Cuando escudriñas el panorama electoral te preguntas si sirve de algo votar. ¿Votar a los que menos latrocinio hayan cometido? ¿A los meapilas? ¿A los adoradores de la revolución? ¿A los populistas? ¿A los que persiguen la recta moral legislativa? Además, si bien nuestro voto puede resultar útil para que obtenga la victoria una u otra formación, si no votamos tampoco pasada nada. Porque uno voto más o un voto menos no cambiará el resultado de las urnas. De acuerdo, si todo el mundo dejara de votar, pero no lo hace todo el mundo. Estas elucubraciones, y otras semejantes, son más frecuentes en determinadas personas. Y, al parecer, estas personas tienen genes distintos de las que deciden votar sin más. Y gracias a las personas que deciden votar, influidas también por su particular conjunto de genes, existe la democracia, y también iniciativas tan de ciencia ficción como la de rescatar Grecia a través de la plataforma de crowdfunding Indiegogo.
¿Qué tiene que ver la democracia con la genética?
Introducir un voto en una urna para determinar, colectivamente, quién gestionará nuestro bien común es una práctica cultural relativamente reciente. Sin embargo, los genes son producto de la presión evolutiva ejercida durante millones de años. ¿Qué relación puede haber entre ambas cosas? Lo que ocurre en realidad es que hay un conjunto de genes que determinan nuestro nivel de cooperación, y un subproducto de esa inclinación se traduce en nuestra conciencia de voto.
Solo así se puede explicar un acto que resulta tan poco útil, visto de un modo pragmático, tal y como explica el profesor de Derecho Empresarial de Harvard y uno de los principales teóricos de la colaboración descentralizada, Yochai Blenkler, en su libro El Pingüino y el Leviatán: El dilema fundamental es el siguiente: la probabilidad de que el voto de un individuo afecte al resultado de unas elecciones es insignificante, cualquier coste relacionado con la votación (como el tiempo o el billete del autobús para acudir al colegio electoral) será mayor que el posible beneficio. A pesar de todo, cada año cientos de millones de personas en todo el mundo lo hacen, en lo que constituye un claro triunfo de una cultura que valora la cooperación (al menos en lo que se refiere en esta práctica concreta).
A pesar de que el ser humano siempre ha sido descrito como esencialmente egoísta o nepotista, el hecho de que exista una inclinación biológica para votar en unas elecciones, un acto más colectivo que individual, sugiere que la naturaleza humana no es egoísta, sino cooperadora (o egoísta-cooperadora, si se quiere).
No obstante, no todo el mundo ha nacido con esta pulsión cooperadora en el mismo grado. Ello puede haber influido en el hecho de que, a lo largo de la historia, la mayoría de pensadores hayan escrito denuestos sin fin a propósito del alma egoísta del hombre: las ovejas negras siempre llaman más la atención.
Ovejas negras genéticas
Para demostrar hasta qué punto la inclinación biológica hacia la cooperación, y su traducción en la asistencia a colegios electorales, produce individuos más o menos cooperadores, James Fowler, Laura Baker y Christopher Dawes realizaron un estudio publicado en 2008 en la American Political Science Review en el que examinaron a 400 gemelos idénticos y no idénticos de la zona de Los Ángeles.
Cuando hablamos de gemelos idénticos o univitelinos estamos hablando de clones perfectos. Es decir, personas que comparten el 100% del genoma. Los 400 gemelos, además, se habían criado juntos, en el mismo contexto familiar, así que no había diferencias sustanciales en lo tocante a educación, estatus económico y afiliación política. Los resultados sugieren que los gemelos idénticos, los clones, mostraban mayor inclinación a mostrar la misma conducta cuando se trataba de votar o no votar (es irrelevante a quién votaran). Fowler y sus colegas llegaron a la conclusión de que un poco más del 50% de la concordancia en esta conducta tenía su origen en la genética.
¿Por qué las personas más concienciadas con el grupo, las que cumplían su deber colectivo, podrían haber prosperado en tiempos pretéritos, cuando nuestros antepasados apenas podían arreglárselas para sobrevivir? Blenkler lo resume: Imaginemos que a lo largo del milenio algunas culturas han premiado y valorado la concienciación, mientras que otras no lo han hecho. En esas culturas, las personas que tuviesen una predisposición genética a ser concienciadas prosperarían y, dado que serían consideradas mejores compañeras, se reproducirían, lo que significaría que con el tiempo habría más de ellas en la población. Esas culturas podrían, a su vez, mantener la cooperación más eficazmente, puesto que la gente se vería impulsada a hacer lo correcto incluso sin ser controlada, castigada o recompensada directamente.
La hipótesis de que la gente que no piensa solo en sí misma es más deseable tiene sustento en el sentido de que los individuos tienen mayor probabilidad de sobrevivir si se organizan en grupos. Los grupos solo pueden ser prósperos si existe determinado grado de colaboración y concienciación. De hecho, la concienciación es en sí mismo uno de los cinco rasgos que más ampliamente se usan para clasificar la personalidad, junto al neuroticismo, la extroversión y la franqueza. Y todos ellos son rasgos determinados por la genética entre un 42 y un 57 %, según los trabajos de Thomas Bouchard y Matt McGue sobre gemelos, adopción y estudios biológicos. Es decir, que no existe un gen específico para votar, pero sí un conjunto de genes que se activan en contextos donde la cooperación es útil para sobrevivir, lo que se traduce en conductas más sociales, como luchar en la guerra, acudir a manifestaciones en defensa de colectivos discriminados o, en efecto, introducir una papeleta en una urna aunque nuestra papeleta, por sí misma, no cambiará nada. Y, quién sabe, quizá este conjunto de genes sea en breve responsable de la conducta del advenimiento de la democracia líquida.
Por Sergio Parra