón de conformismo. Los hay quienes tienen la piel demasiado suavona y pretenden que todas las críticas vengan abrigadas de azúcar glas. Nein: si equis es una mierda, hará falta decir que equis es una mierda, sin más. No es realmente necesario tanto circunloquio, tanto paternalismo. Para construir, a veces, se necesita destruir, para luego reconstruir, esta vez seleccionando la argamasa útil y desechando la superflua. Sólamente la honestidad en boca del prójimo puede ayudar a demoler las mentiras arraigadas y los prejuicios nocivos con que uno a veces vertebra su vida. Los aprendizajes más valiosos suelen ser los más decepcionantes. Eso sí, para evitar darnos de bruces contra la pared, es conveniente aprender a derrapar, a mitigar el trompazo. Por ello, hay que mostrarse perpetuamente receptivo, continuamente dispuesto, a sufrir un sincericidio.

Artículo escrito por Darío Álvarez Ranieri | Imagen inicial: Maki Horanai

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