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Por qué nos deprimimos más a pesar de que cada vez somos más ricos

La evolución ha modelado nuestro cerebro a lo largo de millones de años para algo más que ver los Simpson, fumar maría y hacer risas con los colegas.

La psicología distingue entre placeres y gratificaciones. Los primeros tienen un acusado componente sensorial: escuchar una canción, admirar una pintura, conducir un deportivo, comer en un buen restaurante. Es lo que asociamos con una existencia lujosa, lo que decimos que haremos si nos toca el gordo en la lotería. Se trata, sin embargo, de experiencias efímeras, cuyo efecto se disipa con rapidez en cuanto cesa el estímulo que las anima. Apenas dejan otro poso que el anhelo de repetirlas, lo que no siempre es posible, porque el organismo se habitúa y reclama dosis crecientes.

Las gratificaciones no son meros goces pasivos. Entrañan un esfuerzo, la puesta en práctica de alguna destreza: componer un poema, jugar un partido de tenis, escalar. “Quizás ninguna de estas actividades resulta especialmente grata en el momento de realizarlas”, escribe Mihalyi Csikszentmihalyi, “pero cuando después pensamos en ellas, decimos: fueron divertidas”. Y sobre todo, nos dejan un poso duradero de satisfacción.

Hace años, Martin Seligman mantuvo con sus alumnos una acalorada discusión sobre el origen de la felicidad. Ante la imposibilidad de llegar a un acuerdo, decidió que debían juzgar por sus propios medios y les mandó que, para la siguiente clase, llevaran a cabo una tarea placentera y otra filantrópica y redactaran su impresión. Los rescoldos de la primera “palidecían en comparación con los de una buena acción”, dice. Uno de los estudiantes admitió que se había matriculado en la universidad para “ganar mucho dinero y ser dichoso, pero que se había quedado de piedra al comprobar que disfrutaba más ayudando a los demás que yendo de compras”.

No saquen, de todos modos, conclusiones precipitadas. No se trata de renunciar a los deleites de la civilización. Por supuesto que es estupendo asistir a un concierto, contemplar un Sorolla o cenar en Kabuki. Pero debemos romper nuestra dependencia excesiva de “las fórmulas rápidas para lograr la felicidad”. Ni la televisión ni las drogas ni la promiscuidad nos procurarán nunca la alegría serena que caracteriza a una vida plena. Es más, son probablemente las responsables de que la depresión sea mayor en los países ricos pese a los progresos en todos los indicadores objetivos de bienestar: poder adquisitivo, alimentación, seguridad, acceso a la sanidad y la educación…

La evolución ha modelado nuestro cerebro a lo largo de millones de años para algo más que ver los Simpson, fumar maría y hacer risas con los colegas. Necesitamos acechar, planificar, abalanzarnos sobre algún objetivo. Seligman cuenta que uno de sus profesores adoptó una vez un lagarto del Amazonas, pero no conseguía que comiera. Probó con lechuga, con mango, incluso con hamburguesa de cerdo. En vano. El animal moría de inanición, hasta que un día, leyendo el New York Times, el profesor olvidó su sándwich de jamón bajo unas hojas sueltas del diario. “El lagarto centró su atención en esa configuración, se desplazó sigilosamente por el suelo, saltó sobre el periódico, lo destrozó y se zampó el bocadillo”.

“El placer es una fuente de motivación poderosa”, sostiene Csikszentmihalyi, pero nos hacen falta además desafíos, como al lagarto del Amazonas. “Dar sorbos a un cóctel bajo una palmera a orillas de un océano turquesa está bien, pero no es comparable con la exultación que siente [el escalador] en ese risco helado”.

Por Miguel Ors Villarejo

Imagen: Alexandra Levasseur

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