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COMO EL TIEMPO PERDIDO

Dejemos que todo fluya. Como hacía Amanda con su pintura. Su derroche creativo y desesperado. Y siempre el rojo, esa mancha roja con la que sin saberlo firmaba sus lienzos y emociones. Porque su pintura no solo era óleo, también era ceniza, cobre y angustia. Rojo sangriento, rojo vino, rojo menstruación. Así era Amanda, un chorro de sangre, de locura y pintura en vida. Múltiples texturas y trémulos relieves reposaban como cicatrices sobre su caballete. Evolucionaba a cada pincelada, a cada flechazo. Conseguía líneas quebradas, sutiles y sucias. Como si el gigante que llevaba dentro se retorciera queriendo salir a flote. Su casa era un amasijo de muebles viejos y telas bordadas por ella misma. Una máquina de coser presidía el salón, rodeada de cestos y libros. Recuerdo aquel cuadro suyo, era una hoja de árbol roja, seca. Dispuesta de manera vertical sobre una tela blanca. Parecían unos labios.
Y como bastidores sin tela Amanda apilaba fracasos sentimentales bajo llave en su estudio. Su magnetismo atraía a los hombres más carismáticos, que al poco de consumir la primera pasión se desinflaban. Convirtiéndose en los más vulgares. Uno a uno iban pasando por su vida robándole un pedazo de luz y alimentando su arte al mismo tiempo. Aquella noche Amanda preparaba la cena mientras adecentaba la cocina, adornada con velas y uvas para recibir a su último amor. Otra locura de amor. Un abogado que una vez por semana se dejaba caer por allí, atraído por la curiosidad que despertaba en él una mujer diferente, una artista libre, independiente, casi marginal. Amanda se conformaba con este famélico plan, aun sabiendo que esa conquista no era para ella y que aquel hombre era de otra pasta. Pero la química entre ellos y su compañía la tenían enganchada. Así que en cada cita se entregaba como si fuese la última. Una vez más, él ni llamó ni apareció. Y la cena se enfrió, y las velas se apagaron. Un pájaro voló hasta perderse en silencio. Y como si de un salvavidas se tratara Amanda regresó al estudio. A pintar. Aprovechando el estallido emocional como estímulo creativo. Con la esperanza de que aquello que hacía la bendijera curándole las heridas. Transformando su dolor en color, en un largo manto tejido en un rojo infinito.
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Texto e ilustración: Roberson

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