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La regla crítica | Burbujas

Cuando la respiración provoca eco es porque la soledad sobrevuela el penúltimo cadáver, pensó Fabio, trastornándole. Y si estaba llorando era por lubricar el alma, y si había decidido caminar era por no formar charco, y calculo que serían las doce y media cuando llegó al Parque Kyoseva, heroína de leyenda y cultura hercúlea. A lo lejos se extendía una alfombra con diecisiete verdes diferentes y, a su alrededor, convivían margaritas, rosas y tulipanes. Sentado en aquél banco de madera sentía que estaba en el infinito, contemplando el mundo desde el otro lado. Era como si en un segundo pudiese aparecer cualquier resto mortal paseando, porque sí e inventando su propio concepto. Fabio dejó entonces de llorar y se entretuvo con una hormiga que se esforzaba por escalar a uno de sus zapatos, haciendo un sistemático zigzag regular generado por un segmento de línea mediante la aplicación repetida de un desplazamiento de reflexión. Después de vueltas y revueltas patosas por culpa de las ceras y tintes del betún lustrado, la hormiga cruzó firme y decidida por el paso de cebra que le proporcionaba un calcetín de rayas. En la acera de enfrente se puso a trepar por un tronco de tela vaquera, agarrándose y sujetándose con sus garras ganchudas hasta llegar a la altura de la pretina y perderse entre la cordillera de sus huevos. Ahí se detuvo y echó unas carreras alternando un cojón y otro entre gritos y gemidos de júbilo. Subió por su pene hasta coronar la cima de su glande y se deslizó sobre la superficie de su vena más gorda, a modo de tobogán, hasta que decidió irse por donde había venido. Fabio intentaba entonces recuperar la sensación de inmensidad que había perdido hacía pocos minutos y percibió cómo se dirigían hacia él por lo menos un millar de hormigas siguiendo los rastros de sus putas feromonas. Parecían locas insulsas que corrían y bailaban al ritmo de un estúpido despacito y de un obsceno rapidito, en un after-pesebre rodeado de bueyes, mulas y estiércol. Enseguida reconoció a la cabecilla del rebaño y miró alrededor. Esto sí que no lo voy a consentir, balbuceó Fabio. Odiosa multitud, pensó. Se levantó con su libro virgen de lectura y se fue paseando hasta los campos de fresas, donde nada es real y no hay nada que temer, muy lento y envuelto en un transparente film alveolar, para embalar su propia fragilidad y para protegerse de los Borriquillos Vulgaris, de las Bichajus Asquerosus y de los Bârônis Cadâveris.

Texto y Fotografía: Carlos Penas

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