El dibujante Darryl Cunningham se adentra en la biografía de la madre de la filosofía Low Cost y una de las chifladas más ilustres del siglo XX
Principios de los 60. Uno se la imagina en el cuarto de baño de su casa, tras el café y el cigarro y plantando un muñeco de barro. De repente, le llega la inspiración. El Santo Grial de la lógica, saber si los grandes problemas de la Humanidad pueden tener una única respuesta que sea la correcta, acaba de ser resuelto. Lo que no pudieron hacer Bertrand Russell, David Hilbert, Kurt Gödel o Gustar Wittgenstein (alguno incluso se volvió loco en el intento) lo acababa de resolver una rusa nacionalizada americana: descubrió que ella siempre tenía razón. Había nacido el Objetivismo.
Ayn Ran (1905-1988), más conocida en los países anglosajones que en España, fue, sin lugar a dudas, uno de los personajes más controvertidos del siglo pasado. Escritora de éxito, fundadora de una pseudosecta, referencia de la ultraderecha pese a ser defensora acérrima del aborto y atea militante, apóstol de la libertad individual salvo la de aquellos que osaban contradecirla… Nadie puede, como ella, presumir de haber influido tanto en el pensamiento económico del siglo XX y, de paso, sentar las bases ideológicas de la Iglesia de Satán. Ahora, el gran dibujante inglés y divulgador Darryl Cunningham (Pseudociencia. Mentiras, fraudes y otros timos. Léeme Libros, 2015) repasa tan peculiar biografía en The age of selfishness (La edad del egoísmo. Abrams Comicarts, 2015).
¿QUIÉN FUE AYN RAND?
Para muchos, Rand es simplemente la autora de mamotretos como El manantial (1943, adaptada King Vidor al cine en 1949), La rebelión de Atlas (1957, la novela favorita de El Joker) o Los que vivimos (1936). Pero su gran mérito es haber llegado a la conclusión que el mundo se dividía en los que se lo curraban y los chupóteros. Y, a estos, ni agua.
En otras palabras, a ella le debemos la peligrosa idea de que la colaboración y la solidaridad son defectos del alma mientras que el egoísmo, una gran virtud. En unos EEUU que por entonces eran keynesianos hasta la médula, su teorías calaron profundamente en ciertos sectores de la economía (sobre todo, entre los herederos de Ludwig von Mises y compañía) y el pensamiento. Ronald Reagan o Margaret Thacher, entre otros, figuraron en los que creían en este mantra a pies juntillas. Si el Tea Party tuvo una musa, fue sin duda ella.
Pero el gran mérito de Ryan no fue que sus ideas calaran en las grandes esferas, un mérito que no se le puede negar a quien tuvo al expresidente de la Reserva Federal Alan Greenspan como uno de sus más devotos seguidores (algo que él siempre ha soslayado). Su gran éxito fue calar en la clase media, en esos que confiaban en el sueño americano y se levantaban cada día pensando que algún día serían ricos.
Como apunta el autor de Economix (Lunwerg, 2013) Michael Godwin en la introducción: «Cuando era pequeño, leía cómics del Capitán Ma
No los leía porque fuera un tipo fuerte y grande como ellos; los leía porque era un tirilla. Me encantaba leer Superman porque no me parecía a él». Así fue como John Galt, el héroe autosuficiente de La rebelión de Atlas, logró que millones de lectores se identificaran con él. No representaba lo que eran sino lo que querían ser.
Ayn Ryan, apóstol del hombre hecho a sí mismo, pretendió ser eso toda la vida: una triunfadora que nunca necesitó ayuda de nadie y que jamás la pidió. Según ella, no fue su biografía lo que le condujo a esa misión sino una reflexión objetiva sobre el mundo en que vivía. Otro de sus delirios.
UNA BIOGRAFÍA ACCIDENTADA
Alissa Rosenbaum nació en San Petersburgo en 1905 en el seno de una familia de clase media alta, y ya desde pequeña tuvo problemas para relacionarse con esos otros niños que se negaban a seguir a pies juntillas lo que ella decía. En 1917, la Revolución Rusa mandó al retrete su tranquila existencia y hasta 1926, cuando emigró a EEUU, tuvo oportunidad de comprobar las excelencias del recién instaurado régimen soviético. Aunque ella siempre lo negó, la experiencia marcó su visión del mundo. Lógico, dicho sea de paso.
