El otro dia mi hija me enseñó un arcoiris reflejado en el grifo del baño. No se fijó en el desorden, en el óxido que recubría las juntas o la porquería de las rendijas de los azulejos ni tampoco en el color desteñido de la toalla. No, ella vio algo hermoso en el sitio más insospechado: un grifo viejo y vulgar.
«La vida es una mierda» por Nicholas Avedon. Pero a ella le bastó eso para ser feliz durante unos instantes. No necesitó más. Me contagió esa ilusión por haber encontrado cosas hermosas. Cuando era niño, encontraba tesoros en la basura. Podían ser cómics o juguetes, sin importarme dónde los había encontrado o lo que implicaba que un niño rebuscara en la basura.
Mientras escribo esto, con una copa de vino y unas aceitunas en la mesa de un hotel, me siento un poco niño, ignorando que el universo entero es hostil y el aquí y el ahora solo es una burbuja, endeble y transitoria.
La belleza da la felicidad, solo si sabes apreciarla, sin querer poseerla. Por eso amo las palabras, porque tengo muy mala memoria, y no soy capaz de retenerlas en mi cabeza, únicamente me quedo con el poso, dulce o amargo, y lo dejo correr. La fotografía, colgada, con los años pierde la magia de tanto manosearla con la mirada.
Los niños pequeños son tan maravillosos porque no duran, porque crecen, porque su juventud no es de nadie, ni siquiera de ellos mismos. Solo se puede apreciar en silencio, gritando o riendo. Cosquillas y pelo revuelto. Ese recuerdo es por lo que escribo, es lo único auténtico que he escrito sobre la felicidad.
Antes de tener hijos no sabía lo que era la felicidad, porque siempre fui demasiado egoísta como para darme cuenta de que la felicidad no es algo de uno, no es nada que te pase o que disfrutes, vivas o sientas. No. La felicidad es siempre algo que le pasa a alguien a tu alrededor y que comparte contigo. Cuando más quieres a esta persona, más feliz te hace.
Lo supe el otro día viendo a un adolescente sacar a su chucho, apenas un cachorro.
«La vida es una mierda» por Nicholas Avedon. No tenían nada de especial, excepto tener toda la vida por delante y ganas por vivirla. Eran bonitos, tiernos, y como dicen en sudamérica: lindos. Aquel chaval y su perro me transmitieron una belleza efímera y gratuita, de esa que provoca felicidad instantánea. Como el grifo sucio de mi hija. Para ser feliz solo hay que sentarse y observar las infinitas excepciones y los accidentes en el plan siniestro de la existencia.
Me gustaría tener todo el tiempo del mundo para observar la felicidad de la gente, y robársela un poquito, sin que se den cuenta, porque muchos de ellos no saben que están viviendo un momento de felicidad. Lo sé yo, porque sé de esto, porque me alimento robando instantes a los demás. Por eso escribo, para acordarme de lo que una vez sentí. Para que no se me olvide que la vida no es una mierda.
La vida es única e irrepetible, y me hubiera gustado vivir mil millones de vidas para cometer todos los errores posibles y beberme todo ese dolor en un vaso lleno de cubitos de placer traslúcido. Vivir sin comas, sin puntos y menos aún de los suspensivos que prometen y no cumplen nunca.
Somos briznas de hierba que crece en un campo lleno de cadáveres en descomposición, cubiertos de algo de tierra oscura, abono reseco y bañados de vez en cuando por lágrimas amargas. El sol, el mismo que nos abrasa, nos da la energía para crecer y alejarnos del pasado. A veces miramos a nuestro alrededor y vemos otras plantas, flores hermosas, árboles gigantes, que parecen ajenos al suelo, ese suelo lleno de historias terribles, tapadas por el uniforme color negro de la vida y de la muerte.
El único camino posible es el cielo, abajo, la muerte nos espera seguro. Podemos utilizar el breve tiempo que tenemos intentando alcanzar las copas de esos árboles, o esos arbustos compuestos de cientos de ramas, sin saber ilusos, que ellos tienen sus propios deseos y esperanzas y que no formamos parte de sus planes.
Cuantas más experiencias, propiedades y pecados acumulamos, más nos pesan y más nos cuesta ver los arcoiris en los grifos de los bares y nos impide llegar al cielo.
Me gustan los coches caros, los buenos vinos y la gente guapa. No lo voy a negar, pero no me dan la felicidad. Todavía me la siguen dando las cosas que inevitablemente no puedo poseer. Espero que no llegue el día que crea que puedo llegar a comprar todo lo que me parece hermoso, porque ese día ya no habrá vuelta atrás, y podré decir sin género de duda que la vida es una mierda.
Y se me ha caído una gota de vino en mi flamante portátil.
No sé si lo siento más por el vino o por el portátil.
A eso me refiero.
Todo aquello que poseemos nos posee. No se puede poseer la felicidad ni la belleza. ¿Lo habéis probado? Cuando cortas una flor, da igual que la pongas en un vaso de agua, con el paso del tiempo se marchita y después de algunos días apesta a muerte. Hay sueños que es mejor no alcanzar, porque se convierten en pesadillas.
Hay que enseñar a los niños a encontrar los arcoriris en los lugares más insospechados. Ellos ven cosas hermosas para las que ya no tenemos nombre, lo olvidamos hace mucho.
«La vida es una mierda» por Nicholas Avedon (https://nicholasavedon.com). Fuente: Rose Sioux