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Laura Lucía Ferrer y la poética de lo abyecto

Infancia, muerte y ternura siniestra: la paradoja visual de Cadere Innocens.

Laura Lucía Ferrer y la poética de lo abyecto. También conocida como Kikyz Ferrer, en su obra se despliega una poética radical que subvierte las nociones tradicionales de belleza, enfrentándonos de forma descarnada —y paradójicamente exquisita— con lo abyecto.

Su trabajo visualiza la muerte sin velos ni ornamentos románticos; la arranca de los lienzos renacentistas donde suele dormir angelical y la deposita en el barro sangriento de lo corporal, ahí donde los fluidos se entremezclan con órganos abiertos y carnes laceradas. Su estética, lejos de buscar el impacto vacío del morbo, explora los márgenes últimos de lo humano, ese borde donde el ser se disuelve en lo inerte y, sin embargo, algo de su belleza persiste, como un eco oscuro.

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La repulsión es una emoción que Kikyz manipula con maestría.

Nos hace sentir incómodos no por un acto gratuito de provocación, sino porque sabe que el umbral de lo grotesco es también el umbral del reconocimiento. En su obra no hay concesiones: el cadáver no se presenta como el cuerpo apacible que duerme en una liturgia fúnebre, sino como el lugar donde la carne pierde su sentido, donde el sujeto se convierte en objeto, donde la humanidad se revela en su forma más frágil. Esa imagen rota, lacerada, mutilada, es el espejo en el que se refleja la verdad más cruda de nuestra condición: somos cuerpos que se descomponen.

Las series Cadáveres Esquicio y Cadere Innocens ejemplifican esta estética de lo abyecto. Niños muertos, órganos expuestos, formas anatómicas que se entrelazan con elementos orgánicos indistinguibles configuran un universo visual de gran carga simbólica.

La paradoja entre la inocencia y la corrupción carnal —ese cruce inquietante entre lo naïf y lo putrefacto— es uno de los ejes más poderosos de su propuesta. Los rostros infantiles, desprovistos de vida, se convierten en sujetos de una ternura siniestra que conmueve y desarma. Ferrer nos arrastra así a un espacio donde el dolor no es gritón, sino contemplativo, donde la brutalidad se transmuta en una suerte de lirismo oscuro.

Desde el punto de vista técnico, el manejo del grafito, la tinta, el acrílico diluido o la acuarela se presenta con una maestría que raya en lo obsesivo.

Cada trazo parece contener una pulsación orgánica, una textura que habla del cuerpo sin necesidad de representarlo de forma directa. En su capacidad para detallar lo anatómicamente explícito sin caer en la literalidad, reside parte del poder hipnótico de su obra. El horror se vuelve contemplativo. La muerte, estética. El asco, belleza.

Pero ¿por qué mirar lo que nos repele? Ferrer entiende que la cultura contemporánea ha edulcorado la muerte. La ha transformado en imagen pulida, aceptable, domesticada. Su propuesta se rebela contra ese impulso: el cuerpo muerto no necesita ser maquillado para ser digno de observación.

Es justamente en su fragmentación, en su evidencia sin filtros, donde puede emerger un nuevo tipo de belleza, más sincera, menos impostada. En palabras de la propia artista, se trata de “descontextualizar a la muerte basándola en la figura grotesca explícita, para situarla en un concepto más estético que, a través del detalle, se vuelva asimilable para el espectador”. En efecto, su arte exige mirar sin desviar la vista, soportar la presencia de la carne caída, aceptar que también en lo que se pudre habita lo sublime.

Laura Lucía Ferrer y la poética de lo abyecto. Más allá de su indudable carga estética, la obra de Ferrer es una crítica a las convenciones canónicas de lo bello.

En su mundo visual, lo putrefacto no es simplemente un gesto de transgresión, sino una invitación a repensar nuestros propios parámetros sensibles. Si podemos encontrar hermosura en lo que se corrompe, si somos capaces de conmovernos ante un cuerpo incompleto, entonces tal vez podamos descubrir una humanidad más compleja, menos cómoda, pero más auténtica.

Laura Lucía Ferrer no busca consuelo ni redención en la representación de la muerte; busca verdad. Y en esa verdad, que huele a sangre y tierra, se revela una poética de lo abyecto que no deja indiferente. Nos confronta, nos incomoda y, lo más inquietante de todo, nos conmueve. Porque al final, como ella misma parece susurrar desde cada trazo, también la carne que se deshace puede ser bella.


Laura Lucía Ferrer y la poética de lo abyecto. Por Mónica Cascanueces

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