Ya en la tierra prometida, sin un duro en el bolsillo, se alojó durante meses en casa de unos familiares a mantel puesto. Fueron ellos, además, los que le consiguieron los contactos y los dineros (que nunca les devolvió) necesarios para viajar a Hollywood y poder sobrevivir mientras iniciaba su carrera como guionista. Sin la ayuda desinteresada de los suyos, su biografía hubiera sido otra, así que decidió borrar de su memoria esa época.
Ya en Hollywood, conoció al que sería su marido Frank O’Connor
Ya en Hollywood, conoció al que sería su marido Frank O’Connor cuando ambos trabajaban de extra en Rey de Reyes (Cecil B. DeMile, 1927. Luego, empezó a escalar puestos. Nadie puede negar su talento para la escritura (Los que vivimos, la historia de tres personas bajo la Revolución Rusa, fue su primer libro y su primer éxito) y su carisma.
En esa época recibió una carta de Natham Blumenthal, uno de su fans más entusiastas, y decidió invitarle a él y a su mujer a vivir en su casa. El Objetivismo y El Colectivo, una pseudosecta de pelotas cuya única ocupación conocida era darle la razón, empezaba a cobrar forma. Poco tiempo después, todos se trasladaron a Nueva York y se dedicaron a propagar la bondades del Objetivismo, una pseudofilosofía que se basa en la obviedad de que la realidad existe y que, a través de ella, se podía llegar a una respuesta única y acertada a cualquier problema. Esto último, no es tan obvio.
LIBERTAD INDIVIDUAL
La relación con Blumenthal evidencia hasta que punto el concepto de libertad individual de Rand no era más que otra de sus bufonadas. No solo lo convirtió en su amante, sino convenció a su marido de que un espíritu superior como el suyo, tenía derecho a tener amantes, así que incluso le comunicó que una vez a la semana quedaría con él para quitarse las telarañas. Pero cuando Blumenthal decidió acabar la relación porque se había enamorado de otra mujer, Patrecia Gullison, Rand le expulsó y pasó de ser su mano derecha a un paria dentro del Colectivo.
Por entonces la fama de Rand había crecido como la espuma. La revista The Objectivist y otros libros difundían su filosofía de todo a euro mientras a ella se la sorteaban los medios, en los que un día arremetía contra el movimiento feminista, otro pedía la desaparición de las religiones, y de paso se oponía a la Guerra de Viet-nam, al aborto o a cualquier tipo de ayuda o subvención estatal. Su influencia llegó a tal punto que cuando Anton LaVey fundó en 1966 la Iglesia de Satán plagió algunos de los escritos de Rand por su defensa del individualismo más extremo.
A mediados de los 80, su salud empezó a flaquear. Se le detectó un cáncer de pulmón que, finalmente, le llevaría a la tumba. Ella, incapaz de asumir ninguna idea que no fuera propia, siguió negando hasta el último momento que el tabaco hubiera tenido la menor relación con su enfermedad. Que se fumara unos dos paquetes diarios era, desde su punto de vista, simple casualidad.
Pero la gran farsa no se descubrió hasta 2012, cuando salió a la luz algo que el Instituto Ayn Rand conocía desde 1998 y había hecho todo lo posible por ocultar. Ella, millonaria gracia a sus derechos de autor y enemiga acérrima de cualquier tipo de ayuda estatal, la que llamaba gorrones a los indigentes que recibían food stamps para poder comer recurrió a la misma generosidad que tanto despreciaba de Papá Estado: su operación de cáncer fue pagada con dinero público vía su odiada Seguridad Social. Y lo que es mejor: utilizó su nombre de casada (Ayn O’Connor) para ocultarlo.
Desgraciadamente, su legado sobrevivió a su desaparición y, como apunta Cunningham, esas fantasía sobre superhéroes como John Galt que creaban riqueza de la nada y fracasados que quería vivir del cuento, se filtró a través de escuelas de negocio y partidos políticos. No es difícil ver la sombra de sus delirios en las teorías económicas que llevaron a la crisis de 2008 tras la gran fiesta del capitalismo. Un choque con la realidad que llevó incluso a Greenspan a afirmar que igual se habían equivocado ‘en algo’, palabras que se llevó el viento. (Texto: Javier Cavanilles)