Violeta y Galileo: Amor en el barrio chino (finale). Se amaron entre paredes martianas y marcianas, follándose como si no fueran a dejar de hacerlo nunca, se quisieron en todos los portales hasta dormirse en uno de ellos sin conciliar el sueño y despertaron juntos sin que amanecieran los sueños.
Los adoquines se habían cubierto de césped, las margaritas alfombraban las paredes y las farolas encendieron los destinos de cada uno de sus pasos hasta llegar sin querer a La Tortillería de Palma, un lugar de encuentro bajo los arcos de la Plaza de la Quartera donde las gentes son los verdaderos protagonistas, un antiguo cobijo donde los buscavidas y los artesanos entrelazaban sus manos como las raíces de los árboles.
Se nutrieron entre vermuts y alternaron sus apetitos con sus aperitivos, embadurnaron las tostas con el sabor explosivo del paté de tomate, entre salivadas y olivadas, se deshicieron entre sus patatas, sus cebollas y sus huevos. Se cocinaron en crudo al compás de unas tortillas elaboradas con mucho cariño.
Afuera ya no existían los relojes y, cabalgando entre fantasías, se detuvieron atónitos delante de Sa Juguetería, en la Calle del Pes del Formatge, atraídos por las maravillas de una atmósfera que te recordaba a tu infancia.
Un lugar donde se combinan los wraps con los juegos reunidos geyper, las quesadillas con los viajes de Gulliver en coches de scalextric, las ensaladas con los cuentos de hadas y las hamburguesas con las colinas burguesas de los campos de fresas.
Violeta y Galileo se columpiaron con arte sabiendo que no es sólo lo que te comes, sino dónde te lo comes, no sólo quién te lo hace, sino cómo te lo hace, riéndose y compartiendo actitudes.
Entre juegos y juguetes se abrigaban con el abrigo de las marquesinas, se pasearon sin sonidos y frotándose mientras crecían las lianas verdes y se encendían las chimeneas de las cabañas de madera al ritmo que les marcaba el bombeo de sus propios corazones, se perdieron en la Clínica Veterinaria para convivir con ornitorrincos, óleos, dromedarios, pitones y anacondas, cuadros, esculturas y gatos, guanacos y gamusinos, fotografías, linazas y secantes, gorilas, lechuzas, relatos, tiendas de campaña y otros bichos que corrían por ahí.
Se entregaron a las consecuencias lógica y fisiológica de introducirse en el mundo de alguien que vivía mientras pintaba, escribía, soñaba, escupía y esculpía.
Y se iban los minutos impolutos, los segundos fecundos y las horas solas en el mar de las olas para protegerse entre las ramas de los limoneros. Se sentían como Maya y Willy en un país multicolor, bajo el sol y volando sin cesar en el mundo de Lemon Tree, picoteando el néctar de una crema de calabaza con vinagreta de frutos rojos, disfrutando él con su bacalao dorado y temblando ella con su flan de huevo, perdiéndose en las nubes con la burguer de atún rojo marinado con mayonesa de wasabi, sésamo y reducción teriyaki, desapareciendo entre la calidad y la originalidad de sus platos, entre sus cervezas artesanales y un millón de opciones de pinchos elaborados con mucho amor.
A la hora de la siesta y a la que se acuestan los vampiros, Violeta y Galileo se entregaron a un delicioso descanso entre sus sábanas individuales y el despertador del deseo les avisó en el momento exacto en el que deberían de asearse y vestirse para ser puntuales a las nueve de la noche, en el Bocalto, como habían quedado. Un restaurante que rompía la oscuridad irradiando una luz con una estudiada iluminación para nutrirse del pasado del barrio y ofrecerle su futuro.
En una zona delimitada por sofás y matizada de verdes y violetas, se entregaron a la pasión de los párpados y las pestañas bailaron al ritmo de una selección perfecta de música y aperitivos. Se consumieron como dos lubinas con salsa de langostinos en medio de patata confitada y crujiente de berenjena. Se sorbieron entre sorbetes y se fueron silentes sabiendo que mañana saldrían los aviones, con los destinos programados y sin contemplaciones.
Por la inercia del encanto y las sorpresas, se sorprendieron al comprobar que se habían hospedado en el mismo lugar y, sin importar lo más mínimo cuál era la de quién, se introdujeron los dos en la misma habitación para acostarse con el sabor amargo del amanecer.
Se momificaron como lo hacen las cucharas, compartieron los infartos y se abrazaron a la espera de que llegase el médico forense para poder certificar las muertes de Violeta y Galileo por una doble parada cardíaca fruto de las frutas de la pasión.
Violeta y Galileo: Amor en el barrio chino (finale). Por Carlos Penas)