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Debemos alcanzar la madurez, es decir, reencontrar la seriedad que de niños teníamos al jugar.

Me recuerdo de niño, bajando al parque con un balón debajo del brazo, echando a pies los equipos y corriendo luego como si de aquella pachanga dependiera la suerte de la humanidad.

A menudo perdíamos, pero aquellas derrotas no nos acobardaban. Al contrario, nos enardecían. Exigíamos la revancha, igual que nuestros rivales nos la reclamaban cuando eran ellos los que caían, y así nos pasábamos las tardes muertas, pidiendo y concediendo revanchas, hasta que la falta de luz nos impedía distinguir más allá de unos pocos metros y nuestras madres venían a buscarnos y nos íbamos a cenar, cubiertos de polvo y churretones, con los ojos brillantes.

Seguí practicando el fútbol muchos años después, pero en algún momento de la adolescencia desarrollé un sentido de la reputación que me impidió desdeñar como hasta entonces la derrota. Su perspectiva se me hizo insoportable. Aprendí a transigir con las trampas, a engañar al árbitro, a intimidar al rival. Solo me preocupaba ganar. Olvidé la capacidad de disfrutar del juego y, con el tiempo, lo dejé.

Epícteto enseña que algunas cosas dependen por completo de nosotros y otras no. De nosotros depende el juicio que nos formamos de la realidad, la intensidad con que la gozamos o la sufrimos, pero no la realidad en sí: el dinero, la fama, la salud. Y al empeñarnos en controlar lo que no depende de nosotros, nos volvemos vulnerables a la frustración y acabamos sumidos en el reproche constante de los dioses, de los demás, de nosotros mismos.

“No se obsesione con los resultados, fíjese objetivos relacionados con su propio esfuerzo”, aconseja Jeremy Anderberg. “Mi esperanza con respecto de este artículo no debería ser, y de verdad que no lo es, que se comparta y retuitee miles de veces. No puedo decidir lo que se transforma en viral y lo que no. Los caprichos de internet no merecen ni un instante de reflexión o inquietud. En lugar de ello, mi objetivo ha sido investigar, escribir, organizar y editar el material lo mejor que he sabido”.

Ortega distingue entre almas grandes y almas chicas. El pusilánime, dice, carece de proyectos, busca el placer y evita el dolor y cree que “si un pintor se afana en su oficio es por el deseo de ser famoso, rico, etcétera”. Pero lo que mueve al magnánimo es la pasión creadora: “vivir y ser es para él hacer grandes cosas”.

Y cuando Zaratustra aborda la transformación en el superhombre, no culmina su metáfora con la imagen de un héroe aclamado por las masas. “El superhombre de Nietzsche es el filósofo-niño”, explica Toni Llácer. “Ha alcanzado la madurez, es decir, ha reencontrado la seriedad que de niño tenía al jugar”.

“Una rueda que se mueve por sí misma”, lo describe Nietzsche. No necesita pretextos (el oro, el éxito, la adulación) para gozar de la existencia. Ha logrado la plena liberación. 

Por Miguel Ors Villarejo // Imagen: Balthus

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