Como el tiempo perdido: De indios y vaqueros. Así serían las próximas navidades, una eterna y emocionante espera hasta el día de reyes. La ilusión inundaba los ojos de Nico como dos agujeros brillantes en el cielo.
Y en el rellano de la puerta, antes de entrar a casa de sus tíos donde toda la familia se reunía por navidad, su padre les recordaba a él y a su hermana lo que debían contestar. Que sus notas del colegio habían sido de notable y sobresaliente. Cuando Nico no sobrepasaba el suficiente en sus calificaciones. Y la puerta se abría, y todo eran besos y regalos y alegría.
Nico corría por el salón esquivando a sus primitos hasta esconderse detrás de algún sofá. Con la esperanza de que su protagonismo pronto perdiera intensidad y la atención se desviara al pavo o a los chascarrillos jocosos de algún tío. Nico era reservado, silencioso, guardaba un secreto que le retenía y le hacía cómplice de un lobo oscuro y feroz.
Pero como niño que era jugaba, se disfrazada pintándose la cara, inmerso en su mundo, dibujando descalzo en el suelo y siempre al revés de todo el mundo. Sus primos mostraban al aire sus regalos, maquinitas digitales y muñecas devorahombres.
Él y su hermana no tenían regalo que compartir, ya que hasta el 6 de enero nada de nada. Pero no hacía falta regalo cuando la imaginación existe. Nico se pedía indio cuando ser vaquero era lo normal. Y hasta se dejaba matar para seguir jugando.
Fingía su muerte cayendo de un caballo con estampado de vaca y crines de león. Sus primos se reían y pensaban que era un desastre, sin pistola ni estrella de sheriff. Inmóvil, se hacía el muerto tirado sobre la alfombra de la habitación de juegos mientras el resto de los niños le miraban fijamente. Afuera, en el salón el sonido de copas y el olor a puro eran cada vez más fuertes.
De repente el padre de Nico entró a la habitación y vio la escena. Le cogió por el brazo, levantándole bruscamente y propinándole una somanta de azotes. Siempre tienes que ser tú, le dijo. Y a la fuerza le sacó entre los inconsolables llantos de un pequeño indio abatido por el séptimo de caballería. Nico lloraba desconsolado, no entendía por qué no podía jugar, ser libre, sin miedo, sin mentiras.
Quizás aquel padre suyo había bebido demasiado, y el resto del mundo parecía una apisonadora para los niños que no tienen regalo el día 25. Pero cuál fue la sorpresa de Nico cuando el tío Leonardo aprovechó para sacar de la habitación un trasto envuelto en una sábana. Ábrelo Nico, es para ti. Te lo mereces porque tú eres único. Entre lágrimas y miedo tiró de la sábana.
Era una vieja bici de carreras. De un color metálico anaranjado y un sillín de cuero cuarteado. Era preciosa. Una sonrisa lunar renació de su cara. Aquel vehículo parecía volar. Y como si de un caballo de indio se tratara, Nico saltó sobre ella. Casi ni llegaba al suelo, pero las palabras y el abrazo del tío Leo le hicieron crecer de golpe.
Devolviéndole la confianza y despojándole de la culpa. Y así Nico pudo galopar libre hasta las lejanas montañas del oeste americano, atravesando praderas y lagos. Con la cara pintada y su universo de niño intacto. Siempre al revés de todo el mundo.
De indios y vaqueros. Como el tiempo perdido por Roberson Rey